Leer no es bueno
Las múltiples campañas en favor de la lectura se empeñan en destacar las bondades de los libros. Leyendo nos volvemos más sabios, más centrados, mejores personas. Todo son ventajas. Todas las instituciones están empeñadas en que nos alejemos de las pantallas y nos acerquemos a las páginas, venerables. Mil memes en internet se hacen eco de la superioridad moral de los libros frente a los móviles.
No voy a negar que leer tiene sus cosas buenas, incluso hay estudios rigurosos que apuntalan a que algo de eso hay. Pero estoy en contra del enfoque utilitarista. Hay que reivindicar la utilidad de lo inútil. Uno lee por placer, por vocación incluso, no por cuidar de la salud mental como quien va al gimnasio. Nadie se ha hecho lector por tener hábitos saludables. Es posible, incluso, que sea la lectura la que lo elija a uno.
Aún diría más. Estoy seguro de que, si fuera al revés, pocos dejaríamos la lectura. Si en la portada de cada libro aparecieran avisos como los de las cajetillas de cigarros, del tipo ‘Leer puede perjudicar seriamente la salud’ junto con una imagen del loco de La Mancha, haríamos como tantos adictos al tabaco. Ignorar la advertencia y sumergirnos en las páginas con total despreocupación.
Lo cierto es que algo de eso hay. Como dice una cita ‘La lectura no consuela, en cierto modo, desespera’. Este fin de semana me lo decían unas adolescentes aficionadas a la lectura. En su clase nadie más lo hacía, eran incapaces de entender por qué a sus compañeras no les gustaba leer. Se encontraban solas en un mar de iletradas. No conocían que ya el detective Carvalho, en las novelas de Manuel Vázquez Montalbán, quemaba los libros como venganza porque le habían alienado del mundo.
Leer nos aparta de la felicidad intrascendente de nuestros coetáneos y, por contra, no nos ofrece nada a cambio. Nos hace cargar con un músculo intelectual que, reconozcámoslo, nos estorba en nuestra vida cotidiana. Amplía nuestro mundo interior pero, por desgracia, no nos dice con quién compartirlo. Si uno va a un partido de fútbol o a un concierto, enseguida tenemos un grupo con el que experimentamos un sentimiento de comunión. Por contra, leemos en la intimidad y, al acabar un libro especialmente emotivo, lo más que podemos hacer es mirar al infinito y suspirar.
Por eso nos da especial alegría encontrar a otras personas con el mismo vicio. Como los fumadores que salen juntos a respirar humo, o los bebedores sociales que se deslizan juntos por el tobogán de la embriaguez, los letraheridos somos una tribu que, cuando nos reconocemos, sentimos un extraño sentimiento de hermandad. Si, además, nos gustan los mismos escritores, la comunión alcanza estatus de sacramento. La conversación se puede hacer eterna y a la vez pasar en un suspiro.
Montamos las reuniones letraheridas como un faro para que aquellos infelices contagiados por el virus de la lectura puedan encontrar a otros miembros de su tribu y reconozco que, cada vez que discutimos de literatura, siento que estoy en casa, que este es mi hogar y estoy con mi familia. Leer puede que no consuele, pero la compañía de amigos lectores, les aseguro que sí.