Laboratorio 17 de mayo: Protagonista ignorante

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato en el que todo el mundo sepa algo, menos el protagonista. Es un recurso que puede dar mucho juego.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

8 comentarios

  1. Javier Clemente

    Salid y disfrutad

    …y es entonces cuando les digo que no quiero acabar la reunión sin decirles antes unas palabras motivadoras para afrontar la coyuntura en la que estamos.

    Entonces les miro a los ojos a los tres, alternativamente, es decir, primero a Arancha, después a Paco y por último a Silvia, para comprobar su predisposición a afrontar retos. Y cuando acabo vuelvo a mirar a Arancha que es la que me parece más implicada, para que los otros dos se den cuenta de que yo me estoy dando cuenta de que ella está más implicada que ellos. Mucho más.

    Y les digo que en verdad es un momento decisivo en la historia de nuestra empresa, pero hemos de confiar en nuestras posibilidades. Confiando en nuestras posibilidades saldremos mucho más fuertes que antes.

    Y para inspirarles, orientarles y motivarles, les digo que este momento crucial me recuerda aquella noche histórica en que el Futbol Club Barcelona…

    No por favor, otra maldita comparación futbolística, no, no, no, por favor.

    …jugaba la final para conseguir su primera Copa de Europa, porque entonces todavía se llamaba Copa de Europa y no Champions League como ahora y si perdían sería un fracaso absoluto.

    Venga, tío, que tengo una visita en Viladecans a las doce, todavía no he desayunado y me muero de hambre (y de sueño).

    Pero su entrenador, el gran Johan Cruyff, tuvo muy clara la táctica. Solamente les miró a los ojos y les dijo: salid y disfrutad. Porque sabía que si confiaban en su calidad, ganarían. Y así pasó, así ganamos la primera Copa de Europa.

    Se debe de creer que Cruyff y él son dos genios, el cretino ese, pero si todo el mundo sabe que si no fuera porque es el cuñado de uno de los socios, yo sería la jefa de ventas.

    Y no solo eso, sino que aquella victoria cambió la historia del club, porque aumentó su autoestima y por eso ahora ya tenemos 5 Copas de Europa…

    Cabronazo, que no dejas escapar la oportunidad de restregarle por la cara los títulos del Barça a uno del Espanyol

    … o Champions que, como os he explicado antes, es el mismo título. Pues ahora estamos en la misma situación que el Barcelona en aquel partido, no tenemos que preocuparnos de los otros, sino confiar en nuestra calidad y en la calidad de nuestros productos.

    Seguro que no tenemos que preocuparnos por los otros, ¡qué va! Los de Smartmotor llevan un año vendiendo unos motoreductores chinos que son mejores que los nuestros y valen la mitad, nuestras ventas han caído en picado y vamos a confiar en la calidad de nuestros productos.

    Estoy seguro de que saldremos de esta, porque cuando os miro a la cara veo que con esa confianza en vosotros mismos que tenéis, seguro que saldremos más fuertes.

    Mirar a la cara, mirar a la cara, tú lo único que le miras a Arancha son las tetas, que la muy zorra se pone buenos escotes los días que hay reunión.

    Seguro que, dentro de unos años, recordaréis este día y, decidme… ¿qué creéis que recordaréis?

    Lo que recordaremos es lo imbéciles que fueron en gerencia por decidir que continuábamos vendiendo motoreductores italianos en vez de empezar a comprárselos a los chinos, como ha hecho Smartmotor.

    Y aquí hago una pausa dramática para dejarles un tiempo para que piensen, para que interiorizen los conceptos que les he dado antes de responder.

    Recordaré que no te enterabas de nada, imbécil. Todo el mundo sabe que la empresa está a punto de tramitar una regulación de empleo y que está cantado que acabará cerrando.

    Y espero unos segundos más, para que no se precipiten.

    Y ya te digo, pijo de mierda, que con todos los años que llevo aquí, voy a conseguir que me despidáis antes de la quiebra para irme con una buena indemnización.

