«Espectadores» por Daniel Escalante Ariza
El reloj marca las 10:00 P.M, del otro lado de mi ventana se escucha el insistente maullido de un pequeño gato; que clama por ayuda en medio de las bolsas de basura que lo cubren. Casi hasta parece estar dando señales de humo, simplificadas en un perpetuo “miau, miau”, que, tal fuera mi ansiedad: no desaparece, ni siquiera con el pasar indiferente del tiempo. Indiferente como las personas que pasan en sus autos, motos o incluso a pie, y que se niegan a prestar ayuda, tal si sus oídos se taparan al verlo.
1:19 A.M, los maullidos no cesan. Gentes cada vez hay menos transitando, mientras en los tejados se escucha el cuchicheo de otro animal. Poco escatima en provocar ruidos molestos. Cada pisada se siente como una pedrada en el techo. Luego me doy cuenta: el infeliz está jugando, rodando sobre sí mismo tal fuese un rodillo, de esos de cocina. Lo supe al abrir la puerta y asomarme. La noche era fría, gélida como nunca, lo cual era extraño, pero no molestó en lo absoluto tomando en cuenta la calor que había hecho en todo el día, entonces pensé “que hipócrita es el clima”, maldiciéndolo mientras espantaba al gato que seguía disfrutando en mi tejado.
1:21 A.M, sigo sin poder dormir y ahora que vi pasar por mitad de la calle a una rata del tamaño de mi pie; siendo perseguida por el gato del techo tengo menos ganas, quizás porque la adrenalina de la persecución me invadió a mi también, o porque al ver cómo el felino se comería a la rata sentí pena por mi igual o quizás, y solo quizás, porque ese gato en realidad era mi gato, Leónidas, quien había escapado la semana pasada. Lo cierto es que los maullidos no paran y la rata parece dirigirse a las basuras de la esquina.
1:23 A.M, se escuchó primero el chillido agudo de la rata al ser mordida, luego se escuchó el chillido del gatito, no sabía que acababa de pasar.
1:25 A.M, abro la puerta de mi casa a lo que Leonidas entra; embarrutado de sangre, y con pedazos de piel felina ensangrentada brotando de su hocico, al fin habían cesado los maullidos y la noche quedó muda y yo extrañé al bullicio.
Ahora más que nunca sigo sin poder dormir, no conozco la hora, pero me siento indignado. En mis piernas posa Leónidas, quien no para de ronronear tras darle un baño y secarle. No lo puedo ni creer, odio a las gentes, ¿¡cómo es posible que no hayan hecho nada!?