Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir un relato ante una situación terrible. Es día de cobro, consultas la cuenta… y el saldo es 0
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
—Hijo de mil demonios, hermano de Satanás. Jamás pensé que llegarías a esto. Cuando los demás se quemen en el infierno, tú te sentirás a gusto en medio del azufre. Seguro que hasta te excita.
—Yo no quise llegar a esto, pero a veces el mundo nos propone caminos alternativos. En medio de las sombras, nos empuja hacia la oscuridad para después obligarnos a mirar la luz desde lejos.
—A mí ya no me engañas con tu literatura barata. Al que quiera ver tu verdadero rostro, será mejor que le des la espalda. Aquí tienes el cheque. No quiero volver a verte jamás. Solo cuando te vayas de este mundo… para escupir sobre la madera que te cubra.
Me llamo George. Estoy en el ecuador de mi vida. Casado con una mujer fiel, con dos hijos pegados al móvil. Dirijo una empresa de reciclaje que heredé de mi padre. Él ya no está con nosotros. Solo mi madre sigue en este mundo, sentada en la silla de un asilo, donde únicamente su cuerpo permanece en contacto con esta antesala del infierno.
No quise recorrer este camino, pero el mundo me empujó hacia él. Mis negocios no funcionaban. La bolsa desplomó mi mundo al mismo ritmo que el cambio climático arrasaba el planeta. National Biologics era una gran empresa, especializada en gestionar residuos industriales en Brighton, Inglaterra. Pero poco a poco, nuestros clientes dejaron de confiar en nosotros. El razonamiento era simple:
“¿Para qué enviarle nuestros residuos a National Biologics si podemos gestionarlos nosotros o enviarlos al extranjero? Quizás pagaremos más por transporte, pero nos ahorraremos en auditorías. ¿Y de qué sirve tanta gestión si el cambio climático es inevitable? Nadie resucita a un moribundo; a lo sumo, se alarga su agonía.”
Así que opté por un plan arriesgado.
Solíamos quedar con mi amigo Robert y su pareja, Ana, los fines de semana. Un día golf, otro críquet, otro nos íbamos a París a almorzar. Robert y Ana eran escritores famosos. Mediáticos. La gente los paraba por la calle, mientras mi mujer —también llamada Anna, pero no como la de Robert— y yo aprovechábamos para hablar de nuestras cosas.
Siempre estuve enamorado de Ana, la de Robert. Desde la adolescencia. Me rompía el corazón con sus palabras, me deshacía con sus sonrisas. Aún recuerdo aquella noche, con 17 años recién cumplidos, cuando me acerqué a ella en un bar y le confesé lo que sentía. Me ignoró con delicadeza. Me dijo que su pasión solo miraba a mi amigo. Pero traía “buenas noticias”: su amiga Anna —idéntico nombre, menos encanto— quería conocerme.
Todo sucedió deprisa. La que debía ser mi esposa se convirtió en mi amiga; la que debía ser mi amiga, acabó siendo mi esposa. Nada salió como uno imagina.
Cuando Anna —mi mujer— me citó aquella noche, supe que mis sospechas eran ciertas. En el pueblo decían que se había enamorado de un hombre más joven. Que Robert podría colgar su cabeza como un trofeo más, como hace con los ciervos.
En el sótano de un bar, en penumbra, me lo explicó todo. Me habló de su nuevo amor, de esa pasión adolescente que la consumía justo cuando los cuarenta llamaban a su puerta. Otra vez traicionado por el amor. Otra vez el amante convertido en espectador. Y encima, con la cuenta bancaria a punto de esfumarse. En blanco.
Cuando terminó, le ofrecí una única salida. Saqué una grabadora del bolsillo —soy un clásico; no me gustan los móviles— y le dije:
—Si mañana no quieres que todos tus secretos estén en el despacho de Robert, vas a transferirme la cantidad que figura en este cheque. Tus padres te dejaron una buena herencia. Seguro que aún sabes ahorrar. Dejarás a ese muchacho; no te lleva a nada. Y esta noche, serás mía. No por amor. Por deuda.
Se quedó helada. Lloró. Me gritó. Me maldijo. Pero yo permanecí impasible. Necesitaba llenar mi cuenta. Y vaciar todo este rencor acumulado.