    Les miro a la cara con calma, sin ninguna prisa. y les veo pensando cual es la mejor respuesta que pueden darme.

    Pues pensaré que hice bien en presentarme ayer a la entrevista de trabajo con Smartmotor y en lo a gusto que me quedaré, si me contratan, haciéndote una buena peineta al irme, gilipollas culé.

    Porque no quiero darles la respuesta yo, quiero lleguen ellos mismos a sus propias conclusiones.

    Recordaré que hice bien en decirle al Jose que tenía que quedarme preñada lo antes posible para que no me pudieran despedir antes del cierre de la empresa y así tener después una buena baja de maternidad remunerada.

    Pero qué le voy a hacer, ya sé que mi equipo de trabajo no está formado precisamente por gente con altas capacidades, así que al final les doy la respuesta.

    Y también recordaré que mientras ese payaso hablaba, yo ya estaba segura de que estaba preñada, porque tenía mucho sueño y hambre y me notaba las tetas más grandes.

    Dentro de unos años recordaréis que hoy fue el día en que vuestro jefe de ventas os dijo: “salid y disfrutad”.

  2. Popeye

    El mundo lo sabe

    Me la estoy pelando, joder, ya tenía ganas. Cristina ni come ni deja comer como el perro del hortelano. Jodemos poco y mal, pero ni se me ocurra pajearme pues se cabrea más que una mona.
    Esta página porno está con unas tías que te revientan los cataplines.
    Joder, poco a poco, que hay que disfrutar. Por una vez u otra que Cristina, la sexóloga sabionda que folla con el cerebro en las tetas y en el coño, ha marchado a Madrid, al III Simposio de Sexología, hay que disfrutar con tiento. Coño, es que mira esa tía, lo que hace, cómo se pone.
    Uafff, que me corro, me corro, ya no puedo. Ahhh…, ahhh, qué asco…
    Por instinto he hecho el molinete con la mano y queda la ventana nevada.
    ¡Ostias! La ventana con la persiana y la cortina subida. A tomar por culo, me ha visto hasta el Pototo del culo. Hay tres edificios enfrente con sus respectivos pisos paralelos que pueden husmear mi ventana, como yo la suya.
    Me cago en la leche. Joder, y yo aquí sigo con la picha al aire y goteando. No soy más tonto porque me da igual. ¡Cómo se entere Cristina! Me pone a parir en toda la escalera, delante de toda la familia, la suya y la mía, con los amigos ni te digo, y al final se divorcia in situ, por coherencia, sobre todo. Imagina, una sexóloga dando clases de felicidad sexual mientras su marido se la pela en solitario.
    Están desiertas. No, allí, el reflejo de un móvil.
    ¡Seguro que sí!
    Se mueve la cortina del edificio de enfrente, el del medio. El tarado del tercero, el baboso, babea más que un caracol tras las jovencitas.
    ¡Me ha pillado el último tarado que quisiera!
    Me ha grabado mientras me la cascaba. De aquí a colgarlo en las redes sociales pende un respiro.
    ¡Cómo se va a reír el cabrón! No nos tragamos, lo pongo a parir delante de Cristina y de cualquiera que se diga progre. Este tipo de orangutanes macho, babosos, son el ejemplo de lo que nunca debería ser un hombre. Cristina asiente, complacida.
