«Blanca» de Génesis García
La joven caminaba bajo los arcos y las galerías, mirando a su alrededor con aire soñador. Llevaba su libro de rezos entre los brazos y lo apretaba contra su pecho mientras avanzaba bajo las cámaras abovedadas y las hermosas molduras que decoraban el templo, arrastrando su hermoso vestido de lana. Su largo cabello castaño parecía seguirla como una sombra y soltaba destellos dorados en el sol, como si se tratase de un halo. Blanca contemplaba maravillada el arte con el que los maestros diseñaron el interior de la capilla: los bloques de roca se amoldaban estrechamente el uno junto al otro, sosteniendo el pesado arte del techo de un modo tan perfecto que parecía un milagro. Era como ver la mano de Dios en la creación de un hombre.
– ¿Mi señora? – la voz de su aya la sacó de su ensoñación y doña Blanca se giró hacia la buena mujer con una pequeña sonrisa.
– Ya voy, Sancha. Quería rezar unos momentos antes de partir…– se excusó, ganándose una mirada enternecida de la buena mujer.
Blanca solía vagar por ahí, con la cabeza en las nubes, perdida en su mundo de fantasía, lo que provocaba problemas con sus padres y tutoras. Pero, Sancha la conocía desde el momento en que dejó el vientre y la amaba como si ella la hubiese echado al mundo. No le gustaba ver a las monjas asediándola por perderse las oraciones de la mañana, ni sus incesantes esfuerzos por obligarla a entrar al convento para quedarse con sus riquezas. Temía que las presiones externas la alejaran de Dios: servir a Cristo debe salir del fondo del corazón, de un deseo ferviente por seguir Sus Enseñanzas, no de las imposiciones de un montón de mujeres codiciosas y amargadas que ansiaban encerrar a Blanca para apoderarse de sus propiedades y su herencia. Por eso, la anciana la dejaba a sus anchas, que soñara e imaginara, ¿qué mal podía hacerle a la pobre niña?
– No parecía rezar, mi señora– comentó, una sonrisita traviesa en su rostro.
– Ay, Sancha, lo sé, pero, mira esto… ¿no te parece maravilloso? – exclamó la muchacha, alzando los brazos para mostrarle la bóveda angevina del crucero y los ocho arcos formeros que sostenían la bóveda sexpartita– ¿No es como un sueño? Pareciera como si los ángeles hubiesen tallado la piedra…
– Yo conocí a algunos de los picapedreros, mi señora y créame, no eran ángeles…– afirmó, haciendo reír a la muchacha. A Sancha le gustaba su risa. Era como el canto del agua en un arroyuelo; fresca y dulce.
– Lo sé, tontuela, lo sé… pero, ¿no parece magia cómo se sostienen los bloques? ¿no es maravilloso como entra la luz? ¿no te emociona pensar en como algo tan simple como una piedra puede convertirse en algo así de impresionante? – exclamó con tal emoción que Sancha sintió su corazón contraerse en un puño.
– A usted le gusta mucho esto de la construcción, ¿verdad, mi señora? – preguntó con tristeza.
Una cosa era que Blanca se dedicara a soñar despierta sobre las maravillas de la ingeniería y otra muy diferente que quisiera dedicarse a ella. Los secretos de los picapedreros y gremios de constructores eran guardados celosamente y reservados exclusivamente para los hombres. La única manera de acceder a ellos, era a través de la herencia y el conocimiento que se transmitía de generación en generación. No importaba mucho que Blanca fuese una infanta, hija, nieta y bisnieta de reyes y emperadores. Era una mujer. Y eso la dejaba inmediatamente fuera del alcance del conocimiento.
– ¡Por supuesto! – exclamó la niña con los ojos agrandados por la ilusión– Ya lo verás. Algún día, construiré una ciudad. Será hermosa y perfecta, un paraíso para todos los que vivan ahí.
– Claro, mi niña… claro que sí– murmuró Sancha, cogiendo su mano para llevarla de regreso a sus lecciones.