—Creía que eras mi amigo —me dijo—. Lo único que has hecho es cultivar odio. Nunca aceptaste que no te quisiera, malnacido.
—No lo niego. Pero guarda tus palabras. La habitación ya está preparada. Y la noche no espera.
Esa fue una noche oscura. La obligué a quedarse. Fui su dueño. No me importaron ni sus lágrimas ni sus insultos. Puede que incluso me motivaran. Abracé mi oscuridad esa noche.
Días después me llamó. Estaba embarazada. Me dijo que Robert y ella llevaban tiempo sin tocarse. Que con el joven siempre usaban protección. Respondí sin vacilar:
—Ese niño vendrá al mundo. Si abortas, Robert recibirá tus secretos justo a la hora del café.
Cerré la puerta mientras ella seguía llorando. No podía permitir que sus sollozos alteraran mi plan.
Cuando el niño nació, Robert estaba exultante. Anna me llevó a una habitación. Me gritó. Me escupió todas las palabras que abren este relato. Mi cuenta volvió a llenarse. Fue el último cheque que le pedí.
Tal como le prometí, mi esposa, mis hijos y yo dejamos el pueblo. Monté una empresa de juguetes en otra ciudad. A los niños les encanté. Se encariñaron conmigo.
Una parte de mí me maldecía por lo que hice. Otra me felicitaba. No sabía cuál escuchar.
Pero antes de irme, los miré. A Robert. A su mujer. Al niño de ojos azules.
—La verdad es que es igualito a su padre —dije, con una sonrisa suave—. Robert, eres afortunado. Cuídalos. Siempre seréis bienvenidos, si decidís visitarnos algún día
En la fila del banco
La señora Rosa. Cabeza erguida, paso firme aún los noventa. Arruga la nariz por el olor de lejía, el agua bendita que limpia y hacer olvidar el olor del cuerpo que hace unas horas dormía en aquel suelo. Pizpireta, sonríe al levantarse un joven que le cede el asiento. Es día de recibir la pensión. Viuda de militar, de los de bigotito y voz desabrida; dinero ganado con sangre, la de los otros, La señora Rosa, que da limosna en misa y al Domund, que se emociona con los bebés, aunque sean robados. La señora Rosa espera su turno del cajero, pero su saldo está a cero.
El joven amable, el que ha cedido el asiento a la señora. Treinta y muy pocos. Va a apoyarse contra la pared y atiende una llamada, de su amada, la esposa confinada. No, no, hoy saldré tarde. Mucho trabajo. Reuniones y reuniones. Y de cena con el jefe y unos clientes. Te echaré de menos. José, así se llama el joven. Educado, su padre le enseñó a ceder el asiento a las damas, a retirarles la silla para que se sienten a la mesa y a pagar con dinero cuando conviene, que no deja huellas como las tarjetas. Nervioso, piensa cuánto le hará falta para la de esta noche. José espera su turno, pero su saldo está a cero.
A su lado pasa un gran señor. Entra seguro en el banco, sin agachar la cabeza, aunque sea su templo. Se le ve que tiene clase. Impresionante traje, mejor reloj. Perfumado, planchado y peinado. Leandro pisa fuerte. Rezuma billetes, avanza como un tiburón hacia la fila del cajero, exhibiéndose ante todos. Leandro no se esconde, al menos no ahora. Leandro no le teme a nada, bueno excepto a ver el número de teléfono de su hermano en la pantalla del móvil. La pobreza apesta, y él juraría que es contagiosa. La vergüenza, no. Leandro es el siguiente, pero su saldo está a cero.
Todo esto a tu espalda, mientras tú aprietas los botones de la cornucopia y la pantalla te habla, escueto oráculo: ¿quiere usted ver su saldo?
Educado, le torna la tarjeta Visa Clasic del Banco Santander, sin inmutarse. Esa vulgar asunción de que se intente pagar con tarjetas fallidas, sin fondos o robadas. En tal normalidad queda educado e impertérrito.
Pero el pagador debe guiarse de otra guisa. Se extraña y agita incómodo, vocea en alto «¿cómo es posible?» El cliente que espera detrás otea su reloj, molesto por la pérdida de tiempo: «Por qué no te dejas de tonterías. Vaya pinta, colega», piensa, a punto de largarlo por la boca.
