Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir sobre la kenopsia. La kenopsia es la experiencia vinculada a un sentimiento de inquietud ante un lugar vacío que suele estar lleno de gente y que, sin embargo, en esa situación permanece tranquilo y sin la presencia de otras personas, como si estuviera abandonado. Esto es exactamente lo que la mayoría de la sociedad sintió en los pasados años, cuando la pandemia puso en vilo al mundo entero. Pasear por calles desiertas que antaño se veían abarrotadas genera inquietud, malestar y desasosiego. No hay rastro de niños en los colegios, ni personas mayores en los bancos de los parques. Tampoco hay gente haciendo deporte ni autobuses que transportan pasajeros a sus respectivos trabajos.
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
Highway to hell
Don’t need reason golpea la barra del carrito como si fuera una batería Don’t need rhyme un redoble que hace que se bambolee de un lado a otro hasta casi chocar con las botellas de vino My friends are gonna be there too lo endereza con un golpe seco, con chulería, y en el climax gritaría hasta quedarse afónico, usaría el carrito como moto, y se estrellaría contra la sección de congelados.
Lo susurra mudo I’m on the highway to hell abriendo mucho la boca pero sin emitir ningún sonido, haciendo los cuernos con la mano derecha antes de agarrar un cartón de vino peleón y meterla en el carrito. Mejor dos, piensa, Nobody’s gonna slow me down, y se marca un solo de guitarra en el pasillo poseído por el espíritu del rock, y acaba de rodillas en el suelo, la espalda arqueada hacía atrás, mirando al techo All the way I’m on the highway to hell.
Se levanta. Avergonzado, primero. Preocupado, después. Nadie le mira porque el pasillo está vacío. Pero también lo está el siguiente. Y el siguiente. Es una hora punta, cuando todos los pringados como él salen del trabajo y corren al supermercado antes de que cierre para poder llevar algo para casa. Pero hoy no hay nadie. Se quita los auriculares y todo está en silencio. No hay murmullos, no hay hilo musical, no hay ningún sonido. Una extraña intranquilidad le sube por los pies.
Sus pasos rápidos resuenan con eco. No hay nadie en las cajas. Está solo en el supermercado y tiene miedo. ¿Dónde está todo el mundo? Al entrar había gente, lo recuerda, no estaba tan absorto en la música, después sí. La paranoia le invade. Han debido avisar a todo el mundo, sí, por megafonía y él no se ha enterado. Ha llegado la guerra, todos han huído a los refugios y lo han abandonado, la gente escapando sin mirar atrás.
El supermercado está en una planta baja. Es posible que ya hayan comenzado los bombardeos. Lo decía el telediario y era verdad, todo se ha ido al infierno. Le dan ganas de llorar. Le pican las manos, está sudando, su pulso está acelerado, un chute de adrenalina como una raya de anfeta, tiene ganas de gritar, Quema el supermercado le dice una voz. La sección de licores está al lado, rompe las botellas y enciende el mechero. Abre una botella del güisqui más caro. Hínchate del jamón ibérico que siempre miras pero que nunca compras. Si hay que decir adiós, lo decimos a lo grande.
Si las bombas están cayendo, lo mejor sería no salir. Vuelve a ponerse los auriculares Somewhere a clock strikes midnight le faltaba comprar papel higiénico, es el tercer pasillo A rat runs down the alley escoge como siempre el de oferta, siempre le raspa un poco el culo pero la diferencia de precio merece la pena Cause no one’s going to warn you se dirige hacia las cajas pero antes toma un pequeño desvío, no le gusta darse caprichos, con su sueldo no se puede permitir muchas alegrías Too scared to turn your light out vuelve a golpear el carrito como una batería imaginaria al encontrar el bote de leche condensada, las tardes de su infancia y la sonrisa de su madre, no comas demasiado, el sabor increíblemente dulce As I slip into your room.
Ahora sí se acerca a la salida, coloca los productos en una cinta que sigue corriendo ajena a la soledad, a su pánico, y cuando termina va al otro lado de la cinta y empieza a pasarlos por el lector del código de barras Yes, I’m the night prowler, get out of my way apenas son cuarenta euros, saca los billetes de la cartera y los deja en la caja, coge la vuelta exacta y empieza a guardar todo en la bolsa, que no pesa demasiado, lanza un beso a las cámaras de seguridad y se dirige a la escalera mecánica.
Nota un temblor extraño y se obliga a creer que son imaginaciones suyas, es el temblor de siempre de una escalera un poco vieja And I’m tellin’ this to you se agarra con fuerza al pasamanos y a la bolsa los nudillos blancos de apretar y no quiere levantar la vista, la mantiene en los escalones pero no puede evitar percibir que se dirige a un brillo artificial que parece susurrar en un idioma extraño respira y Nothin’ you can do se fuerza a levantar la cabeza y contempla, extasiado, como los escalones siguen elevándose, sin final, mientras a su alrededor la luz se hace tan blanca que no puede evitar llorar.
En un pueblo de Bélgica de cuyo nombre no quiero acordarme
Después de un día de trabajo en Bélgica haciendo visitas a clientes, el gps del coche me indicaba que me quedaban apenas unos minutos para llegar al hotel y yo solo pensaba en la cerveza que me tomaría al llegar. Estaba algo cansado pero contento, el trabajo me había ido bien y estaba llegando a buena hora para cenar aunque ya era noche cerrada.