Blanca nunca dejó de soñar. Las presiones de sus padres y familia la empujaron al convento, donde se convirtió en señora, haciendo realidad los peores miedos de Sancha. El Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas era un sitio enorme y silencioso, oloroso a incienso y a lirios. Blanca pasaba sus días arrullada por el suave murmullo de las oraciones, las luces de los vitrales y la oración. Su espíritu ardiente y decidido la mantuvo mucho tiempo alejada del claustro, resistiéndose a la presión. Pero, ahora que estaba entre las enormes paredes del convento, no se arrepentía. La vida monacal era un remanso de paz en su vida y, a la vez, una escalera hacia sus sueños. La abadesa gozaba de un poder y una autonomía que era superada sólo por los miembros de la Santa Sede y si bien no podía predicar, confesar ni hacer misa, estaba a cargo de conceder licencias a los sacerdotes para que estos administraran los sacramentos, celebraran la misa y confesaran a los feligreses.
Era una mujer con poder. Y eso era muy, muy valioso para Blanca. La niña se convirtió en mujer y la mujer decidió que tomaría las riendas de su destino. Y para eso, necesitaba dinero. Parte de su dote al entrar al convento fueron los municipios de Alcocer, Viana de Mondéjar, Peñas de Viana, Azañón, Cifuentes, Valdesangarcía, Palazuelos y Santiago de la Puebla, lugares hermosos y llenos de vida, pero, que no servían para sus propósitos. Por eso, en cuanto tuvo la oportunidad, los ofreció a Pedro, hijo del rey de Castilla. Blanca estaba exultante ante la perspectiva de la venta. Amaba el convento, sus murallas gruesas y enormes, sus colores y olores, sus sonidos y su aire. Quería verlo convertido en un sitio de ensueño, donde Dios pudiera morar con dignidad, donde las mujeres se sintieran seguras y cómodas.
Don Pedro, hombrecillo muy astuto, pero poco confiable, decidió que no llevaría a cabo el negocio, echando sus esperanzas por tierra. Sin embargo, Blanca no se dejaría amedrentar por un hombre prepotente, convencido que podía pasar por encima de ella solo por ser mujer. En lugar de rogarle que reconsiderara su posición, envió palabra a don Juan Manuel, primo de don Pedro y se las vendió sin mayores complicaciones, ignorando el berrinche del infante. Ella estaba casada con Cristo, no con un hombre y si su marido no la regañaba, ¿por qué dejaría que lo hiciera un simple mortal? Así Blanca, decidida a hacer realidad sus sueños, comenzó a buscar un sitio que fuera solo suyo, en el que pudiera trazar la ciudad ideal. Sin embargo, la muerte de su madre, echó todo por tierra. El duelo llenó su alma y sus proyectos pasaron a segundo plano. Rogó a Dios, cada día, pidiéndole que le diera la paz y enviara una señal que le permitiera seguir.
Así, pasaron los meses y los años y en medio del duelo por la muerte de su madre, Blanca recibió la respuesta a sus oraciones. Juana Gómez de Manzanedo era una mujer ajada por la edad y consumida por las preocupaciones. Sin embargo, en su rostro macilento aun se apreciaba la mujer que fue en su juventud. De ella se decía que levantaba suspiros a su paso con sus formas opulentas, su cabello de fuego y sus ojos oscuros. Ahora no era más que una sombra de la mujer que fue y estaba cansada. Su marido, el infante Luis de Castilla, le dejó una heredad con la que no quería cargar y Blanca comprendió que era la respuesta a sus oraciones.
Ciento setenta mil maravedís costó la realización de su sueño. Cuando Blanca pisó por primera vez las verdes praderas y vio el límpido cielo azul de Briviesca, suspiró, agradeciendo a Dios. “Algún día, construiré una ciudad. Será hermosa y perfecta, ya lo verás”, dijo su voz juvenil en su mente, enviando un torrente de nostalgia por sus venas.
– Aquí, señores. Aquí construiremos la ciudad… allí quiero el muro y por allí el alcázar– ordenó, mientras el maestro mayor la seguía, anotando rápidamente todo lo que decía– Y allí… allí construiremos Su Casa. Quiero el templo más grande y más hermoso en honor a nuestra madre, la Santísima Virgen. Y quiero orden. Ley. Este sitio será una utopía…– murmuró, echando a andar entre la hierba, con el corazón alborozado y la mente puesta en su meta: Briviesca.