Laboratorio de escritura 25 de marzo: Especial música

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

Para esta sesión la consigna es escribir un relato relacionado con el mundo de la música, para que pueda entrar en el número de la revista dedicado al tema.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 24 de marzo a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

6 comentarios

  1. Julián

    EL COSTE DEL SUEÑO CUMPLIDO

    –A beer please.

    Miro el trasero de la camarera cuando se da la vuelta al sacar mi cerveza de la nevera y cuando agarro la botella fría susurro “thank you”. Después de dar el primer sorbo recorro con la vista el local que se va llenando y sonrío satisfecho. Aún me cuesta creer que esté en el Continental Club de Austin y que vaya a tocar en unos minutos como guitarrista de Kim Lenz. Si hace apenas tres años alguien me hubiera dicho que hoy me subiría a este escenario no me lo hubiera creído, pero hubiera vendido mi alma al diablo si me lo hubiera propuesto.

    En el bar empieza a sonar “Hanging” de los High Noon y sonrío mientras tomo otro sorbo de la botella. Apoyo el codo en la barra y busco con la mirada quien está al cargo de la mesa de mezclas y levanto mi botella de cerveza a modo de saludo sin esperar una respuesta. Fue escuchando esta banda que acabé de convencerme que dedicaría mi vida al rockabilly. Mis dedos se mueven involuntariamente como si estuvieran en los trastes de mi guitarra y susurro con melancolía la parte que está sonando de la canción:

    I know what I’ve done was wrong
    but that’s what I did

    Aparece en mi mente la imagen de Javi cuando ensayábamos este acorde que por alguna razón se nos resistía y cuando lo conseguimos empezamos a repetirlo en bucle cada vez más deprisa como si fuera una competición, mirándonos fijamente hasta que caímos al suelo riendo sin parar, felices por estar juntos y sabiéndonos imparables. Tomo otro sorbo de la botella pensando en que si Javi estuviera hoy aquí conmigo, cuando acabara mi actuación me diría donde me he equivocado y después estaríamos toda la noche bebiendo cerveza y hablando de rockabilly recordando los años que pasamos tocando juntos y nuestros pequeños éxitos como cuando perseguíamos a Sonny Burgess y nos dejó tocar con él o cuando conseguimos hacernos un sitio en el Hemsby Rock and Roll Weekender cuando apenas éramos conocidos.

    Levanto la vista y aparece mi reflejo en el espejo tapado parcialmente por las botellas que hay detrás de la barra. Me quedo abstraído mirándome a mí mismo pero no logro reconocerme, como si fuera otra persona que estuviera viviendo una vida paralela en otro tiempo, en otro lugar porque a mi me tocaba estar trabajando con mi padre en el taller de coches, con un salario fijo y en el entorno de familia y amigos que me vieron crecer en Barcelona.

    Le doy otro sorbo a la botella y pienso en mi padre que no dejó de animarme a tocar la guitarra aunque no entendía esta música ni esta vida, pero no ponía demasiados reparos cuando iba a esos antros con esa pandilla de adolescentes imitadores de rockeros. Creo que estaría contento de verme aquí, me miraría con su sonrisa socarrona y me agarraría con fuerza del brazo en su forma particular de darme ánimos, aunque en algún momento me preguntaría, como si no fuera con él, cuando pienso sentar la cabeza que aún tiene mano con el dueño para meterme en el taller.

    Se acerca Johnny, el bajista del grupo, y me saca de mis ensoñaciones. Nos damos un pequeño abrazo y me presenta a la chica que viene con él.

    —Hi Mario. She is Maggie.

    Miro a la chica que va vestida de rockabilly, con un peinado y un vestido años 50.

    —Pretty dress.

    La chica me agradece el cumplido con una sonrisa que me recuerda a Sussi. Pagaría por volver a ver su sonrisa lasciva al mirarme cuando tocaba sobre el escenario, bailaba como si el rock estuviera dentro de ella. Hacíamos una buena pareja de rockabillies y sin duda fue lo mejor que me pasó en Barcelona. Cuando veo entre el público a una chica con un vestido negro con topos blancos como el que llevó Sussi tanto tiempo, me esfuerzo más en destacar en el grupo y le dedico en silencio mi actuación.