Las indicaciones me hicieron atravesar un pueblo y una carretera que cruzaba un bosque espeso y oscuro hasta que finalmente a mi derecha apareció un panel anunciando el nombre del hotel, seguí el caminito hasta el aparcamiento, cogí la maleta y me dirigí a la recepción. Esperé unos instantes a que apareciera el recepcionista y empecé a decir tímidamente “hello, hello” y como no tenía respuesta empecé a hacerme oír más alto. Miré a mi alrededor buscando a alguien que pudiera ayudarme, vi las escaleras que subían al primer piso y el bar con las luces encendidas pero tan tenues como las de la recepción, aunque allí tampoco había nadie. Sin saber muy bien que hacer y después de dar voces un par de veces más, busqué en la reserva el teléfono del hotel y llamé. Me dio tono, pero nadie me respondió.
Empecé a preguntarme porque no había nadie ¿podría ser que fuera el único huésped? Estaba en medio de Bélgica entre semana, un día de invierno, podría ser, pero ¿dónde estaba el recepcionista? No me encajaba nada, era muy raro que no hubiera nadie, ¿y si le había pasado algo al recepcionista? ¿Si le había dado un ictus? ¿Y si lo habían asesinado? Las luces en penumbra me empezaron a dar una sensación siniestra ¿Si el hotel estaba poseído por una maldición? Me vino a la mente Norman Bates, las noticias de belgas que violan y torturan durante semanas. Mi cabeza empezó a ir a mil por hora en bucle y mi corazón latió como un tambor que llamaba a la guerra. Miré horrorizado a mi alrededor aguantando la respiración viendo sombras en las esquinas mal iluminadas y fantasmas que acechaban.
Tembloroso cogí mi maleta evitando hacer ruido y abrí la puerta del hotel lentamente pasando de lado para evitar abrirla del todo. Una vez en el exterior se me cayó el alma a los pies al ver el coche aparcado a unos veinte metros y en ese momento me di cuenta que era el único coche del aparcamiento. Cuando di la espalda al hotel para empezar a acercarme al coche el tumulto de fantasmas, sombras y asesinos salieron del hotel tras de mi y me puse a correr hasta el coche, gimiendo, notando su aliento fétido y sus manos que se posaban en mis hombros que en cualquier momento me impedirían seguir, corrí trastabillando con los ojos salidos de las órbitas y sin resuello llegué al coche, me agaché para esconderme y con las manos temblorosas no atinaba en la cerradura. Cuando al fin conseguí entrar en el coche cerré el seguro y me quedé unos segundos pensando que me había salvado. Levanté la vista hacia el hotel jadeando victorioso pero una vez más volví a ver las sombras que salían y se abalanzaban hacia mi, así que puse el coche en marcha y derrapando recorrí a toda velocidad el caminito hasta el letrero que anunciaba el hotel, pero ni allí me sentía a salvo, sentí que las sombras, los monstruos y asesinos se habían colado en el asiento de atrás así que sin detener el coche me giré sin estar seguro del todo de que allí no había nada. Entré con demasiada velocidad en la estrecha carretera con destino al pueblo, el coche patinaba ligeramente en algunas curvas, pero seguí conduciendo muy rápido hasta el pueblo donde al fin me detuve en la plaza central.
Aun jadeando salté del coche tratando de huir de las sombras y me dirigí al único bar iluminado para no estar solo y tratar de buscar un ambiente familiar.
En el bar había música y media docena de personas que charlaban animosamente y eso me tranquilizó, me senté en la barra, pedí una cerveza y me bebí media jarra de un sorbo, pensando en lo que me acababa de suceder y agradecido por haber podido escapar.
Sonó mi móvil y la voz dulce y servicial de una chica me dijo que llamaba del hotel y me preguntó si llegaba a cenar. Me recompuse y le dije sulfurado que había estado, que había dado voces y que estaba seguro que no había nadie, que ahora estaba en un bar en la plaza. La chica cortó mi perorata con educación y me explicó pacientemente que seguramente el gps me debía de haber llevado a la entrada trasera del hotel, que pasa a menudo y que al llegar de noche no debía de haber visto las indicaciones, que esa entrada solo la abren en verano ya que tiene un jardín y vistas al valle, se excusaba porque la puerta estaba abierta, que seguramente se la habían dejado abierta las mujeres de la limpieza, que en invierno solo usan la entrada que da al pueblo, que lamentaba la confusión. Me dijo que si estaba en la plaza podía llegar andando y me dio las indicaciones de cómo llegar desde el bar.
Colgué un tanto escéptico por la explicación aún con la tensión en el cuerpo, pero tenía todo el sentido del mundo y poco a poco la incredulidad pasó a una risa floja que fue in crescendo riéndome de mí mismo hasta que no podía parar de reír con una carcajada que llegó a doblarme en dos, el barman y la gente que estaba en el bar me miraban asustados de reojo y yo ajeno a ellos no podía parar de reír por el mayor ridículo que había hecho en mi vida y solo esperaba que nadie me hubiera visto.