Bermudas, una camisa de tirantes y playeras. Están en la costa, Vilassar de Mar, es cierto. En la ferretería La Broca de Sangre Azul, piezas de alta gama y caras, muy caras. Lo dicho, la vestimenta susodicha semeja casar con la villa veraniega. Pero la fallida en el pago cambia la percepción de los clientes. Juzgan que se trata de un drogata de unos veintipicos años colando una tarjeta arrancada con navaja.
¿Qué duda cabe?
Se confirma. La presunción adquiere certeza. La tarjeta oro de Bancaixa es rechazada. Dos tarjetas rechazadas. El educado empleado, no es un segurata, no está cuadrado ni está armado. Pero, debería inmovilizarlo y atarlo a una columna hasta que los Mossos acudan armados.
El empleado, pusilánime y corito, escenifica un cierto enfado al apretar un labio y echar un ostentoso vistazo a la cola en curso. Una cola impaciente, y un chanchullero o roba tarjetas. Pero, calla el corito; diáfano, nunca será el empleado del mes. Y lo sabe. Educadamente, pasa del problema.
—Caballero, hágaselo mirar.
—No lo entiendo…
—¿Tiene metálico?
—No, no suficiente…
—Deberá dejar aquí los productos…, por favor.
—¡Ya está bien! Pídele el DNI, a ver si coincide con las tarjetas. Anda que no, son robadas. Es lo único que hay en este país: chorizos.
—Caballero, por favor. No me toca a mí…
—Vamos, comprueba el DNI. Mucho sindicato y así estamos, no dais palo al agua.
Unos veinticinco años, rapado y brazos tatuados: el aguilucho con las flechas y un corazón con la palabra MADRE debajo. Sin pelos en la lengua, conocedor del ladrón y marica por su vestimenta, cara y manera de hablar, no falla. Dispuesto a poner orden a hostia limpia.
—Pero, ¿qué dice? ¡Son mías! No sé qué pasa, no tienen saldo…
—Por qué no te largas, maricón, antes de que te echemos a hostias.
—Por favor… Tranquilidad, caballeros.
—¿Caballeros…? Uy, que voz de mariquita. Eres de la mierdosa CCOO o de UGT. No valéis el pelo de un marica.
—Ya está bien, joven. Tengo prisa, deje que se vaya en paz y podamos pagar.
Una mujer mayor, jubilada para más señas, de unos setenta años, bien vestida y conservada, su rostro desprende esa entereza de madraza universal. Mira al insultante joven sin temor.
El joven gesticula a fastidio, pero agita y adelanta su mano derecha indicando que lo permite. Accede a la petición de la madraza universal a regañadientes, pero accede.
El educado empleado le recoge la enorme bolsa de la compra y la aparta a un lado al tiempo que realiza un gesto al siguiente cliente. El orbe se olvida del tarjetero impostor. Como si no estuviera. Allí apartado, gesticulando su desconocimiento del extraño suceso mientras saca su móvil a la par que reitera, por enésima vez, que no entiende lo que pasa con sus tarjetas de crédito. Vibra el móvil:
—Soy, Geisha, tu asistenta personal. Te respondo que está noche ha sido ajetreada, querido, el gasto en la casa de citas de alto standing ha ascendido a diez mil euros, lo que ha agotado el límite fijado por el Banco Santander. Sabes, querido, que me molesta mucho que vayas de putas, pero ni caso.
—Joder, con la Geisha. ¿Te las estás tirando? Hostia, chaval, creí que eras un niñato de esos de Podemos, un empoderado de mierda.
—Qué pena, tan joven y tan estropeado para el cielo. El dinero es lo que da, sin valores y sin ética.
—Señora, antes quería que se fuera, le daba pena o estaba cansada de esperar y ahora nos sale con este discurso de misa.
—Calla, mamarracho, respeta a esta señora o te cierro la boca de un sopapo.
—¿A mí? Desgraciado…
—Llamo a seguridad. Por favor, señores, por favor…
El joven de las tarjetas fracasadas, sin saldo, pregunta en voz alta a su móvil.