    ¡Estoy finiquitado!
    Más muerto que diez camellos tragando toneladas de arena del desierto.
    Bajo la cortina y corro al lavabo que el suelo ya forma charcos de petróleo blanco, pero antes paro la grabación de mi máquina de fotos y vídeos, que es morboso verse uno mismo, ya se sabe, si tú no disfrutas de ti, quién lo hará ¡nadie!
    ………………….
    Ni media hora ha transcurrido y recibo un e-mail, la confirmación. Estoy pillado:
    «Conocemos tu íntimo secreto.
    Paga y seguirá siendo tu secreto. Sigue el enlace…»
    Un amigo que no quiere perjudicarte.
    Qué cabrón, es capaz, lo sé. Muy capaz, pero no voy a soltar un euro, mamonazo.
    ………………….
    Me acerco a la panadería del barrio a comprar una barra integral cien por cien, es la que apetece a Cristina. A unos metros de la tahona observo a Juanchu que procede a comprar un pan de Pagés, es radio macuto, sabedor de la primera a la última noticia de la comunidad de vecinos. Intentaré sondearle. Alcanzo su altura cuando ha pagado su pan de cada día, alzo la mano a modo de saludo cuando se gira, pero camina raudo con la cabeza alta y estirada.
    Me ha visto sí o sí. Me ha hecho la cobra, el cretino.
    Ostras, ¡lo sabe! El vídeo del vecino pajero ya corre como la espuma.
    ………………….
    Entro al súper a comprarme la comida, repaso el pollo frito plastificado, no sé, tomo el recipiente de las albóndigas con tomate. Desde mi espalda alguien me saluda.
    —Qué, comprando comida para reponer las fuerzas.
    Doy media vuelta y me topo con un vecino que no saluda ni a Dios. Taciturno y callado como una piedra del más duro granito. ¿A qué viene esto?
    —Hola —le contesto.
    —Voy a comprar leche, me gusta hacerme natillas. A muchos no le gustan, pero a mí sí. Me gustan las natillas.
    Sonríe y se aleja mientras quedo parado como un idiota.
    Pero qué…, qué leche ni qué natillas. El mudo más mudo del mundo y se explaya conmigo: que si leche, que si natillas. Este debe ser maricón o algo parecido y me está tirando los tejos.
    …………………
    Observo la rubia del ático con su culito respingón. Suele desentenderse, pero hoy me pilla con mis ojos en su culo y su desdén es un volcán erupcionando por sus ojos.
    No engaña. Soy el sátiro que se la casca en público.
    ………………..
    Se acabó.
    La mejor defensa es un ataque. El sexo es algo natural, eso afirma Cristina. Pues hale, subo mi vídeo cascándomela a las redes sociales, lo encabezo del siguiente tenor:
    «Saca del armario tu sexualidad. Deja de esconderte. Eso me aconseja mi mujer, así que siguiendo su consejo os mando un solitario».
    …………….
    Acabar y telefonearme Cristina.
    —Hola, cariño, estoy en el avión de vuelta. ¿A qué no sabes a quién me he encontrado? El tarado del edificio de enfrente, del tercero. Se encontraba en Madrid gestionando unos pedidos de su empresa. Oye, se llama Arturo y es encantador.
    —Qué…
    Tierra trágame. Equivocado. ¡El tarado no me ha grabado!
    —Oye, cari…
    —Espera, espera, que me acaba de llegar un vídeo tuyo…
    —¡Nooo….!