    Kim Lenz se acerca a nosotros como una exhalación con su habitual energía abriendo sus brazos para movernos de la barra:

    –This is our turn! Are you ready?

    La música de los High Noon deja de sonar mientras nos colocamos en el escenario y yo me cuelgo la guitarra. Mi mano derecha tiembla un poco cuando la apoyo en el mástil en ese momento de espera que siempre me cohibe justo antes de empezar. Los focos apenas me dejan ver al público, veo el pelo rojo ondulado de Kim y su silueta. Gira su cabeza hacia nosotros y dice con media sonrisa haciendo una mueca con la boca:

    –Come on!

    El batería golpea las baquetas entre ellas. Un. Dos . Tres. Respiro hondo, cierro los ojos un instante y cuando oigo los primeros acordes que han salido de mi guitarra sonrío satisfecho sabiendo que estoy tocando el cielo y me olvido durante la actuación de los que he dejado atrás.

  2. Raquel Cortés

    Suzie’s Blues

    El alcohol.

    La palabra, así tal cual, es tan bonita en su construcción. Empieza por A, que siempre es el principio. Amigo empieza por “A”. Amistad. Amor. Ayer. Adiós. Todas ellas empiezan por esa vocal que es el principio y el final de todo. Decimos “A” cuando balbuceamos nuestras primeras palabras. “A” cuando exhalamos nuestro último aliento. “A” si nos duele. “A” si reímos. Pero mejor callo que mis desvaríos empiezan a describir a esa persona que odio y que también empieza por “A”, alcohólico.

    Llevo una hora en el bar, sirviendo copas y bebiendo de este líquido obsceno que me seduce con su color dorado y su sabor a madera. Madera abrillantada y reluciente, como la de esos muebles añejos que nos recuerdan al hogar de nuestros padres o, en mi caso, a su guitarra.

    Lo conocí en este bar. Se sentaba en un taburete, cerca del billar. Cuando llevaba muchas copas de más, cogía su brillante guitarra y me tocaba un blues. Lento. Dulce. Sinuoso. Pecaminoso.
    Sus pupilas negras se conectaban a mis pupilas doradas y empezaba a tocar aquella maldita canción. Desgarrando el silencio con voz aterciopelada. Rasgando con dedos de artista su seductora guitarra. Forzando mi paz. Me atraía hacia él con el poder de quien se sabe hechicero.

    La primera noche, cuando empezó a tocar la guitarra, parecía perdido, titubeante, como un niño inocente que se ve obligado a hacer una travesura. Yo deambulaba por el local, desganada, recogiendo los vasos y jarras que los clientes habían ido esparciendo por todo el bar. Me sentía adormecida gracias al cálido beso del alcohol en mi cuerpo y mi mente entraba en esa lasitud típica de quien ha ingerido su dosis diaria. Su voz me llegaba entre niebla, como el eco de un sueño al principio, poco a poco ganando intensidad. De la guitarra nacían notas cálidas, repletas de luz. Me acerqué hacia él, atraída por una energía invisible que se hacía cada vez más palpable. Él se fijó en mí y desde aquel momento no existió nada ni nadie, en el sórdido bar, que no fuéramos nosotros dos. No es que quiera hacerme la importante, pero una mujer sabe cuando un hombre se siente atraído por ella. Él, no cabía duda, me miraba y en sus ojos había algo dolorosamente amargo que me hizo sentir frágil y llena de deseo. Mi soledad se sintió amenazada por su insistencia, ya que quise ser de él y no de ella. Fue en aquel momento cuando pronunció mi nombre.

    Sí, a veces la vida tiene esas raras coincidencias que nosotros queremos creer que son señales divinas. Mi nombre, Suzie, formaba parte de la letra y brotó de entre sus labios como una mariposa que emerge triunfante rasgando su capullo. Sus ojos suplicantes estaban fijos en mí. El blues que tocaba, hijo de la soledad y de la lujuria, el alcohol; todo estuvo dispuesto para que una servidora, la gran solitaria orgullosa que creía ser, se enamorara como una estúpida.