Nekopsia
El doctor Mendoza dejó un alta en la gaveta de salidas y cruzó sin prisas el nivel 1. Pasó por delante de la pancreatitis estabilizada, del cólico nefrítico a punto de alta y de la mujer de psiquiatría que llevaba un buen rato lamentándose en su box, aunque su letanía angustiosa se iba diluyendo poco a poco por los efectos del diazepan.
Ya quedaban muy pocos pacientes y, si todo continuaba igual, en el cambio de guardia podría decir que dejaba urgencias casi vacío. Tres infartos bien resueltos -aunque uno por los pelos-, un par de navajazos no graves, un suicidio que ya llegó cadáver y poca cosa más que diera complicaciones. Había llegado un cáncer avanzado pero el cribaje fue ágil, la enviaron directa al Área de 24 horas y en poco tiempo tuvo ya cama en planta. Aquella pobre mujer estaba ya más que desahuciada, pero sus ojos todavía brillaban con energía por encima de la mascarilla de oxígeno, incluso cuando le dio a entender que no debía esperar nada más que lo predecible e inevitable en su caso.
Saludó de lejos a las tres enfermeras que estaban charlando en el control, pero ninguna de ellas se le acercó o le pidió que se acercara . No había motivo para molestarlas, ya era viernes y quizá estuvieran contándose lo que iban a hacer el fin de semana. Al pasar delante de cribaje, le hizo señas al médico para que no se levantara y siguiera mirando el móvil. La chica de admisiones bostezaba mientras leía una revista y ni le vio encarar el pasillo desierto que le condujo a una sala de espera completamente vacía. Qué extraño ver la sala así, sin nadie, sin un solo paciente o acompañante. Ni siquiera estaba Engracia, la mujer de la limpieza, que a esa hora solía estar pasando la mopa. Cruzó la sala y salió al exterior por la puerta principal. Cuando fumaba, ese era el momento en que le gustaba salir a la calle para fumar un cigarrillo mientras contemplaba con qué colores aparecía el nuevo amanecer. Ya hacía mucho que no fumaba. Sin embargo, en la fría madrugada, al respirar expulsó el vaho con un placer que le recordó al de fumar.
Tampoco había nadie ni en el camino que unía el Hospital General con el Materno-Infantil, ni en el que subía hacia el de Traumatología. Ningún coche, ninguna ambulancia aparcada, ninguna bata blanca yendo o viniendo o fumando un cigarrillo. Ni adie acudiendo presurosamente al hospital para que le aliviaran sus males. Miró la hora en el móvil: ya solo quedaba un rato para que todo aquello acabara. Tenía un mensaje de whattsapp: Teresa le preguntaba cómo había ido la guardia. No contestó.
Era su última guardia. Por edad, ya hacía varios años que no tenía la obligación de hacer ninguna guardia más, pero había continuado haciéndolas sin ningún motivo especial. No era por dinero. Sus dos hijas ya habían acabado sus estudios, graduados y postgraduados, ellas ya eran independientes económicamente y él ya no tenía que hacer transferencias mensuales a su madre. Seguramente había seguido haciendo guardias simplemente por inercia. O por narcisismo, quien sabe. Cuando le tocaba una guardia, siempre le adjudicaban la jefatura del Servicio de Urgencias, y le gustaba que se dijera que él era -él y ningún otro- el jefe de guardia que dejaba el servicio más despejado cuando daba el relevo. Esperaba que aquello significara ser más estúpido que vanidoso. Pero en realidad, ya daba igual. A partir de aquel día, todo aquello pasaba a ser una puerta cerrada. Otra puerta cerrada.
Nadie, nadie en ningún sitio. Ni un solo ruido. Parecía que se hubiera detenido el tiempo en aquel mundo inmóvil y silencioso. Empezaba a clarear. En los parterres de césped que rodeaban el hospital se levantaban pequeñas nubes de bruma. ¿Cómo era aquello tan rimbombante? Ah, sí. ¡Detente, instante, eres tan bello! El Fausto de Goethe. Y sí, era como si en aquel instante ya no tuviera sentido que el tiempo continuara avanzando. Era bello y, a pesar del cansancio, tenía la sensación de estar extraordinariamente despierto y lúcido.
Detrás del hospital, trazas un rojo oscuro pero intenso, parecido a la sangre, cruzaban la negrura de arriba abajo. Sangre, asesinato. En la comida se había hablado de una serie sobre un asesinato real, que él no había visto. Hubo un debate sobre por qué una mujer y su amante habían matado al novio de ella. Por qué, simplemente, la mujer no había dejado a su pareja plantada y se había ido con su amante, sin más. Era mucho más fácil que matarlo, que convertirse en una asesina. Se habían hecho dos bandos en la discusión, residentes jóvenes que buscaban razones en pequeños detalles de las diferentes escenas, y enfermeras maduras, más partidarias de buscar razones en motivos circunstanciales y explicarlo todo por la psicopatía de la asesina. La conversación decayó rápidamente en tópicos abstractos: la pasión, al amor, la mente humana.
El amor. ¿Cómo era aquella leyenda, aquel mito de Platón sobre el origen del amor? Al principio, nuestro cuerpo era doble, éramos andróginos con un cuerpo de hombre y otro de mujer unidos, pero Zeus nos cortó por la mitad y de esa forma nos condenó a buscar nuestra otra mitad para experimentar el amor.