  3. Rosemary

    Sacrificio

    Todo va a salir perfecto. Hay mil detalles en los que fijarse, no descuido ni uno. Va a ser el mejor día de mi vida. Flores, cintas, regalos, entrantes, música, colores, sonidos, todo lo tengo en la carpeta, bien clasificado. Cada cosa revisada, comprobada cuatro veces. Plan B para todo. Si no llegan las flores he comprado arreglos de papel que pueden colocarse en diez minutos. Para las cosas importantes plan C y plan D. Nada puede fallar. Ni fallará.
    Cada día me paseo un rato por el altar, a la misma hora de la celebración. El sol entra por las vidrieras y tiñe de color rojo el altar. La pasión del amor. El retablo se colorea de verde, la esperanza del matrimonio, la cara de Cristo como un enfermo a punto de vomitar. Me cubro la boca con la mano para que no se vea mi sonrisa. ¡Si me viera Miss Mildred! Los ojos abajo, siempre sumisa, la espalda recta, tienes que parecer una princesa. No puedes comer espárragos ni picante. Quince minutos de ejercicio, no puedes estar fofa, pero tampoco demasiado fibrada. Yo digo que sí porque quiero estar perfecto, brillar en mi vestido blanco, inmaculado, larguísimo, que todos me miren con envidia.
    Todos los días hay presentaciones. La marquesa tal, el conde cual. Sus ojos fijos en mi cuerpo, noto el deseo cubriéndome, en hombres y mujeres, se les humedece la boca, a veces la lengua se les escapa en una caricia furtiva por los labios. Yo recojo toda esa energía, que me humedece, y por la noche la desato, mi mano frenética por mi sexo, y grito ¡jódete Miss Mildred! un charco en la palma, que reparto por mi vientre, a veces ni siquiera llego a la cama, me caigo a cuatro patas en el suelo y me agito como si tuviera convulsiones.
    La escuché hablar con mi futuro suegro. Ya está preparada para el sacrificio. Pobre vieja solterona y reseca. No es ningún sacrificio. Anhelo la noche de bodas. Mi prometido es el más guapo de los hombres. Tiemblo como una hoja con solo su mirada y cuando su mano cubre la mía no puedo evitar un suspiro que todo el mundo interpreta de amor pero que es de hambre. Quiero despojarme de esta capa de hipocresía y erguirme frente a su cuerpo desnudo. Que me devore por completo. Dejar de existir en su sexo.
    Cada día Miss Mildred me lleva a la báscula y sonríe. Estás en el peso ideal, querida. Vas a ser la mejor novia que hemos tenido en años. Me palpa los brazos, los muslos, e incluso los senos mientras me mira con ojos de experta. Yo me dejo hacer, orgullosa. Me comparo con su escuálido cuerpo, reseco, incapaz de atraer las miradas de nadie ¿Alguna vez te desearon, Miss Mildred? ¿O siempre fuiste una vieja momia, incluso de joven? Tienes toda la pinta. Toca, toca mis carnes firmes. Muérete de envidia, zorra asquerosa. No lameran tu sexo para saciar el hambre que no cesa. No se estremecerán de deleite con un solo roce de tu lengua. No aullarán desesperados por un trozo de tu carne.
    El cuchillo está en un precioso estuche de vidrio, encima de la chimenea. Ha pertenecido a la familia por generaciones. Miss Mildred dice que sería capaz de cortar el aire. Lo sé. Algunas noches bajo a escondidas y lo saco de su encierro. Está tan afilado que da miedo. Lo acerco a mi pecho como si quisiera arrancarme el corazón. Me estremezco. Mi piel arde. Me quedo sin respiración, alguna vez se ha escapado una pequeña gota de sangre de mi cuerpo, una herida tan pequeña que los ojos severos de Miss Mildred no han podido descubrirlo. Cuando ya no puedo más, vuelvo a guardarlo y subo corriendo las escaleras, como perseguida por una manada de lobos enfurecidos.
    Todos están esperando el gran banquete. Lo escucho en todas las conversaciones que atrapo al vuelo ¡Que novia más deliciosa, que gran banquete nos espera! El rubor me inunda las mejillas. He llegado hasta aquí, soy la novia perfecta, en una boda perfecta para el banquete perfecto. Será recordado por años. Nada va a salir mal, nadie interrumpirá la ceremonia en el último momento, no se romperá el vestido, mi novio empuñará el cuchillo y partirá el primer trozo de tarta que me ofrecerá con una sonrisa y que comeré con recato, mientras con la mirada le estaré diciendo otra cosa. Ahora soy tuya, puedes hacer conmigo lo que quieras. Desnúdame, devórame. Estoy en tus manos.