    A partir de entonces lo nuestro no fue amor, fue canibalismo. Amor de necesidad. Ambos éramos almas solitarias. Ambos estábamos demasiado heridos por nuestros respectivos pasados, demasiado hambrientos de cariño, caricias, compañía, comprensión. Fuimos amantes caníbales durante seis tormentosos años en los que nos devoramos mutuamente, tragando sin contemplaciones la necesidad del otro como chacales famélicos. Nuestra ansia por llenar el vacío, irónicamente, hizo que nos vaciáramos el uno al otro. Fuimos depredadores el uno para el otro. Nos destrozábamos y reconstruíamos mutuamente, año tras año, como en una guerra sin vencedores, dejando a nuestro paso gritos, besos, lágrimas, sábanas mojadas, risas, dolor y botellas vacías.

    Pero eso queda en el pasado y en el fondo de esta botella que me ayuda a olvidar.
    Ahora en el bar ya no suena el blues. La guitarra de madera bruñida sigue en un rincón, muda ya para siempre, como su voz. Observo la transparencia dorada del líquido en mi vaso, intento recuperar parte de la felicidad corrosiva del ayer, pero solo tengo recuerdos de un tiempo imposible de atrapar. De un ayer que derrochamos como arena entre los dedos. De unos años que en realidad siempre estuvieron teñidos de la A de alcohol y la S de Soledad.

  3. Julián

    El sueño cumplido

    –A beer please.

    Miro el trasero de la camarera cuando se da la vuelta al sacar mi cerveza de la nevera y cuando agarro la botella fría susurro “thank you”. Después de dar el primer sorbo recorro con la vista el local que se va llenando, y eso me hace sentir un poco más solo que cuando estaba vacío. Aún me cuesta creer que esté en el Continental Club de Austin y que vaya a tocar en unos minutos como guitarrista de Kim Lenz. Si hace apenas tres años alguien me hubiera dicho que hoy me subiría a este escenario no me lo hubiera creído, pero hubiera vendido mi alma al diablo si me lo hubiera propuesto.

    En el bar empieza a sonar “Hanging” de los High Noon y sonrío mientras tomo otro sorbo de la botella. Apoyo el codo en la barra y busco con la mirada quien está al cargo de la mesa de mezclas y levanto mi botella de cerveza a modo de saludo sin esperar una respuesta. Fue escuchando esta banda que acabé de convencerme que dedicaría mi vida al rockabilly. Mis dedos se mueven involuntariamente como si estuvieran en los trastes de mi guitarra y susurro con melancolía la parte que está sonando de la canción:

    I know what I’ve done was wrong
    but that’s what I did

    Aparece en mi mente la imagen de Javi cuando ensayábamos este acorde que por alguna razón se nos resistía y cuando lo conseguimos empezamos a repetirlo en bucle cada vez más deprisa como si fuera una competición, mirándonos fijamente hasta que caímos al suelo riendo sin parar. Nos habíamos prometido estar siempre juntos y tomo otro sorbo de la botella como si pudiera tragarme esta imagen que ahora me parece triste, aunque se suceden los recuerdos de los primeros éxitos que conseguí con él, como cuando perseguíamos a Sonny Burgess y acabamos tocando con él o cuando nos hicimos un sitio en el Hemsby Rock and Roll Weekender la primera vez que nos presentamos.

    Levanto la vista y aparece mi reflejo en el espejo tapado parcialmente por las botellas que hay detrás de la barra. Me quedo abstraído mirándome a mí mismo pero no logro reconocerme, como si fuera otra persona que estuviera viviendo una vida paralela en otro tiempo, en otro lugar porque a mi me tocaba estar trabajando con mi padre en el taller de coches, con un salario fijo y en el entorno de familia y amigos que me vieron crecer en Barcelona.