—Pero, no lo entiendo. La tarjeta de Bancaixa, ésta debería tener saldo.
—Querido, tu amante Geisha te informa de que está noche te has encaprichado de la moto de un amigo. Una Ducati Multistrada V4. Te la has comprado sin ningún documento escrito, algo inusual y arriesgado, adelantándole diez mil euros. Debes llamar a estos bancos para que te liberen los límites de las tarjetas, querido mío.
—Geisha, geishita, hazme una chupadita. Joder con el niñato ricachón, ¡cómo se las gasta! A ver si me invitas a ir de putas.
El empleado, educado, con una sonrisa forzada, cambia de opinión, y se dirige a él.
—Bueno, señor, puede pagar a crédito con la tarjeta, no hay problema.
—¿Seguro? No me gustaría causarle problemas…
—Si le causas problemas que se joda ese comunista maricón.
Sale de la tienda el joven con bermudas, camisa de tirantes y chanclas con su enorme bolsa de la compra. Ha comprado por valor de dos mil cien euros.
—Muy bien, Geisha. Ves, ¡siempre funciona!
—Es un fraude, ¿lo sabes, Julito?
—¿Y es un problema para ti?
—Estoy a lo que me pidas, querido.
—¿Un final feliz?
Cien pesetas
Debía de tener unos 18 años, casi seguro menos de 20, pero era mayor de edad porque tenía carnet de conducir. Mi hermana es un par de años menor que yo y habíamos acompañado a mis padres al aeropuerto, probablemente a un viaje a Palma, pero no lo recuerdo y no tiene mucha importancia. El tema es que aparcamos en el parking del aeropuerto, los acompañamos a la facturación y luego hasta el control de seguridad. Adiós, buen viaje. Tenéis en la nevera pechugas de pollo. Comer fruta. Que sí Mamá. Gracias por traernos. No perdáis el avión. Un último beso. Debimos agitar las manos hasta que desaparecieron y fuimos hacia el coche de nuevo. Una vez dentro nos dirigimos a la salida para pagar en la caseta donde había un hombre que cobraba y cuando estaba haciendo la cola detrás de algún coche miré a mi hermana y debí de haberle preguntado, ¿has traído dinero?, mi hermana debió de mirarme con incredulidad sonriendo y negando con la cabeza y yo supongo que debí de haber bajado del coche revisando mis bolsillos por si llevaba alguna moneda suelta. Miré la caseta donde había un panel metálico que informaba de las tarifas, del que si tengo un recuerdo nítido, que la primera hora o fracción costaba 95 pesetas y busqué de nuevo dándole la vuelta a mis bolsillos y mi hermana se puso a revisar dentro del coche por si aparecía una moneda. Pero nada. No teníamos nada.
Nos quedamos los dos mirándonos. ¿Qué hacemos ahora? Recuerdo haber salido de la fila y aparcado el coche de nuevo. Empezamos a pensar en las alternativas que teníamos: ir a buscar a nuestros padres no era posible, no nos dejarían pasar sin tarjeta de embarque. Ir en tren a casa a buscar dinero tampoco podíamos, no podríamos comprar el billete. Coger un taxi y decirle que le pagaremos al llegar a casa parecía ridículo, tanto por el gasto de la carrera, pero además que no teníamos claro si en casa habría dinero. Ir al taquillero y plantearle nuestro problema no nos pareció una alternativa viable, no queríamos parecer unos niños perdidos cuando justamente estábamos estrenando nuestra vida adulta.
Debimos de habernos mirado un tanto confundidos, ¿qué podemos hacer? Después de quedarnos un buen rato sin ninguna idea, pero con cierta presión porque cuanto más tiempo pasara sería más caro el aparcamiento, y a alguno de los dos, que tal vez fue mi hermana que siempre ha sido más decidida que yo, debió decir algo así como ¿Y por qué no se lo pedimos a alguien? Y así, a falta de ninguna otra idea, salimos del coche y nos situamos delante del paso cebra que llevaba al aparcamiento, dejamos pasar unas pocas personas susurrando entre nosotros, a estos no, seguro que no nos dan y esperamos hasta que apareció el primer grupo de personas que nos pareció razonable que nos darían una moneda. Buenas noches, nos hemos quedado sin dinero, hemos acompañado a nuestros padres y sin darnos cuenta no trajimos nada de dinero, nos hacen falta solamente cien pesetas, de hecho 95 céntimos, para pagar el aparcamiento. ¿Nos pueden dar una moneda?
