A SOLAS
Por Rheya
Umbría hijo no dijo: «Esta boca es mía». Pareció que murmuraba para sus adentros. Irene pensó que tal vez estaba maldiciendo su suerte, que era lo que ella iba a hacer en cuanto cayera la noche, se quedara a solas y la envolviera el silencio.
Había días que mejor saltárselos. Semanas enteras…
—Aparca el culo ahí, Tanete —dijo Irene, indicándole, con un rápido ademán de
cabeza, una de las sillas frente al escritorio.
Umbría hijo obedeció como el buen chico que era. Arrastró por el suelo las patas de la silla indicada, distanciándola un poco del escritorio, y se sentó después en ella, arrancando un par de crujidos de la rígida madera. Irene entonces se dirigió a la mesa con el único fin de calmar su repentina ansiedad por fumar con uno de los infalibles Marlboro light. Se percató de que aún iba en ropa de montar cuando sus botas vaqueras dejaron tras de sí una sinfonía de ruiditos indeseables, que la sacaron inevitablemente de sus casillas. Por suerte, la cajetilla de tabaco estaba encima del cartapacio y no tuvo que andar buscándola por otros lares. Tras rodear parcialmente el escritorio, se encaramó como un grácil jilguero a un lado de la mesa, quedándose en diagonal a Umbría hijo, se sentó casi en la esquina para verle mejor y se cruzó de piernas, evitando así que las suelas de goma siguieran haciendo de las suyas en contacto con el pavimento alveolar del suelo.
Una mirada general a la mesa le bastó para ubicar un mechero junto a la taza de los bolígrafos. Al agarrarlo, pareció que cobraba vida: se le escurrió de entre los dedos, voló raso rumbo al suelo y se coló por entre las piernas de Umbría hijo.
—Qué torpe —balbuceó Irene, con un pitillo entre los dientes, soltando una risilla tan irritada como superflua.
—Cualquiera diría que te pongo nerviosa.
—Tú no, Tanete, la situación.
—¿Qué situación? —preguntó inocentemente.
Guardaron ambos silencio, mitad elocuencia, mitad prudencia. Umbría hijo metió la cabeza entre las piernas. Al enderezarse, con el esquivo mechero en una mano, su mirada dio con la cajetilla abierta que le ofrecía Irene. Por un instante, los músculos de su guapo rostro se tensaron como unas riendas al paso de la caballería. Irene sabía que había dejado de fumar cuando a su madre le detectaron un nódulo cancerígeno en un pulmón. Eso sin haber fumado nunca. La sometieron a operaciones, a tratamientos. Todo fue inútil. Ahora Umbría hijo miraba alternativamente al tabaco y a Irene con ira casi homicida. Ella reconocía muy bien esa mirada, era la de alguien que acababa de darse cuenta de que no tenía controlada la adicción, sino que era la adicción la que lo tenía bien controlado.
—Soy una pésima influencia, lo sé —dijo Irene, agitando con levedad la cajetilla, tentadora—. Pero me fastidia que puedas tener los pulmones más rosados que los míos.
—Los tengo negro azabache.
—Eso es bueno, ¿no? En una radiografía.
Umbría hijo torció un poco el gesto, esbozando una sonrisa esquiva, tímida, recibiendo su broma con gusto. Habían compartido demasiados cigarrillos de críos, de adolescentes, hurtados a los trabajadores del centro ecuestre, como para que Irene no supiera que solo era cuestión de tiempo que su compadre cediera. Umbría hijo dirigió una última vez los ojos, azules, un poco fríos, al rostro de Irene, en cuyos labios aguardaba el pitillo expectante, accionó a tientas el mechero y acercó la trémula llamita a la hebra del tabaco. Irene acunó con una mano las manos de Umbría hijo y dio varias chupadas para prender el cigarrillo. Una fina y blanca columna de humo se elevó entre ellos, rumbo al techo. Cuando Umbría hijo hizo ademán de agarrar un pitillo de la cajetilla, Irene le ofreció veloz el suyo, el que ya estaba encendido, no fuera que se lo repensara.
—Fuma —dijo—. Luego, iré a por el whisky.
—No jodas…
Umbría hijo agarró el cigarrillo ofrecido.
—Sí jodo, Tanete. Con un poco de suerte, empezarás a encontrarme guapa antes de que caiga la noche.
—Ya me pareces guapa, Irene.
—Sí, pero no tan guapa como tu mujer, ¿no?
Umbría hijo volvió a torcer el gesto, pero, esta vez, cubrió el esbozo de sonrisa con una primera calada al cigarrillo.
—No me casé con ella porque fuera guapa —dijo, tras expulsar una bocanada de humo, saboreando el tabaco después de una larga sequía.
Irene sospechó que esa primera calada no había alcanzado sus pulmones negro azabache. Umbría hijo hacía trampas en sus narices.
Sonrió, divertida. Tras encenderse el cigarrillo, dejó los Marlboro light y el mechero encima del cartapacio y colocó un cenicero casi al borde de la mesa, al alcance de ambos. Luego retiró el pitillo de su boca, sujetándolo entre los dedos con un gesto casi elegante, y descruzó las piernas, apoyando las manos en la mesa, a ambos lados del cuerpo, en actitud casi combativa. Se dispuso a refutar su comentario.
—Di mejor que no te casaste con ella solo porque fuera guapa —dijo.
Umbría hijo asintió vagamente, levantando la mano, mirando el cigarrillo como hipnotizado.
—Lo que tú digas, jefa.
De repente, el ánimo de Irene se ensombreció. Sintió el impulso de decirle que era un capullo, un capullo redomado, por soltarle eso en un momento tan distendido. Se lo había cargado de un plumazo. No se lo dijo, por razones obvias.