Condenados.
Más de treinta años atrás, estaba tan enamorado de Cathy, la inglesa que había conocido en un viaje de verano, que al acabar la residencia se fue a vivir a Manchester, completamente convencido de que ella era su otra mitad. En el aeropuerto, su padre le dijo: te arrepentirás. Su madre lloraba. ¿Se arrepentía? Cuando en Manchester le preguntaban qué hacía allí, contestaba sinceramente y sin afectación: vine por amor. Funcionó durante bastantes años y tuvieron dos hijas. Pero después, todo se quebró. Todavía ahora, si era de verdad sincero, no sabría decir por qué. Tenía claro que al final fue por la falta de respeto, por egoísmo pero ¿cómo habían llegado a todo aquello, al cinismo, a los gritos? Después de tantos años en que todo parecía ir razonablemente bien, ¿qué se había torcido sin que pudieran evitarlo? ¿qué les había separado? Daba igual, por mucho que se esforzara, nunca iba a estar seguro de saber qué había pasado en realidad, y ya no tenía importancia. Cada vez más cosas que le habían preocupado, incluso atormentado durante un tiempo, parecían no tener ya ninguna importancia. Y, a su edad, la palabra arrepentirse había dejado de tener un significado claro para él.
El amanecer ganaba fuerza, y ya se veía con suficiente nitidez cómo dos mujeres se acercaban por el camino, surgiendo de las tinieblas. El cielo parecía en llamas al otro lado del hospital. ¿Qué colores eran aquellos? ¿Púrpura, granate, magenta, bermellón? Después de jubilarse, quizá se podía dedicar a pintar cuadros. Podía ir a un Centro Cívico para que le enseñaran y compartir clase con otros jubilados. Él pintaría amaneceres como el que estaba viendo ahora, y ellos comentarían: te ha quedado bien ese cielo aunque, si me permites decírtelo, me parece un poco exagerado.
¿No eran las gemelas Martínez las que subían por el camino? Enérgicas, pisando con fuerza gesticulando ampliamente. Alguien que no las conociera, al verlas hablar de esa forma, podía pensar que estaban discutiendo. Pero no era así. Qué casualidad, que aparecieran en ese momento las gemelas Martínez justo cuando recordaba el mito platónico de las dos mitades que se buscan. Y además se llamaban Alba y Aurora. El título de un cuadro alegórico podría ser Alba y Aurora venciendo las tinieblas. ¿Cuándo estuviera jubilado, pintaría a las gemelas Martínez emergiendo de la oscuridad, vestidas con túnicas blancas y con un pecho al descubierto?
Las gemelas Martínez siempre estaban juntas. Llegaban untas al trabajo, trabajaban juntas, desayunaban y comían juntas, se marchaban juntas. Año tras año, seguían siendo idénticas. El mismo peinado, los mismos gestos, parecía que apenas envejecían o, al menos, que lo hacían exactamente igual. Consiguieron plaza en el mismo servicio, y los pacientes se volvían locos confundiéndolas. No hubo forma de convencerlas para que trabajaran en dos servicios diferentes, llegaron a amenazar con una denuncia si las separaban. A duras penas accedieron a llevar un pin azul y otro rojo en la solapa del pijama de enfermería para que los pacientes pudieran distinguirlas. Aquella unión era sin duda extraordinaria, para lo bueno y para lo malo. Parecía mucho más firme y sólida que cualquier relación de pareja que él hubiera conocido. Pero él no era como ellas, no le era tan fácil fundirse con otra persona. Aunque quizá eso no significaba que tuviera que renunciar ya a encontrar a otra persona. Tenía ya bastantes conocidos –algunos de ellos, amigos; algunos de ellos, más jóvenes que él- que confesaban que ya habían renunciado a encontrar a su otra mitad. Quizá él también había llegado a ese momento, aunque no se atreviera a reconocerlo.
Vio cómo las gemelas se desviaban antes de llegar a la puerta de urgencias para ir al vestuario y miró la hora en el teléfono móvil. Sólo le quedaban unos minutos. Vio pasar un celador con un maletín de muestras. Se había acabado aquel extraño momento en que el tiempo parecía detenido y el mundo estaba desierto. No había respondido el mensaje de aquella mujer Teresa. Sólo habían tenido un par de citas pero ella se había acordado de que aquella noche era su última guardia y se había interesado por él. Contestó. Sí, la guardia había ido bien, gracias. Espero que tengas un buen día tú también. Dudó con el emoticono, pero le pareció más correcto enviar solo una carita sonriente. Pero sí, Teresa, vamos a intentarlo, todavía no estoy del otro lado.
Volvió a entrar en el hospital. Castro llegaba siempre con bastante antelación, quizá podía tomar ya un café con él y pasarle su último turno.
Kenopsia
Las cinco de la mañana, el metro estaba completamente vacío. Caminabas por pasillos infinitos bajo luces de neón. Blanco mortecino que te deslumbraba. La angustia creciendo en lo hondo y, finalmente, te detuviste. Y se paró en seco la vida.
Nuestra vida.