Recuerdo esa primera reacción de desprecio hacia nosotros, rebasarnos sin contemplación como si no existiéramos, como si no nos hubieran oído, como si fuéramos una molestia. Quise gritar ¡que es verdad! Pero ya me habían clavado el puñal de la humillación y me sentí más pequeño que ellos. Nos debimos quedar mi hermana y yo decepcionados, mirándonos, teniendo claro que sería más difícil conseguir esas míseras cien pesetas de lo que habíamos pensado, pero sabiendo que no nos quedaba más alternativa que seguir pidiendo, y así lo hicimos.
Ahora ya no fuimos tan selectivos y a cada persona o grupo que pasaba el paso cebra les recitábamos nuestra cantinela que llegó a resumirse en pedir directamente cien pesetas, por favor, solo cien pesetas y todos ellos nos negaban la moneda sin contemplación, hasta que un grupo de cinco o seis hombres encorbatados pasó y nos rebasó sin apenas escucharnos como empezábamos a acostumbrarnos, pero uno de ellos, lo recuerdo nítidamente, bajito y barrigudo, calvo con el pelo cano a los lados se rascó el bolsillo, nos miró con cara bondadosa y nos dio la moneda que andábamos buscando. Gracias, muchas gracias. Miré la moneda que en ese momento era un tesoro y al levantar la vista el hombre tenía media sonrisa como si no tuviera claro si le estábamos timando o si había hecho una buena acción. Recuerdo observar como el grupo se alejaba y como el hombre bondadoso parecía que se excusaba o daba una explicación a sus amigos por habernos dado esa moneda.
Mi hermana y yo nos dirigimos rápidamente al coche para salir cuanto antes de ese parking que nos tenía atrapados. Recuerdo mirar los otros coches por si veía al hombre bondadoso y demostrarle que era verdad que necesitábamos la moneda para pagar el parking. Entregué el ticket al hombre de la caseta, mi hermana y yo esperamos ansiosos a que nos dijera el precio, mirándolo fijamente y rogando en silencio que no hubiera pasado de una hora. Soplamos los dos a la vez cuando recogí el cambio y vimos cómo se abría la barrera.
Salario emocional
– Hoy es día de cobro
– Vamos, no me jodas ¿En serio?
– Claro que en serio
– Cuando me lo dijiste pensaba que estabas de coña
– Por supuesto que no
– Pues yo no he llevado la cuenta.
– Ya me lo imaginaba, por eso lo he estado haciendo yo ¿Quieres saber cual es tu saldo?
– No, me parece ridículo
– No tiene nada de ridículo. Lo hablamos y estábamos los dos de acuerdo
– No, yo no estaba de acuerdo. Te lo dije.
– Pero no te opusiste a probar
– Porque tenía sueño y quería dormir. Por favor ¿Pero como se puede cuantificar el amor? Es de locos…
– No es cuantificar el amor. Es una herramienta para detectar asimetrías emocionales en la pareja y para estimular la creación de oportunidades para incrementar el balance afectivo de la pareja.
– ¿Pero tú te estás escuchando?
– Si quieres te paso el post de insta donde te lo explican
– Lo que me faltaba, tener que escuchar a una pseudocoach dando consejos de pareja
– Es psicóloga colegiada y tiene dos millones de seguidores
– Como si es el Papa de Roma. ¿Qué es eso de capitalizar el cariño?
– No es capitalizar, es llevar una cuenta de los gestos de amor, está demostrado que incrementa entre un veinte y un treinta por ciento las muestras de cariño y la felicidad en la pareja ¿Tú no quieres ser feliz conmigo?
– Amor, yo ya soy muy feliz contigo sin todas estas chorradas. Si sientes que te doy pocos mismo dímelo, pero, por favor, esto me parece aberrante
– No es eso
– Sí es eso. Joder, es el capitalismo metiéndose hasta el último resquicio de nuestras vidas. Poner un salario emocional para incrementar la productividad del amor ¡Es que eso no se le ocurre ni a Orwell en la peor de las distopías!
