Los apagados

por Pepe Cánovas.

Hace poco leí el libro Místicos, maestros y sabios, de Robert Ullman y Judyth Reichenberg-Ullman. Relata las experiencias de treinta y tres personas que tienen en común habilidades que algunos llamarían superpoderes, una permanente sensación de paz y felicidad, y plena comprensión de la realidad. Todas se iluminaron.

Buda y San Juan de la Cruz estaban formados espiritualmente cuando les sucedió este milagro, pero a otros les cogió por sorpresa. Deepa Kodikal, por ejemplo, era una bailarina de danza clásica india, ama de casa con cuatro hijas, pintora y dramaturga, cuando tuvo una experiencia de iluminación con la que soñaría cualquier astrónomo, un viaje a lugares que ni el telescopio James Webb puede contemplar. Deepa Kodikal se presenta así en el diario que publicó:

No había leído ninguna Escritura antes de vivir las experiencias que aquí menciono, ni tenía yo ningún anhelo de sabiduría de lo Divino.

Está extendida la creencia de que la iluminación funciona como una meritocracia: tienes que meditar duro para alcanzar el Nirvana, pero en la introducción del libro aseguran lo contrario:

No hay religión, país, clase socioeconómica ni género que haya destacado como cuna de la iluminación. Hombres y mujeres, banqueros y parados, santos y pecadores, mundanos y espirituales, han experimentado, todos, la iluminación.

Saber que puede pasarle a cualquiera me llevó a pensar que podía pasarle a todo el mundo, parece lo mismo pero hay un abismo, la distancia entre una gotera y el diluvio universal. La iluminación masiva es más improbable que una invasión extraterrestre, pero no podía dejar de pensar en ella.

Al principio imaginé que aparecía un libro y quien lo leía se iluminaba, pero así tardaría mucho en llegar a todos y lo cambié por una canción, bastaba escuchar el estribillo para saltar de la consciencia individual a la cósmica. Finalmente quité el detonador y, por causas desconocidas, una noche de luna llena el ser humano se ilumina. La sociedad, tal como la conocemos, se derrumbaría. No sería de golpe, seguro que al día siguiente del cataclismo místico nadie faltaría al trabajo, para comentar la jugada y porque les daría igual trabajar que no hacerlo, su felicidad ya no dependería de lo externo.

La industria alimentaria fue la primera en caer. Hamburguesa, cuscús, ramen y fabada, producto fresco o congelado, restaurantes y marcas blancas, la dieta de la alcachofa, todo este despliegue fue sustituido por un cuenco de arroz al día o un trozo de pan. Nadie necesitaba más, ni lo quería. La industria textil vino después. La gente abrió sus armarios y se dio cuenta de que tenía más ropa de la que usaría jamás, a poco que la cuidara. El turismo también se hundió, para qué irte a la playa teniendo el infinito en casa. El sexo y las drogas perdieron su encanto, tristes sucedáneos de los éxtasis de Santa Teresa. Los bares se vaciaron, algunos seguían yendo para ver con estos nuevos ojos cómo había sido antes su vida, pero dejaban las copas intactas o no consumían nada. Al dueño no le importaba, él también se había iluminado y abriría mientras quedara un cliente.

Desapareció la envidia, el miedo y la ambición, los viejos rencores y las identidades colectivas, cada cual vivía su vida y era imposible tener un conflicto. Las cárceles ya no eran útiles, igual que el congreso y los tribunales, las juntas de vecinos, los estadios de fútbol y las redes sociales. Los hospitales cerraron, nadie sufría accidentes y solo enfermaban cuando ya les tocaba morir. Terminaron las guerras y regresamos al campo. La actividad humana disminuyó tanto que el cambio climático se revirtió a tiempo. Los peces repoblaron los océanos y los animales salvajes la jungla y la sabana. El planeta se había convertido en un monasterio gigante.

Hay un problema en este bucólico futuro, y es que la naturaleza es imperfecta, siempre comete errores. Un ejemplo de iluminación fallida fue la sufrida por Suzanne Segal, la última persona que aparece en Místicos, maestros y sabios. Suzanne Segal vivió doce años aterrada, sin saber quién era, después de chocarse con el infinito, como ella misma definió su experiencia. Al final encontró ayuda espiritual, comprendió que le había sucedido algo fantástico y pudo disfrutarlo, pero a los pocos meses un tumor cerebral acabó con su vida. Esperemos que nadie se quede así cuando ocurriese la iluminación masiva. Habiendo tanta gente alrededor capaz de entender tu problema, la ayuda debería llegar inmediata.