Ahora busco el contacto humano como ayer buscaba tus besos, tus envestidas, el placer con desespero. Aquí no existe el letargo cálido después del torbellino entre las sábanas. Sólo pasillos y muros y aire corrompido. Tampoco se escucha el golpeteo de la existencia en estos túneles. El balbucir a gritos de cientos de humanos, como letanías de ríos que antaño fluían por estos corredores, se ha desvanecido ahora; silenciado por los oídos sordos de la ausencia.
Aquí, entre las paredes, dentro de los túneles, en los pasillos y andenes, sólo quedo yo sola, en soledad. Ser sin ser, sombra que vaga absorta en este vacío intangible que llena el mundo incorpóreo de mi alma. Anhelo una tos, un carraspeo, cualquier gesto sonoro que me indique que hay vida en este desierto de agonía. ¡Que alguien!, ¡algo!, ¡lo que sea!, me despertará de esta pesadilla y que cogeré el metro que me llevará a ti. A tus caricias. A ese lugar tan sereno y tangible. Al hogar. A nuestro hogar que ya no es. Que ya nunca será.
Creo escuchar unos pasos detrás de mí. Me giro. Nada. Solo es el eco de un recuerdo que no llega a cristalizar. Un recuerdo que también se volatilizará como el humo de los cigarrillos que fumabas. Te echo tanto de menos que hasta la ausencia sangra.
Camino por el andén segura de que no vendrás. Ya no queda nada en estas vías. Ni tu carne desgarrada, ni tus huesos quebrados, ni un nosotros, ni un mañana. Ya no queda nada en estas vías, ni siquiera quedo yo que ya no soy. Nada.
Dicotomía
La ciudad parecía… dormida. Así las calles suelen estar durante los momentos “entre”, cuando los habitantes de la noche en su mayoría ya han fatigado las fuerzas de la juerga solo aparentemente inagotables, y los guardianes y cuidadores de todos los hilos invisibles que mantienen la vida urbana aún no han emprendido el camino de un nuevo día. Ella había tenido la ocasión de respirar ese silencio quieto, que daba la impresión del tiempo detenido, incluso en las calles de Nueva York, la ciudad que supuestamente nunca dormía. Leyendas urbanas. Todos y todo en este mundo necesitan por lo menos un momento de reposo.
Pero aquí el vacío era rancio, como si una aspiradora gigante hubiera sacado la vida de la metrópoli, encarcelándola en un “entre” permanente, ni viva ni muerta, una ciudad zombi. Los rascacielos les miraban amenazadores desde arriba, como si gestando su venganza contra ellos como los representantes de toda la raza humana. Por la traición, por el abandono, por los sueños de la grandeza robados. Las ciudades también tienen ambiciones.
El aire estancado entre las vías vacías, a la hora que en todas las otras partes del mundo se llamaba “la hora punta”, llenaba los pulmones de inquietud. Daba la impresión que en cualquier momento desde una esquina, con el rojo premonitorio del ocaso en el fondo, aparecerá una silueta de una típica escena apocalíptica. O posapocalíptica. Ella no estaba clara sobre el genero de la escena aparte del grado de suspense que contenía.
—¿Qué ha pasado aquí?
El hombre a su lado encogió los hombros.
—La crisis. No esta. Alguna de las anteriores. Creo que esta ciudad lleva ya un par de décadas así.
Las crisis suelen hacer esto, dejar atrás la desolación y abandono de alguna forma. Ella lo sabía por el desierto ruinoso de su propio paisaje interior. Pero de las ciudades-fantasmas americanas solo había leído, hasta ahora la idea formaba parte exclusivamente de su imaginario mitológico, como el triángulo de Bermudas o los hombres ideales. Encontrarse con la realidad era… raro. Cómo si fuera una escena de alguna película: ella y el hombre a quien había conocido solo hacía un par de horas atrás, paseando por las calles vacías de una ciudad ni viva, ni muerta. El hombre, sin dudas, sentía una atracción aparente hacía ella, mientras ella no era capaz de decidirse si le gustaba o no. Los criterios, los satisfacía muchos: era alto, inteligente, con un cuerpo de deportista y una profesión suficientemente bohemia para crear el aire de la libertad y enigma a su alrededor. Pero mientras su mente le hacía listas, una parte de su atención constantemente estaba pendiente de su teléfono, que se agazapaba en uno de los bolsillos y, testarudo, guardaba silencio mezquino y traicionero.
El hombre Presente tal vez tenía muchas características a su favor, pero era sospechosamente demasiado presente. El hombre Ausente era… bueno, esto, el dilema estaba claro.
—¿Sabes a dónde vamos? —preguntó ella al hombre Presente, dado que preguntar algo al Ausente era un poco problemático, teniendo en cuenta el silencio insistente del teléfono.