    Le doy otro sorbo a la botella y pienso en mi padre que no dejó de animarme a tocar la guitarra aunque no entendía esta música ni esta vida y no ponía demasiados reparos cuando iba a esos antros con esa pandilla de adolescentes imitadores de rockeros. Me miraría con su sonrisa socarrona y me agarraría con fuerza del brazo en su forma particular de darme ánimos, aunque en algún momento me preguntaría, como si no fuera con él, cuando pienso sentar la cabeza que aún tiene mano con el dueño para meterme en el taller.

    Se acerca Johnny, el bajista del grupo, y me saca de mis ensoñaciones. Nos damos un pequeño abrazo y me presenta a la chica que viene con él.

    —Hi Mario. She is Maggie.

    Miro a la chica que va vestida de rockabilly con un peinado y un vestido años 50.

    —Pretty dress.

    La chica me agradece el cumplido con una sonrisa que me recuerda a Sussi. Pagaría por volver a ver su sonrisa lasciva al mirarme cuando tocaba sobre el escenario, bailaba como si el rock estuviera dentro de ella, sin lugar a dudas hacíamos una buena pareja de rockabillies. No he vuelto a tener una relación seria desde que lo dejamos y cuando veo entre el público a una chica con un vestido negro con topos blancos como el que llevó Sussi tanto tiempo, me esfuerzo en destacar en el grupo y le dedico en silencio mi actuación.

    Kim Lenz se acerca a nosotros como una exhalación con su habitual energía abriendo sus brazos para movernos de la barra:

    –This is our turn! Are you ready?

    La música de los High Noon deja de sonar mientras nos colocamos en el escenario y yo me cuelgo la guitarra. Mi mano derecha tiembla un poco cuando la apoyo en el mástil en ese momento de espera que siempre me cohibe justo antes de empezar, aunque entre el público no hay nadie que me conozca. Veo el pelo rojo ondulado de Kim y su silueta. Gira su cabeza hacia nosotros y dice con media sonrisa haciendo una mueca con la boca:

    –Come on!

    El batería golpea tres veces las baquetas entre ellas. Tac – tac- tac. Respiro hondo. Kim empieza a cantar y los primeros acordes salen de mi guitarra. Sonrío y en los primeros minutos creo estar tocando el cielo del subidón que tengo. Pero mi mente es traicionera y creo ver a Sussy y a Javi entre el público y unos instantes después creo ver a mi padre que se apoya en el marco de una puerta sin atreverse a mezclarse con la gente.

    Mi sonrisa se vuelve triste y a medida que las canciones se van sucediendo mi mente los va haciendo aparecer de tanto en tanto entre el público. Cada vez los voy echando más de menos y me doy cuenta lo mucho que los necesito. Voy a volver a Barcelona. Estamos tocando un swing cuando esta idea se materializa y se hace sólida. A partir de entonces doy lo mejor de mi en la actuación sabiendo que será la última vez que toque con Kim y cuando hacemos los últimos bises mi vista queda fija en la puerta de salida dibujádonse de nuevo una sonrisa en mi cara.

  4. Irina

    La gente por allí dice que el sábado continuamos con la música.

    Pues, entonces, allí vamos.

    TRAVESÍA

    Estaba cayendo.

    No recordaba cómo había pasado, pero no podía negar la veracidad de su experiencia: estaba cayendo sostenido por una nube de luz que, de alguna manera, aún no alcanzable para su comprensión, suavizaba la vertiginosa sensación.

    Poco a poco la luz de abajo se estaba transformando, partiéndose en unas islitas de formas indefinidas. Estas manchas se fundían unas con otras, compenetrándose, fluyendo, discurriendo mutuamente entre sí.

    Cada forma tenía su propio color que correspondía a una vibración única de determinado sonido. El resultado de las metamorfosis de los colores era una harmonía musical que llenaba el espacio.

    Sí, tenía una clara percepción del espacio, lo cual de por sí ya era una experiencia un tanto novedosa.

    En algún momento la intensidad del sonido empezó a crecer, y con esto parecía que las siluetas también empezaron a solidificarse, aunque seguían con su juego de emanaciones. Era una sinfonía de sonidos y colores, y era difícil, si no decir imposible, determinar qué se nacía de qué: si la luz de la música, o al revés.
    En algún momento la vibración sonora llegó al auge de la tensión, la melodía se fundió en un solo tono mientras los colores también se amalgamaban en algo, que estaba a punto de estallarse como una supernova.