Fumaron en silencio durante unos largos momentos, cada uno enfrascado en sus pensamientos. Los cigarrillos, al final, estaban tan consumidos que eran casi colillas.
—Aún no te he dado el pésame —dijo Irene, tras apagar el cigarrillo contra el cenicero.
—¿Cómo que no? Hemos recibido la corona de flores —dijo Umbría hijo,
apagando a su vez el pitillo en el cenicero. Tras soltar el humo por todos los orificios del rostro, a excepción de las orejas, añadió burlón—: Era tan grande que casi no cabía por la puerta.
Irene se echó a reír.
—Es así de exagerado, mi viejo. Cree que, cuanto más grande es el regalo, mejor demuestra su aprecio.
—No nos cabe duda de su aprecio.
Irene suspiró.
—Nunca sé qué decir en estos casos.
Umbría hijo guardó silencio. Ella entendió que debía añadir algo más.
—Tengo miedo de soltar alguna inconveniencia…
—¿Cómo qué? ¿Era un final cantado? ¿Dios ha hecho bien llevándosela? ¿Al fin ha dejado de sufrir? —Hizo una pausa—. ¿A eso te refieres?
—Sí, más o menos.
—Di lo que quieras, Irene. Estoy curado de espantos. Aunque, la verdad, bastaría con decir que lo sientes.
Irene asintió, comprensiva.
—Lo siento —dijo.
—Gracias.
—Lo siento de verdad. Era muy buena.
—Lo sé… Gracias.
—¿Y Umbría padre? —indagó—. ¿Cómo lo lleva?
Umbría hijo, con una sonrisa de circunstancias, se encogió de hombros.
—Ahí va. No es precisamente un libro abierto, mi viejo.
—Ya…
De repente, la sonrisa desapareció de su rostro. Por un instante, Irene pudo ver un resplandor de pánico.
—No sé, Irene —dijo, con aire reflexivo—. Lo veo bien y, al minuto siguiente, tengo la sensación de que cualquier día voy a encontrármelo colgado de una viga —hizo una pausa—. Cuando vuelva al trabajo, tal vez…
—Sí. El trabajo le ayudará. A ti también…
Umbría hijo asintió lentamente. Irene entendía que padre e hijo se tomaran unos días para asimilarlo, aceptarlo, partir de cero.
—¿Y lo tuyo? —preguntó.
—Lo mío —murmuró ella, torciendo el gesto, en una mueca de fastidio—. Lo mío fue un embarazo ectópico, ¿sabes lo que es?
—Creo que sí —dijo, indeciso.
—No, Tano. No tienes ni puñetera idea. No pasa nada por admitirlo, tampoco.
—Vale.
Irene asintió, destensando el gesto, relajándose.
—Me ha jodido una de las trompas de Falopio —dijo—. Por eso me moría de dolor. Y ahora está por ver si podré quedarme preñada, algún día. A lo mejor tendrán que inseminarme, como a una vaca, ¿puedes creerlo?
Umbría hijo sonrió un poco, con aire incrédulo.
—Pero lo peor no es eso —prosiguió ella—. Lo peor es que era un embarazo de unas ocho semanas. Santoro no estaba aquí cuando se suponía que…
Se interrumpió esperando que Umbría hijo captara el resto. Asintió, finalmente.
Había sumado dos más dos, igual que el prometido de Irene.
—Podría ser un error, ¿no? —dijo Umbría hijo, como restándole importancia.
—¿Un error de qué? ¿De cálculo?
—¿Por qué no? Todos somos humanos, incluso los médicos.
—No hay ningún error.
Umbría hijo asintió.
—Santoro cree que voy por ahí, tirándome a los mozos de cuadra —añadió ella, con acritud—. Como no tengo vida más allá de esto…
—Bueno…
—Bueno, ¿qué? —preguntó.
—No le costará mucho cerrar el cerco…
Irene frunció el ceño, acrecentando un poco más la arruga que se le formaba entre sus oscuras y pobladas cejas.
—¿A dónde quieres ir a parar? —indagó ella, con interés.
—Es parrado, ¿no? El padre, digo.
—Pues Santoro piensa que eres tú.
—¿Yo? —dijo, sin ocultar la sorpresa.
—Sí, tú, Tanucho.
—No jodas…
—Sí, jodo.
De repente, Umbría hijo se echó a reír, dejando a Irene boquiabierta y después despertando en ella una ira casi homicida. Poco a poco se le fue contagiando la hilaridad de su compadre, aunque no entendía muy bien de qué carajo se estaban riendo. Al final, Umbría hijo le confesó lo que Irene ya sabía. Tuvieron que remontarse doce años atrás, cuando ambos acababan de cumplir los quince, y se pegaron una tremenda «paliza», la primera y única de sus vidas, entre las alpacas de paja del viejo establo, detrás de casa Iribarne. Tan solo tres días después, el establo fue derruido para dar cabida a las cuadras de la familia, cómodas y modernas, con techos altos y falso encanto rústico.
Umbría hijo entonces empezó a llamarla «señorita Iribarne» y ella, soltando una risa natural, involuntaria y algo perpleja, le preguntó si se había vuelto estúpido. «¿Es que te has vuelto estúpido, Tanete?», repitió por segunda vez. Él le respondió con una sonrisa de circunstancias, aunque sus ojos, azules, se mantuvieron fríos como témpanos.
Ahí acabó todo, a excepción de los cigarrillos y el whisky.
De noche, a solas, envuelta en el silencio, Irene estuvo un rato maldiciendo su suerte. Había días que mejor saltárselos. Semanas enteras…