– Ya estamos
– Ya estamos con qué
– Cualquier cosa que te digo es capitalista
– Es que llevamos una racha…
– ¿Una racha de qué?
– Hostias, es que cuando no es una cosa es otra, cada vez que ves una mierda en instagram -y anda que no hay- tenemos que seguir el rollo.
– ¿Te parece mal que luche por nuestra relación?
– Pues mira, si es siguiendo los consejos del primer descerebrado que sale en las redes sociales, sí, me parece mal
– Ya te he dicho que es psicóloga colegiada
– ¡Ese no es el punto!
– Llevo todo el mes con el excel apuntando las cosas, poniendo colores, manteniendo activo el saldo y ahora me sales con estas…
– No llores, a ver si encima voy a tener yo la culpa
– ¡Claro que tienes la culpa! Por esta relación solo me preocupo yo. Porque te quiero mucho y quiero que lo nuestro dure para siempre. Pero tú siempre poniendo palos en las ruedas
– Eso no es verdad
– ¡Claro que sí! Cada vez que traigo una propuesta la invalidas con tus aires de superioridad y tu anticapitalismo y tus mierdas. Deberías trabajar ese trauma
– No es un trauma, es conciencia de clase
– ¡Es un trauma!
– Mira, esto no va
– ¿Cómo?
– Yo te quiero mucho, de verdad, pero está claro que somos incompatibles
– ¿Estás cortando conmigo?
– A mí me duele más que a ti, pero yo ya no puedo más. Ayer era la dieta de pareja, hoy es el salario emocional y mañana vaya usted a saber qué…
– ¡Pero todo lo hago por nosotros!
– No, si eso es lo peor, porque si fueras una mala persona todavía.
– Esto no puede estar pasando
– No lo hagamos difícil ¿vale? Seguro que hay algún coach que dice que estas separaciones tienen que ser civilizadas y de buen rollo ¿verdad?
– Sí, eso es lo que dice AlwaysLove78
– ¿Lo ves? Hay que eliminar la toxicidad de nuestras vidas.
– ¿Y ahora que hago yo con el saldo acumulado?
– Es lo que tiene el capitalismo. Uno va acumulando ahorros confiando en el sistema y de repente viene un crack y nada, todo desaparece. Una crisis económica. Una devaluación. La burbuja que explota.
– Entonces…
– Es lo que hay. Nuestro saldo ha quedado a cero. Espero que te vaya mejor en tu próxima inversión. Y cuidado con el capitalismo
– Gracias. Algunas veces se gana y otras se aprende.
– Amén.
Susurros
El azul del cielo era tan intenso que inducía un estado de trance. La absorbía en su profundidad infinita —los eones del universo enmascarados por la veladura de la refracción. Mirar a este mar celeste sin fondo era lo mismo que mirar fijamente al abismo —tarde o temprano la mirada tenía que ser devuelta. Era tan fácil imaginar que no existía nada aparte del éter índigo— el ojo del cosmos mirándola—, y ella tragada por el iris divino dilatado. No necesitaba alas —estaba suspendida en el azul.
“Cuando aprendas a escuchar lo que te susurra el mundo, entonces sabrás finalmente qué significa estar viva”.
Él siempre decía cosas supuestamente profundas que ella no entendía. Pero quería, quería entenderlas. Quería traspasar este umbral que parecía separarla de todo lo que valía la pena conocer. A las verdades ocultas. A la vida de verdad.
Lo deseaba escuchar, lo deseaba entender, fantaseando como algún día se encontrará —el velo finalmente quitado— en un mundo mágico, moldeado a su voluntad y antojo. Tal vez, ella hubiera seguido fantaseando por mucho tiempo más, pero Él dijo “¡Basta!”. Basta de jueguecitos y fantasías, postergando indefinidamente el encuentro con la vida. Y le hizo un examen. La arrojó al mundo como los pájaros echan del nido a sus polluelos para que aprendan a volar. O mueran, si los instintos no entran en acción. Entonces no valen la pena.