Él sonrió como alguien que sabía más de que se permitía revelar. Maldito sea, incluso su sonrisa estaba a su favor, que le hacía a ella querer aún más encontrarle alguna falta. Los hombres perfectos solo existían en los espacios idílicos junto con el triángulo de Bermudas y las ciudades-fantasmas. Pero estaba en una de ellas…
—Creo que te va a gustar…
Sí que le gustó. Su paseo posapocalíptico acabó en la marina, donde, escondido entre los veleros (¿saben navegar los zombies?) que se mecían sobre las aguas magentas fundiéndose con la pantalla celestial proyectando la despedida del sol, un bar desplegaba alrededor de una hoguera el aire fiestero. Era como un refugio de esperanza para aquellos que han sido capaces de cruzar el campo de la muerte. Aquí reinaba la vida. Atónita, mientras el Presente se encargaba de las bebidas (el hombre, aparentemente, estaba decidido a batir el récord de la excelencia), ella observaba, a través de la coreografía de las chispas, el juego de mástiles con la luna que estaba saliendo sobre el horizonte, y se preguntaba si este sitio le quería decir que sí, después de toda la desolación, tarde o temprano, el brío siempre resurgía.
La música se apoderaba del lugar, y el Presente la sacó a bailar. Esto era el último golpe contra su sistema nervioso: el hombre se movía como dios. Los elementos se conjugaban en la perfección inexistente, y ella con toda la honestidad intentaba dejarse llevar, mientras el judas de su mente no abandonaba sus susurros, invitándole a imaginar cómo se habría sentido si otros brazos la estuvieran envolviendo en aquella danza. Pero el teléfono seguía silencioso.
El camino de vuelta entre las sombras de la noche ya no parecía una odisea de la devastación: la sangre de los dos estaba demasiado ardiente para temer a los zombies. La atmósfera estaba cargada de la inevitabilidad que una siente un segundo antes del beso: aún no ha ocurrido pero todos los cuerpos ya saben qué va a pasar. Solamente una última pregunta, la pregunta eterna, aún seguía en el aire sin ser pronunciada y sin resolución: ¿su casa o la mía?
En la entrada de su alojamiento la tensión por fin iba a ser resuelta. Los dos cuerpos, conectados por más que el contacto físico, él inclinando sus labios hacía las de ella, las chispas de electricidad saltando en el aire. Pero toda la inexorabilidad puede tener más de un desenlace. Aquel segundo antes del beso, el momento famoso cuando aún nada ha pasado pero ya está todo hecho, el teléfono, el maldito cacharro (¿es de mala educación matar a los mensajeros?) soltó por fin el aviso que ella había esperado tanto. Los hombres ausentes tienen esta costumbre, manifestarse exclusivamente en los momentos inadecuados.
A veces realidades se transforman de una forma cuántica. Ya estaban de vuelta en una ciudad fantasma, ni viva ni muerta, igual que el pobre gato. Una inexplicable comprensión se revelaba en los ojos del Presente. Todo lo que iba a pasar ya había pasado en algún otro lugar con otros protagonistas. Realidades paralelas, la ramificación de las probabilidades.
—Ha sido un placer.
Dos caricias del aire alrededor de sus mejillas, las transmutación del beso. La despedida como el colapso de la onda.
En esta realidad su silueta posapocalíptica se disolvía en la oscuridad.
AMARILLO
Al volver a traspasar el umbral de la puerta, vi que todo era diferente. No podía recuperar una imagen clara de cómo era, o había sido, ese lugar hace tan sólo unos segundos, pero era diferente. Había entrado en el hospital corriendo, llegaba tarde a una visita rutinaria de control. Las prisas, el estrés y la carrera que me había pegado, me habían descompuesto. Entre en la primera puerta que me pareció que debía ser la del cuarto de baño. Estaba sudoroso y me dolía el costado, era lógico que no prestara atención a lo que había a mi alrededor, a las personas con las que me había cruzado.
La habitación no era un cuarto de baño, era un pequeño cubículo en el que habían almacenadas latas de pintura, herrumbrosas, sucias. Salí y me sacudió una sensación de estupefacción, una duda enroscada en mi mente, como cuando tienes un déjà vu o sientes una mirada clavada en el cogote. El amplio pasillo del hospital estaba vacío, vacío de cualquier signo de vida. No vida. Esa idea era un tenedor arañando un plato en mi mente. No había pensado que no había gente, sino que no había vida. Superé la flaqueza, incluso física, que se había apoderado de mis piernas, y eché a andar por el pasillo deshaciendo el camino hacia la calle, convencido de darme de bruces con alguien en cualquier momento.
El corredor se abría en tramos regulares a su derecha formando salas de espera, donde nadie esperaba. Nadie resoplaba agobiado o mataba el tiempo con el móvil. En la soledad de las salas no se escuchaba más que el vibrante quejido de los fluorescentes. Mi mente lógica encontraba respuestas para todo: casualidad, una huelga de la que no me había ni enterado, había llegado muy tarde y estaba cerrado… pero el animal que duerme en el fondo del cerebro me erizaba los pelos de la nuca, olfateaba algo inquietante, amenazador. El pasillo, las salas, todos los espacios parecían expandirse empequeñeciéndome, haciendo que sintiera la fuerza de la ausencia y el impulso que nacía en mi pecho y subía por la garganta, un vértigo que, en oleadas, me hacía sentir mal, enfermo.
Abrí una puerta al azar; la de un consultorio de traumatología. La sala estaba amueblada como cabía esperar. Una mesa. Tres sillas. Una más cómoda a un lado, dos vulgares en el otro. Nadie sentado. Una camilla sin nadie tumbado, con un papel protector arrugado que hacía imaginar la anterior presencia de un cuerpo. Al lado, estantes con vendas, soluciones para enyesar, herramientas quirúrgicas. El consultorio no tenía nada de excepcional, sin embargo desprendía un halo de desasosiego, una imperceptible manifestación de deterioro, de corrupción de la materia.