Aparte de cometer errores, la naturaleza es incapaz de completar grandes tareas a la primera. Siendo optimistas, supongamos que la iluminación alcanzó al noventa y nueve por ciento de los humanos. Esto significaría que uno de cada cien se quedó como estaba, apagado. Si tomamos como referencia la población mundial actual, ocho mil millones de personas, faltarían ochenta millones por iluminar, ochenta millones de pasmados ciudadanos que confiarían en que acabara pronto ese episodio de histeria colectiva zen. Entre los apagados habría de todo: buenos, malos y regulares. Lo que les ha pasado no es un castigo por los pecados cometidos ni mal karma acumulado, sería simplemente la sinrazón de la vida. Se darían casos dramáticos, como ese gurú al que se le iluminaron todos los discípulos de la secta y él se quedó como estaba. Pero los apagados no estarían solos, sus familiares y amigos se turnarían para guiarles por los extraños caminos que conducen a romper la ilusión que es el ego, y los que no tuvieran a nadie dispondrían de maestros voluntarios, la ola de solidaridad sería enorme. Se crearía un censo de apagados y observarían que el fenómeno había sido menos arbitrario de lo que parecía al principio, algunos colectivos sí se habían iluminado al cien por cien: los niños, por ejemplo.

Durante los meses siguientes, la mayoría de los apagados se volcarían en la meditación, la práctica del yoga y el estudio de textos sagrados, pero sus expectativas serían tan altas, a causa del ambiente que les rodea, que no tendrían sensación de avanzar. Acabarían cansados y frustrados, no entenderían este nuevo mundo donde nadie ve la tele, cotillea, trata de aparentar ni queda a tomar el aperitivo. Ahora todo es la vacuidad esto y la vacuidad aquello, ojalá supieran qué es eso, ojalá hubieran sabido que los hare krishna ganarían la guerra. Sus hijos ya no les necesitarían, los mayores tampoco, estarían incómodos con sus amigos y ya no tendrían trabajo. Serían ceros a la izquierda.

Los bebés nacerían ya iluminados, y las matronas se darían cuenta de que antes también lo hacían porque no hay cambios en su comportamiento, pero se apagaban después de cumplir los seis meses, cuando descubrían su individualidad e iniciaban la formación del yo. Ahora las madres vigilan este momento e impiden que la oscuridad atrape a sus hijos. Individuos sí, pero sabiéndose el Uno. Esta noticia, en principio positiva, resultaría demoledora para los apagados; ya no podrían ignorar que son una anomalía temporal, el residuo de un proceso irreversible, una especie en extinción.

Están hartos del paternalismo de los iluminados, de sus lecciones incomprensibles y de que les frieran a metáforas, intentando ocultar su incapacidad para explicar lo que está más allá de las palabras: no entiendo nada de lo que dices porque no hay nada que entender, es un don, una gracia divina que a ti te fue concedida pero a mí no, y ya está, no hay que darle más vueltas. Déjame en paz, por favor.

Son extraños en el paraíso, ciegos en el país resplandeciente, y la rabia les consume.

Aprovechan los últimos estertores de X (antes Twitter) para clamarle al cielo:

El Señor me miró y dijo: a ti no te toco ni con un palo.

Dios es amor y a mí no me quiere.

Los apagados se unen, organizan conferencias y votaciones para saber lo que piensan, y llegan a la conclusión de que quieren volver al mundo en el que se criaron, lejos de este aburrimiento, donde poder estrenar zapatos bonitos, tomarse un helado y hablar de chorradas. Los iluminados les proponen resucitar los centros urbanos y zonas residenciales de treinta ciudades, veinticuatro islas vírgenes y quince estaciones de esquí, así como los medios de transporte que comunican estos lugares, formando una burbuja donde la vida sea como antes de la Luz. Los apagados no creen que esto vaya a funcionar, al principio sí pero luego habría caos, revueltas y miseria. Los iluminados les prometen que trabajarían para ellos, les proveerían de cuanto necesitaran, dejarían que se gobernaran como quisieran y no volverían a sermonearles jamás. Estarían de vacaciones lo que les quedara de vida. Los apagados aceptan, podría ser peor.