  4. Julián

    Aislado

    —Buenos días —oigo la voz de mi mujer al acercarse. Me besa en la mejilla. Quisiera poder girar mi cabeza para besar sus labios. Intento concentrar toda mi energía en abrir los ojos, pero no lo logro y aspiro su aroma, mezcla de su piel y su colonia, a ella. Me alegro que esté aquí, sé que me explicará algo de su día cómo está haciendo habitualmente y así es, se sienta a mi lado y me detalla minuciosamente una conversación con una de sus clientas. Estoy feliz con la compañía aunque la historia me deja indiferente. Antes de acabar de relatarme toda la historia se calla y llora. Se levanta y oigo el clic de la puerta y durante la espera caigo de nuevo en un sopor que me desconecta del mundo una vez más.
    Cuando vuelvo a despertar no tengo claro si mi mujer se fue al baño o si sigue en la habitación, no sé precisar el tiempo que ha tardado desde que se levantó de la cama. En mi estado el tiempo se estira o se contrae, y en muchos momentos estoy ausente sin saber cuánto tiempo ha pasado. Me han despertado unas manos frías que me palpan el pecho, los ojos, la boca.
    —¿Sigue sin haber signos de movimiento?
    —No. Doctor, ninguna reacción.
    —Mañana sacamos el catéter intrapulmonar.
    Me concentro en moverme o hacer algún gesto. Doy saltos y doy puñetazos dentro de la carcasa que ahora es mi cuerpo, pero no consigo conectar con él, dar las órdenes correctas para hacer ningún movimiento y oigo como salen de la habitación.
    Silencio y soledad. Me quedo en vela durante un tiempo que se me hace eterno, en un aislamiento absoluto sin percibir nada ni a nadie y sin darme cuenta vuelvo a desconectarme del mundo.
    Oigo las voces de mi mujer y de mi hija. Las oigo cuchichear a los pies de la cama, pero no logro saber lo que dicen, aunque noto su nerviosismo, los hipos y las aspiraciones de sus lloreras.
    Se sienta al lado de la cama y me coge la mano, noto sus besos en la mejilla. Es mi hija. Estoy feliz, como si ese beso fuese energía pura. Quisiera poder mover mis brazos para abrazarla. Una vez más, una sola vez. Vuelvo a concentrar toda mi energía en mover el dedo índice donde tiene su mano apoyada en la mía, me agoto por el esfuerzo y solo consigo que mi alma grite desesperada.
    —Está mejor sin ese tubito.
    —Tal vez sea mejor así, no soporto verlo así, cada vez más deteriorado.
    Su mano está caliente y húmeda. Acerca su cara y noto sus lágrimas en mi mejilla. Yo también estoy llorando, quisiera consolarla, abrazarla, besarla. Pasa una mano por mi mejilla y me seca las lágrimas. Se queda inmóvil sin decir nada y por un momento pienso que he conseguido derramar alguna lágrima, grito de alegría y me muevo inquieto dentro de mi cuerpo. Se levanta y espero ansiosamente que diga algo de mi reacción, pero solamente oigo un lloro calmado a mis pies, un susurro entre ellas dos y el frufrú de la ropa y al final el click de la puerta cuando salen.

  5. Más Que Hellinger

    CONSTELACIONES FAMILIARES

    Las comidas familiares van como van. Cada uno tiene su rol, los papeles repartidos desde el momento cero por un director invisible (que no me culpen de la propaganda religiosa, ¿tiene un narrador el derecho a una buena metáfora?), nadie está seguro de que quiere estar allí pero cuestionar el orden establecido la tribu no se lo perdona. Así que siguen: las albóndigas de mamá, el silencio severo del patriarca, los celos de los hermanos disimulados de forma magistral por el sarcasmo y adulaciones, algún que otro adolescente aburrido, saliendo de su madriguera digital solo ocasionalmente cuando ese espécimen del medioadulto de repente siente la necesidad del usufructo de algún recurso del que el clan dispone. Las constelaciones más viejas que el cosmos mismo, el mandato celestial, la comedia divina. Cada sistema pide a su héroe y a su villano, a su salvador y la víctima que necesita ser salvada, todos en su sitio, los guiones escritos en la víspera del origen del mundo.