    Las irrupciones de luz al inicio parecían unos acontecimientos individuales, pero pronto todo el espacio se llenó de luz tan blanca que hacía daño.

    ¿Dañó a qué?

    No lo sabía.

    Pero mientras el espacio a su alrededor se llenaba de estallidos de resplandor con recurrencia rabiosamente ascendente, una sensación con la insistencia prevaleciente invadía su campo de percepción (¿consciencia? ¿esto se llamaba consciencia? ya no recordaba nada…): un sonido, agudo, tembloroso, penetrante, como si alguien estaba tocando una cuerda estirada entre dos extremos del infinito.

    Este sonido subía hasta el grito haciéndole sentir como si se expandiera hasta aquel infinito, como si él mismo fuera aquella cuerda…

    Hasta que la cuerda se rompió…

    Todo se quedó en silencio. No porque el sonido ha desaparecido, sino se ha convertido en algo más, algo muy distinto de lo que era.
    La nada le arropaba en su oscuridad y calma. Estaba en el lugar a que pertenecía. Para siempre.

    Pero en al algún momento la siempre se acabó. La nada ha cambiado de opinión.

    Le ha invadido la cacofonía de las sensaciones desconocidas. Tensión. Presión. Dolor. Algo le empujaba hacia lo desconocido. Él intentó oponerse, pero una voz le susurró desde la oscuridad traidora que no se resistiera, que así todo sería más fácil.

    Y luego la luz. La maldita luz, que tanto daño hace. Le faltaba algo. Algo que no sabía que necesitaba hasta que la falta asfixiante se hizo evidente.

    Presión. Pánico. Algo se irrumpió desde dentro de él. Y aquello que le faltaba le invadió desde fuera, quemando sus entrañas con su presencia alienígena.

    Un sonido. Un sonido que no tenía nada que ver con aquellos que existían la siempre y la nada atrás.

    Y parece que esta vez la fuente del sonido era él.

    Y una voz, también extranjera, como lo era todo en este auxilio de la nada.

    — Es un niño.

  5. La primera vez

    Claro que me acuerdo de mi primera vez. Apenas acababa de ser mayor de edad, no llevaba ni tres meses en la universidad y acompañaba a una compañera de clase a un concierto en una iglesia del centro. La orquesta de Euskadi y el Orfeón Donostiarra tocando piezas del Barroco. Mí yo de entonces, punkarra calimochero, preveía una hora y media de auténtico tostón y solo esperaba no quedarse dormido. Pero si París valía una misa por la posibilidad de echar un polvo bien podría yo entrar en una iglesia y aguantar un poco mientras ponía cara de estar disfrutando y sonreir a mi acompañante. Peores mentiras se han contado en similares circunstancias.
    La cosa empezó suave, una melodía agradable que incitaba a la calma y, de repente, todo el coro empezó a cantar y tres cosas estallaron dentro de mí, de manera simultánea. Lo primero fue la potencia de la voz y la excelencia de la acústica. Un muro de sonido que ríete tú de los de Phil Spector, la iglesia era una gran caja de resonancia y todo era a la vez grandioso, atronador y delicado. Lo segundo fue la sorpresa. Jamás hubiera podido imaginar que pudiera existir algo tan hermoso. Es posible que me quedara, durante unos segundos con la boca abierta y la cabeza en las nubes.
    Lo tercero fue lo definitivo. Una epifanía. Ese click que te cambia la visión de la vida y hace que el mundo sea diferente para siempre. Hay muchas definiciones de la palabra arte pero yo lo entendí completamente en un solo segundo. Arte es que la música que un oscuro músico de Leipzig escribió para que la cantara su parroquia en alabanza a Jesús sea capaz de atravesar los siglos y pegar una hostia en toda la cara a un chaval ateo y dejarlo temblando y asustado. Que las pinturas que una mujer hizo en una cueva escondida, los cantos de un poeta ciego desconocido, el teatro de un actor de segunda de Londres y los poemas que una chica escribía para sí misma en un cuarto de Massachusset nos sacudan como un terremoto y nos hagan trastabillar.
    En apenas tres minutos y medio me monté en una montaña rusa y me dejé arrastrar a la belleza sabiendo que el viaje no tendría retorno y no me importaba. Luego me he enterado que, por supuesto, no había sido el primero en pasar por algo parecido y que hasta tiene un nombre porque nos gusta poner etiquetas a todo. Yo me limito a dar las gracias por haberlo descubierto tan pronto, con mis 18 años recién cumplidos, un auténtico regalo.
    No, no recuerdo si finalmente me acosté con esa chica. No me acuerdo de su cara, ni siquiera de su nombre. He escuchado muchas veces la cantata BWV 147, y en no pocas ocasiones he acabado llorando. Aquella vez que me pilló por sorpresa cuando salía de viaje por la mañana y escuchaba la radio. O esa otra en la que necesitaba consuelo porque la noche era oscura y fría. Esa exaltación del amor a un Jesús en el que no creo, y que yo sustituyo por un amor a una humanidad que nos habla a través del tiempo y la distancia.
    No es la única pieza, claro, hay otras muchas. También hay cuadros o, por supuesto, libros que me han hecho sentir ese cosquilleo, ese vertigo, ese mareo. Pero la primera vez, cuando tienes la suerte de que sea perfecta, esa nunca se olvida.