Volví al pasillo. Todo seguía igual. Me acompañaba la presencia de la corrupción que había reconocido en el consultorio. Esa idea se colocó como un filtro ante mis ojos, parecía que todo ahora la manifestara. La vista no era capaz de observarla, pero estaba allí, todo envejecía. Los fluorescentes vertían una luz sin alma. La pintura de las paredes dejaba asomar un leve tono amarillento. En mi interior la mente racional y el animal asustado continuaban debatiendo. Decidí salir de allí. Más que una decisión fue una orden que emanaba de todos lados, como si el hospital entero me advirtiese, o me amenazase.
Llegué al amplio hall de la entrada; techos altos que se elevaban hasta el nivel de un tercer piso, una columna central con dos ascensores y unas escaleras a su lado. En el mostrador de recepción nadie. Todo como si se hubieran levantado de repente y se hubieran marchado sin recoger nada, y que eso hubiera ocurrido ya hace mucho tiempo.
Me acerqué a la pared acristalada donde estaban las puertas de salida. Tras el inmenso cristal una total tiniebla. Imaginé la ciudad que se encontraba al otro lado de esa oscuridad. No se distinguían edificios, automóviles o personas en la calle, pero deberían estar allí. No recordaba que ya fuera noche cerrada cuando entré en el hospital. No recordaba nada de mi llegada. Podría haber sido de madrugada o al mediodía. Caminé hacia una de las puertas, al llegar a un par de metros, el dispositivo no se puso en funcionamiento. Seguí andando hasta tocar el cristal. La puerta continuó cerrada. Probé con las otras dos, Luego intenté forzarlas. Busqué algún dispositivo de apertura manual. El animal en mi interior chillaba, me pedía que saliera corriendo. Busqué por algún lado un extintor con el que golpear el vidrio, pero no encontré ninguno en el hall, ni en los pasillos ni en ningún lado. Nada. Ninguna forma de escapar.
Empecé a andar sin rumbo por los pasillos desiertos. Grité. Pedí ayuda a gritos, implore auxilio. No lo había hecho antes por un ridículo sentido del ridículo. Se quebró mi voz. Corrí por los pasillos escuchando mis pasos que me perseguían. Los fluorescentes vomitaban su luz extraña, cada vez más extraña, sin cualidad de luz. Una luz que no iluminaba sino que pintaba los espacios de un amarillo macilento, que los pintaba de podredumbre.
No sé cuánto tiempo estuve corriendo por los corredores, entrando en consultorios, salas de diagnóstico, quirófanos. Nadie. Nada con lo que romper una ventana. Necesitaba ayuda. Mi esperanza absurda era encontrar a alguien, era mi único deseo. El ansia de ese encuentro cobró más fuerza que la propia idea de salir. Sólo deseaba ver a alguien, el más mínimo contacto humano; contacto vivo.
Me derrumbé en el sofá de la enésima sala de espera. Cerré los ojos deseando que al abrirlos el lugar estuviera abarrotado de gente. De gente estúpida, de gente ruidosa y molesta. Viejos achacosos, niños llorones. Adolescentes chulescos, cincuentones aburridos.
Los abrí y sólo vi soledad. Vi un vacío amarillo. Y el silencio se hizo más fuerte, atronador, hasta que oí unos pasos acercándose, un sonido que parecía arrastrar el amarillo en su avance. Y me di cuenta de que debía huir.
Olvidaremos:
Subo las escaleras que siempre subí. Antes esos peldaños parecían inacabables, ahora los pasos son más grandes, la escalera, aunque sea la misma se ha hecho corta. Subo hasta arriba y me sumerjo en el callejón. Donde están esos niños que jugaban, que sucede, no hay nadie. La abuela del callejón le llamaban. Cuando hacía mucho ruido les tiraba el cubo de agua desde el segundo piso. Al tiempo que caía el agua en un perfecto movimiento parabólico sus ojos pretendían retener el impacto del agua en sus rostros.
-Demasiado tarde mocosos, no haber hecho tanto ruido, os dijo que callaseis y no lo hicisteis.