Ella quería valer la pena. Así que aquí estaba, sin un céntimo en los bolsillos, con la cuenta bancaria limpiada mágicamente a cero justamente el día cuando la contabilidad rigurosamente le giraba el recibo de la nómina. Tenía que llamar a la jefa por la mañana, disimulando la enfermedad de no sabía qué, porque Él insistía en que era imperativo de que ella saliese totalmente de todos los patrones de su vida ordinaria. Así que aquí estaba. Mirando al abismo. En una playa vacía, haciendo las alas de ángel con las manos sobre la arena, pensando que el estómago vacío no se iba a llenar del maná, por mucho que juegue las miradas con el cosmos.
Echaba de menos a su móvil, también mágicamente despojado de la vida, y por lo tanto lo tuvo que dejar en casa por inútil. ¿Qué puede hacer una persona moderna en este mundo sin un móvil? Solamente escuchar las canciones del viento, prestando atención a las síncopas de los gritos de las gaviotas, y dejándose arrullar por los bajos de las olas. Su mano palpó en la arena algo, y una moneda de cincuenta céntimos estaba entre sus dedos, un disco no solar sobre el azul infinito del cielo. Con los cincuenta céntimos no iba a comprar nada, pero metió la moneda en el bolsillo, por si acaso. Ahora no podía decir que no tenía ni un céntimo.
“¡Venga! ¡Tenemos que irnos!” Se sobresaltó de esta voz que sonó en sus oídos como una campana. Se puso recta, buscando quién podía hablarle. Pero no, no iba para ella, por supuesto. Era un padre de la familia, llamando a su manada. Les miró con un toque de envidia y un encogimiento del estómago. Se iban a comer. Y ella no tenía adonde ir. Pero… “cuando aprendas a escuchar lo que te susurra el mundo…” Tal vez, era la hora de irse para ella también.
Cuando se levantó, el viento se puso a entretenerse con la arena, creando unos pequeños torbellinos que jugaban en pillapilla. El viento la trajo hasta una parada de bus. Cuando, media hora más tarde, aquel finalmente llegó, ella vaciló por un momento. No tenía billete y nunca iba de gorra. Por otro lado, tampoco había faltado nunca antes al trabajo con un pretexto de una baja falsa. Una hoja, arrastrada por un soplo del viento, acabó en el primer escalón de la entrada al bus. Una invitación. Un susurro…
El bus estaba vacío, solamente un viejo marroquí, en sus sandalias de Aladdin y una camiseta larga, de aquellas con las que van andando estos tíos por el mundo, estaba en uno de los primeros asientos. Ella iba a pasar al fondo, pero el abuelito dio unas palmaditas sobre el asiento a su lado, invitándola a sentarse. Nunca antes le habría hecho caso. ¿Qué ella tiene que ver con un tío marroquí? Pero… los susurros…
Se llamaba Hassan. Tenía la cara de Morgan Freeman y olía levemente a alcohol avinagrado (muy buen musulmán no era, aparentemente). Se puso a contarle su vida, las historias de sus andanzas entre Marruecos y España, sobre su familia, y ella, flipando por el surrealismo de lo que le estaba pasando, de repente tuvo un presentimiento de algo que estaba tomando forma pero aún seguía velado. Las palabras queriéndose formar un texto cuando aún no estaban claros ni el principio, ni el final, ni el por qué.
En una de las paradas Hassan se dirigió a la salida, haciéndole un gesto de invitación. Hechizada, le siguió, entregándose a la tejedura de los sucesos. Acabó en su casa, comiendo con toda su familia —las comidas más simples del mundo que le parecieron manjares divinos; el ruido de una tribu ajena que, por alguna razón misteriosa, la había acogido; las palabras queriendo ser algo más. Necesitaba papel y un boli, necesitaba cazar finalmente este texto elusivo, hacerlo real. Necesitaba estar en casa.
Siguiendo al viento, las palomas, y los papelitos volando por las callejuelas de la ciudad, volvió a casa casi a medianoche. Su móvil dejado sobre la mesa —la batería cargada a tope, la tecnología en pleno funcionamiento— lucía un aviso sobre el nuevo ingreso de la nómina y un WhatsApp con solo una pregunta:
“¿Has disfrutado de la conversación?”