  6. CARLOS GALLEGO

    Mi vida en Erce

    ¿Nunca te he hablado de cuando viví fuera?
    Hacía poco que había acabado la carrera y se me planteaba el dilema: trabajar o hacer el doctorado. Decidí lo segundo, estirar un poco más el mundo académico y, quien sabe, tal vez un día ser profesor.
    Mi decisión llevaba aparejada otra, ¿qué tema escoger?
    Por entonces, estaban en boga los edulcorados trinos de los romilianos, empalagosos hasta la hiperglucemia. También eran moda las desharmonías krug, irritantes, o los chillones gritos de los moravitas, con unos agudos que arrasarían una cristalería.
    Mi director de tesis me recomendó algo sencillo, a lo que le pudiera dar algún aspecto práctico, dijo, sumérgete en los inacabables ritmos de los bunbuntzi, esas percusiones que se prolongan por días y días. Me rasco la cabeza aún pensando en dónde podía ver el viejo profesor practicidad a lo que hacemos; que somos exomusicólogos.
    No hice nada de eso, preferí cruzar la galaxia para visitar Los Cuatro Planetas, un sistema binario recientemente descubierto. Se hablaba mucho de las flores silbadoras de los dos soles, que componen melodías cuando las dos estrellas gemelas se alzan en lo más alto del firmamento de Bastia, el mayor de los planetas habitados, pero yo iba buscando a los ercísodos, una especie autóctona del menor de los cuerpos de ese sistema.
    Erce es un mundo seco. El agua se esconde a varios metros bajo la superficie. Por todas partes, cálidas nubes de polvo ocultan donde pones los pies. La sensación es la de andar en sueños. Entre esa polvareda, habita uno de los seres más extraños que jamás se hayan descubierto; el ercísodo.
    Es sabido que los exobiólogos cayeron de lleno en el error al clasificarlos como otra especie entomo-alienígena. Los múltiples pares de podos del ercísodo, su cascarudo lomo y las antenas que destacan en su extremo delantero, lo hacen pensar. Pronto se vio que era un ser más complejo, con una organización social alejada de las mentes colmena, tan frecuentes en los entomoaliens inteligentes. Su reproducción por esporas, propia de los micoextraterrestres, también los alejaba de la clasificación. Pero yo no había cruzado el espacio para ver como se zambullían en la tierra buscando la humedad donde depositar sus esporas, sino para asistir a la ceremonia de apareamiento que tiene lugar durante el caluroso verano erciano, cuando los dos soles se ocultan y la luna ilumina de un débil lila las arenas surcadas por los aplastados cuerpos extraterrestres. En esta celebración de la vida, los ercísodos comienzan a accionar unas partes móviles que tienen en los trocanters de cada una de sus extremidades; entonces empieza el baile.
    El fragor de las patas crean una base rítmica sobre la que construir melodías gracias a los espiráculos del abdomen. El aire se carga de partículas de polvo escapadas de los orificios y ahí nace uno de los sonidos más complejos de la creación, similar a un oboe, teñido de un característico sonido fricativo producido por la erosión de la arena. Los cuerpos de los aliens se retuercen, cimbrean; una locura de ciempiés invade las llanuras ercianas y los seres iluminan el ocelo de lo que se intuye como una cabeza. Y cantan. Sí, cantan. Por alguna razón, disponen de un aparato fonador, capaz de imitar voces y sonidos de cualquiera de las otras especies del planeta. Se suceden solos y coros; el frenesí va en aumento, hasta que se sumergen bajo tierra y se aparean.