Agradecidos debéis estar con el calor que hace ¡
¿Dentro de la casa no hay nadie en el lavadero, donde están todas esas mujeres que sumergían la ropa y sus esperanzas dentro del agua? Esas conversaciones interminables donde la ropa estaba limpia, pero se seguía hablando de la suciedad de las personas. Amantes, corazones rotos, violencia extrema en la revista “el caso” seguida por los ojos del niño que ve por primera vez la violencia. No veo a nadie ¡
En el primer piso todo estaba lleno de niños que alborotaban alrededor de los pasteles, sus caras quedaron inmortalizadas en los videos super 8. Un gran recuerdo que ahora cabe en la mano cuando lo miras desde el móvil. La mona de Pascua, los abuelos, los tíos, los padres, donde está todo ese algarabío. Lo único que sé es que la casa amenaza ruina y me puedo caer con mis recuerdos. Donde se fueron esos timbres que daban la vuelta, emitiendo esos sonidos que solo algunos sabemos reconocer. ¿Estarán escondidas en algún espacio del dormitorio las muñecas rusas que nunca tenían un final?, estará en algún recóndito debajo de la gran cama donde los niños dormían la muñeca que se levantaba cuando abrías la caja mágica y daba vueltas y más vueltas, se detenía y te decía: Vuelve a darme cuerda por favor, si no me das cuerda no puedo bailar. Mira como sonrío mientras te guiño el ojo ¡
¿No hay nadie en el piso de arriba? ¿Dónde están los cromos de starwars?, la máquina de coser con ese dedal que se utilizaba con esmero. Ese balcón que nos permitía divisar a los niños jugando mientras los hombres hablaban de sus cosas en el patio. Nadie se percataba de la señora que cogía el conejo, le daba dos golpes y lo despellejaba delante de nosotros al tiempo que las gallinas estaban cacareando, diciéndole a la señora. A nosotras no nos toques los huevos. La tortilla otro día, hoy muestrales a tus nietos los pollitos.
Antes de que la tristeza me invada me marcho, perseguido por mis recuerdos, son el conductor de la película de Spielberg el diablo sobre ruedas. Me giro, no hay nadie, pero sé que me siguen ¡
En la tienda donde iba a comprar flanes no hay nadie, agobiado, angustiado cojo el coche y me dirijo a mi casa. Ese comedor lleno de gente, de ganchitos, de patatas onduladas, esa televisión testimonio de nuestras vidas no está donde la deje. La telefunken se ha ido para no volver. Los vecinos que llamaban a la puerta ya no lo hacen, la vecina de arriba ahora está en la residencia. Providencia hace honor a su nombre y ha dirigido su camino a la residencia del monasterio. Donde están los niños, los abuelos, los padres. Me sumerjo en la navidad donde los hombres de negro llamados pajes traían regalos a las casas, donde el secreto de su pintura permanecía escondido para que nosotros pensáramos que los regalos venían de oriente, para que creyésemos que lo sabían todo de nosotros por una bola mágica, no porque mi madre se lo contase todo cinco minutos antes de que nos entregasen los regalos.
No hay nadie, ni siquiera el viento que soplaba cuando abría la ventana ha venido a verme, ni siquiera la lluvia osa hacer acto de presencia. Decido seguir mi camino y me voy a la casa de campo. Allí debe haber la gente de antaño sumergidos en mi presente, no pueden haberse disuelto como el azúcar en medio del agua dejando solo el gusto de la dulzura mientras no hay rastro de las gotas de azúcar conocidas como pasado.
La casa está vacía o no¡, hay quien dice que ha visto los espíritus de la casa rondar. Hay quien dice que los gatos y los pájaros siguen rondando, esperando unos propietarios que no volverán. Son los mismos gatos y pájaros que se movían en la casa del callejón. Se conocían todos, los gatos maullaban al pasar por debajo de mis piernas al tiempo que los pájaros revoloteaban en mi cabeza los verdaderos y los que se juntaban con ellos cuando veía esas chicas saltar a la cuerda. Mi alma me decía: niño no te enamores tan a menudo, deja que tu corazón vaya un poco más lento.
No hay nadie en la casa de campo, ni en el comedor donde ese pan con vino y azúcar amenizaba unas tardes interminables, ni en el piso de arriba donde los mayores iban a dormir antes que nosotros. Ni en el pozo de los deseos donde mas de un gato encontró funesto destino. Ni en la fuente que se secó cuando la gente de mis recuerdos se fue para ser solo recuerdos.
Así que antes de que el diablo sobre ruedas de la nostalgia me vuelva a perseguir decido coger el coche para llegar a mi casa. Mi mujer me espera con una sonrisa. En la habitación llora el fruto de nuestro amor. Solo tiene unos meses, revolotea como los gatos, quiere volar como los pájaros, danzar como la muñeca, pero cuando se levanta se vuelve a caer cuando cae se vuelve a levantar.
Me acerco a él, lo cojo entre mis brazos, lo protejo. Para el somos gigantes, para el somos multitud, seguro que algún día el también entrara en las habitaciones buscaré las multitudes que le protegieron y solo encontrará la solitud de los cuadros que lo miran.
Acaso debiera estar triste el, acaso debiera estar triste yo, no, es un ciclo una ley universal como la caída del peso. Los recuerdos caen, pero tengo la oportunidad de ver como caen. Hace un poco de frio, así que cierro la puerta, el frio no puede estar conmigo todo el día, los recuerdos tampoco, abro un poco la ventana de la nostalgia, solo un poco y le grito a mi mujer.
– Cariño tenemos un problema, el niño ha vuelto a tener diarrea.
Mi mujer se acerca, me da los pañales me mira fijamente y me dice: tienes un problema-
Esta mañana estaba caminando con mis recuerdos, ahora que cambio al niño pienso que si los mueves demasiado al final acabaras como el pañal del niño. Coge tus recuerdos guardarlos en un cajón seguro, recuerda tirar los pañales en su sitio y mira como el niño sonríe.
El pasado pasó, el futuro no está solo se que el niño me sonríe y dice: “papa”
No necesito más.