    —Hugo… —la mirada de la madre, preocupada, el océano de la inquietud que todas las madres han sentido, sienten y sentirán por sus hijos, escondido detrás de las ventanas vidriosas de los ojos, repasa a la figura de su “pobre niño” consumiendo solemnemente un trozo de empanada.
    —¿Mmmm…? —responde el “pobre niño” de unos cincuenta años sin sacar su nariz del móvil (las cotizaciones de las cripto pueden ser un asunto más conmovedor que cualquier novela policiaca).
    —He hablado con Marta… Me dijo que… que ha vuelto a Madrid…
    El “pobre niño” se distrae del poema financiero, el lenguaje arcano de la libertad elusiva, mira a la madre, una ceja levantada.
    —¿Y?
    La madre suelta un suspiro, resignación dibujando las líneas de las arrugas en la cara.
    —¿Estás bien, hijo?
    —Sí, perfectamente —contesta el objeto de la angustia maternal para volver su atención otra vez a los códigos secretos desvelados por una pantalla digital.
    —Pero… tal vez… la tía Leila me dijo que conoce a alguien que es especialista…
    —Ma, déjalo, estoy bien. Mejor pasa el teléfono del especialista de la tía Leila a Andreu, a él también su novia ha jubilado.
    —¿¡Y yo qué he hecho ahora¡? —se distrae de las espinacas en el plato una versión un poco más joven, más guapa y más hippy del “pobre niño”.
    —Nada, cumplir la función del hijo perfecto —contesta su hermano, sin apartarse de sus manipulaciones monetarias.
    —No me preocupa Andreu, ya sé que él estará bien. Me preocupas tú. —Los ojos de la madre imploran silenciosamente la ayuda de otros participantes del espectáculo familiar, en vano.
    —No entiendo por qué.
    —Porque… porque… mira tal vez tu hermano te puede ayudar. Andreu, tú haces estas cosas alternativas, reiki o no sé qué. Arréglale los chakras, haz algo para equilibrarle las energías o qué sé yo.
    —Mamá, déjalo. Ya sabes por qué agujero caen todas tus palabras. Lo he intentado muchas veces. —El hermano joven guaperas deja finalmente su lucha con las espinacas—. No se puede curar a quien no quiere curarse.
    —Exactamente. —El objeto de la preocupación colectiva aparta el teléfono, abandonando definitivamente el fascinante universo de las cotizaciones—. No entiendo por qué todo el mundo me quiere curar de algo. Estoy de puta madre.
    —Pero… —empieza otra vez la madre y calla de inmediato bajo la mirada de advertencia de su hijo.
    El hippy de las espinacas se encoge un hombro.
    —Este pozo es tan infinito como la cartera del tío Hugo. ¿Verdad, tío? —pronuncia una joven hermosura en la punta de la mesa, con una birra en la mano.
    —¡Ariadna! —exclama la anfitriona de la mesa, indignada.
    —¿Qué, yaya? Si no he dicho nada. —La jovencita levanta las manos en una señal cómica de rendición.
    —¿Qué insinúa, señorita? —Hugo dirige a la sobrina una mirada inquisitiva.
    Una sonrisa casi inocente ilumina el rostro de la chica.
    —Lo que acabo de decir: no digo nada. Pero —levanta un dedo—, mi silencio tiene su precio, como bien sabes, tío —concluye, traviesa, con un guiño.
    Hugo sacude la cabeza, una expresión de admiración tocando los labios del tiburón de las cripto.
    —Me vas a salir muy caro al final. Vamos, hablemos de tus finanzas — y metiendo el móvil en el bolsillo de los tejanos, se levanta de la mesa. Y todo el mundo mira, fascinado, al agujero justo en el centro de su pecho, un orificio perfecto a través del cual se transparenta el interior del comedor.
    —¡Salvador! —la voz desesperada, finalmente, la madre suplica al patriarca, que durante todo el acto anterior ha seguido escondido detrás del periódico. —¡Dí algo tú a Hugo! No nos escucha. Solo queremos ayudarle.
    —Deja al niño en paz —sentencia el jefe de la familia desde detrás de su refugio mediático—. Ya es mayorcito.
    Y entonces, lentamente, en un movimiento lleno de la dignidad insuperable, el periódico se aparta, se dobla, se coloca sobre la mesa, y con la agilidad que es difícil de sospechar en un cuerpo de ochenta años, el patriarca también se levanta de la mesa.
    Todo el mundo suelta un respiro.
    El padre y el hijo están frente uno al otro, los agujeros en sus pechos perfectamente alineados, dos hoyos por los cuales corre el viento del universo.
    Tal palo, tal astilla.