    Les aseguro que pocos espectáculos más grandiosos se pueden contemplar en la galaxia.
    Pasé dos años estudiándolos. Registre sus cantos. Filmé sus coreografías. Teoricé sobre su música. No me extiendo; si están interesados, les aconsejo que lean mi obra científica, en especial les recomiendo el segundo volumen, dedicado a los rudimentos musicales de los ercísodos. Conocerán la riqueza de melodías, armonías y ritmos, de como articulan todos ellos. A mí me interesa más hablarles del conocimiento que ellos extrajeron de mí.
    El primer año de estudio lo realicé junto a un colega y con el apoyo de dos tripulantes. Días difíciles. Reinaba la camaradería entre nosotros y se hacía soportable el aislamiento. Siempre era el primero en levantarme. Cuando el resto se despegaba de las sábanas, yo ya estaba en las llanuras. Los ercísodos practicaban su arte por puro placer, fuera de los periodos de reproducción. Lo hacían en solitario o en grupos reducidos. Filtraban la arena en busca de alimento, entonando canciones como campesinos de la Cavalleria Rusticana. Mis compañeros se me unían en el puesto de observación, desayunábamos y charlábamos durante horas.
    Con el paso del tiempo los alienígenas toleraban mejor nuestra presencia. Ya no era necesario escondernos en puestos de observación. Salimos de nuestros escondrijos y deambulamos tranquilamente entre ellos. A los seres les alegraba nuestra amistad interplanetaria. Profundicé hasta llegar a aspectos que no habría ni soñado conocer. No quiero pecar de inmodestia, pero las publicaciones sobre mi experiencia en Erce son una de las obras capitales de la exomusicología, y diría que también de la etnología interplanetaria.
    El tiempo pasó. Mis compañeros preparaban el viaje de vuelta, pero yo decidí quedarme. Es una locura estar sólo en un planeta, y si te pasa algo, pero yo permanecí firme. La nave volvería dentro de un año para recogerme. Tenía provisiones y pertrechos para poder pasar tres o cuatro, así que les dije que podían irse tranquilos.
    Vi elevarse el cohete con un nudo en la garganta. Cuando el último resplandor de la nave se extinguió, me convertí en el hombre más solo del universo. Sólo tenía una forma de combatir mis sentimientos: trabajo.
    Si el primer año fue productivo, el segundo fue prodigioso; y no sólo por los avances que hice en los conocimientos musicales como van a comprender ahora.
    La euforia que me producía mi estudio, no evitó que cayera en un estado funesto de ánimo. A veces sentía que era el ser más desgraciado de la creación y deambulaba lamentándome en voz alta. Fue en uno de estos ataques melancólicos que me tropecé con un ercísodo solitario que tragaba arena en un montículo. Un ejemplar de gran tamaño, más de dos metros de largo. Eso quería decir que era un individuo ya viejo, tal vez por eso no buscaba la compañía de los otros. Concentrado en mis lamentos, no reparé en él hasta que escuché: debería haberme marchado con ellos. ¿Era mi propia voz? ¿Un brote esquizofrénico? No, había sido el viejo ercísodo. Pasé a visitar el montículo a diario. Conversaba con Viernes, así lo bauticé. Le explicaba mi vida. Le hablé de mis anhelos y de mis peores temores. Él cantaba y repetía mis frases. Ni un mes pasó, que se nos unieron otros dos ercísodos. Dos ejemplares menores, jóvenes. Empezaron a repetir palabras, primero torpemente, después imitando perfectamente mi acento marciano.
    En pocos días, la llanura era un hervidero de tertulias. No sólo hablaban conmigo, lo hacían entre ellos. Diálogos absurdos: debería haberme ido… son sorprendentes sus capacidades fonadoras… pues me comería un bocadillo de chorizo… cuando vuelva lo primero que voy a…
    Mi soberbia había considerado a aquellos seres intelectualmente primitivos, pero me di cuenta de que habían confeccionado un corpus lingüístico extenso y rico. Aún más sorprendente, empezaban a recombinarlo dando sentido a las frases. Un mes antes de que la nave regresara, Viernes, no podría haber sido otro, se dirigió a mí: hola, amigo, se acerca la hora de tu partida.
    Aquella tarde tuvimos una larga conversación y decidimos juntos que él y un par más de ercísodos se vendrían conmigo en el regreso al sistema solar.
    Recibí a mis compañeros con lágrimas en los ojos. Después de las lógicas celebraciones, les hablé sobre mi increíble descubrimiento. Una vez recuperados del asombro, coincidieron conmigo, así que nos pusimos manos a la obra y acondicionamos una de las bodegas con arena erciana para que los alienígenas tuvieran una cómoda travesía. En mi soledad había investigado sobre la nutrición de estos seres y había descubierto como sintetizar su alimento habitual.
    El viaje transcurrió plácidamente. Alternábamos las tareas de navegación con largas charlas en las que aprendíamos mucho sobre la sociedad ercísoda. Se agrupaba en pequeños clanes y no existía ninguna forma de gobierno estable. Si era necesario tomar decisiones, cada clan designaba un representante para formar un consejo. Si era preciso, estos consejos designaban a su vez nuevos representantes para reunirse. Un sistema en pirámide que se accionaba cuando era necesario hasta llegar a niveles equiparables a nuestras naciones. De todos modos, esto ocurría pocas veces porque la mayor parte del tiempo se lo pasaban pastando arena y cantando.
    Recuerdo el viaje con nostalgia y con la sensación de que todo se aceleró cuando llegamos al Sistema Solar.
    Fuimos portada en todos los medios de comunicación. Las más altas autoridades políticas y científicas nos recibieron y agasajaron. Viernes no dejaba de conceder entrevistas. El personaje del año. Y como no podía ser de otra manera, cada entrevista la acababa cantando. Solo, con sus compañeros, o a dúo conmigo. Ahí si que la cosa se nos fue de las manos. No nos dimos cuenta y estábamos firmando con una discográfica: VV y los ercísodos. Nuestra primera grabación fue disco de grafeno en dos días. Un billón de copias. Se dice pronto. Aquello no podía acabar bien.
    Viernes empezó a comportarse como una estrella. Sabía que él era quien hacía único a nuestro grupo y nos lo restregaba por la cara. Pero eramos una banda.
    Llegaron las drogas, las groupies y las peleas. No vale la pena extenderse; todos conocemos alguna historia como esta. Los otros ercísodos regresaron a su planeta, hartos de Viernes. Yo no quería abandonarlo, pero acabé aceptando una plaza en la universidad. Solo, Viernes entró en una espiral de autodestrucción. La última vez que lo vi, se arrastraba por los barrios bajos para pillar cualquier cosa. Me paré a hablar con él, me habría encantado recuperar los viejos tiempos, irnos juntos de aquel basurero. Con voz pastosa me pidió mil cherkis para comprarle medicinas a su parienta. Se los di. ¡Qué coño me importaba que se los metiera por un espiráculo! Era mi amigo.
    Ahora nadie se acuerda de él, todos los jóvenes lo imitan, pero no lo conocen. Todos quieren pasarse el día pastando y cantando. A veces creo que nunca debí volver de Erce.

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