    Ya os digo, el guión más viejo que el cosmos. Todos los papeles repartidos.

  6. Óscar

    CUÉNTAME UN CUENTO

    —… y así es como termina.
    El grupo de unas cincuenta personas congregado alrededor del Cuentacuentos comenzó a aplaudir. Algunos se levantaron, otros hicieron reverencias, y sonaron silbidos de aprobación, “bravos” y hurras”. La plaza de piedra se hizo eco de las reverberaciones, las risas y las conversaciones.
    El Cuentacuentos estaba muy satisfecho. Aunque no sorprendido. Sabía que ese relato siempre funcionaba. Al fin y al cabo, ¿quién podía resistirse a una narración trufada de palmarios peligros, oscuros amoríos y promesas de tesoros futuros? Nadie, como lo atestiguaban los rostros embelesados y sonrientes del gentío, que generosamente se estaba desprendiendo de unas cuantas monedas que depositaba en el interior de un ajado sombrero de fieltro que el Cuentacuentos había colocado cerca de sus pies.
    Barrió la plaza con su mirada, mientras todavía perduraban los aplausos y las muestras de apoyo. Algunos espectadores permanecía sentados en la balaustrada que recorría dos de los edificios que se asomaban al zócalo, intercambiando impresiones y cuchicheando entre sí. En algunas de las ventanas del edificio de la antigua mancomunidad podía ver siluetas recortadas sobre el fondo de la luz de las lámparas de aceite. Un rocío compuesto por pequeñas monedas de cobre atravesaba el aire, cayendo en el suelo o en el interior de la fuente que tenía a su espalda.
    El Cuentacuentos las recogió todas, una por una, calculando que en total habría recaudado unos cinco reales. No estaba nada mal. Guardó las monedas en un saquito de terciopelo azul y se dirigió a la escalinata que daba acceso al palacete que constituía la vivienda del corregidor Monsálvez, que como cada año le había invitado a referir sus fábulas durante las Fiestas de Primavera de la localidad.
    Monsálvez y su esposa Hermelinda le esperaban en la antesala del despacho del primero, vestido él con un jubón negro de corte estrecho, y ella con una túnica y una mantilla.
    —Maese Tendillo —dijo el corregidor, inclinando levemente la cabeza —, como siempre ha estado usted fantástico. Es un verdadero placer escuchar sus relatos.
    —Es muy cierto —comentó Hermelinda con una fastuosa sonrisa prendada en sus labios—, escucharos es como acudir a un balneario, un auténtico remanso de paz en el trasiego cotidiano de nuestros días.
    El Cuentacuentos inclinó a su vez la cabeza ante Monsálvez y besó la mano de su esposa.
    —Me honran con sus alabanzas —dijo—. Solo espero haberles hecho olvidar sus grandes preocupaciones durante unos minutos.
    —Oh, y lo ha conseguido —aseguró el corregidor—. En concreto, esta fábula acerca de la luz del amor y la oscuridad del mundo material, además de bellísima, es sumamente instructiva. Estoy convencido de que los ciudadanos que han asistido a su representación así lo han considerado.
    —Gracias, vuestra señoría. Sois muy amable con un simple narrador de cuentos como yo.
    Hermelinda se había separado de los dos hombres mientras hablaban, y ahora se acercó de nuevo con un saquito de seda negra en cuyo interior tintineaban más monedas. Lo tendió al Cuentacuentos, que lo recibió con una nueva reverencia. Tras departir durante unos instantes con el corregidor y su consorte, decidió retirarse a descansar.
    Después, Monsálvez cruzó las manos tras la espalda y miró a Hermelinda, que tenía la vista posada sobre las baldosas de mármol verdoso del vestíbulo.
    —Bueno, otro año más —dijo él—. Anda, vamos a cenar, que ya va siendo hora.
    —¿Y el dinero, qué? —inquirió ella—. ¿Cuánto nos hemos gastado este año con Tendillo? ¿Diez reales?
    —Más o menos. Pero ya sabes que a mí no me importa.
    —Lo sé, Ambrosio. Y lo entiendo. Pero algún día tendremos que acabar con este despropósito, ¿no te parece?
    Monsálvez miró a su mujer con frialdad. Hermelinda suspiró y bajó la cabeza.
    —Esto durará mientras Tendillo se pueda sostener de pie. Ya lo sabes.
    Ella asintió en silencio mientras ambos se encaminaban hacia el comedor. Luego tomaron asiento en la gran mesa de roble, y Hermelinda volvió a hablar para apaciguar a su marido:
    —No te molestes, esposo; ya sé que tienes en mucho aprecio a Tendillo.
    —Así es —repuso él—; lo conozco desde hace cuarenta años. Fue mi tutor y mi principal maestro durante toda mi infancia y mi juventud.
    —Lo sé. Me has contado muchas veces cómo tu padre lo recogió después de verlo en multitud de ferias y fiestas locales para ser tu maestro.
    —Nadie contaba anécdotas y aventuras como él. A nadie en toda mi vida vi emocionar de esa manera al gentío solo hablando y narrando fábulas. Conocía mil historias y me las narró todas. Él me enseñó a hablar en público, a escribir, a declamar, a hacer discursos… Tengo una deuda con él, y a fe mía que la saldaré mientras él viva.
    Hermelinda removió la sopa de col con la cuchara de plata que sujetaba entre sus dedos, observando el plato humeante.
    —Qué lástima que haya perdido la cabeza —dijo compungida—. Ojalá lo hubiera visto en aquellos días, y no ahora, que solo repite continuamente el mismo cuento y cree que todavía tiene treinta años.
    —Sí, ojalá.

  7. Carlos Gallego

    Sobrepeso

    Eduardo subió al autobús resoplando. Había tenido que correr para que no se le escapara en la parada, no quería esperar diez minutos como un pasmarote, ya llegaba tarde. Era un trayecto corto, pero con el sobrepeso se le hacía muy cansado ir andando y, además, se había despistado con la hora. Había reunión de la escalera, exactamente hoy se cumplía un año desde que se había trasladado al nuevo piso. Reunión de vecinos, hace tiempo se habría roto una pierna a martillazos con tal de tener una excusa para no ir, pero ahora era diferente, Eduardo sonreía al pensar el chollo que había conseguido para vivir. Y todo había sido gracias al meapilas de su cuñado.
    Sabino llevaba casado con su hermana algo más de tres años. Durante los dos primeros lo había ignorado, por no decir que había sido francamente hostil. No entendía por qué demonios se había casado Úrsula con un tipo que se pasaba la vida rezando. Sabino siempre estaba asistiendo a vigilias, retiros y ayunos. Pertenecía a una congregación que se reunían en una vieja iglesia a la que ya ni los viejos se acercaban. Hasta le sorprendía de dónde sacaba el tiempo para trabajar porque, eso sí, dinero, Sabino tenía un montón. Allí debía estar la respuesta al misterio del matrimonio de Úrsula, el éxito social. Su hermana estaba obsesionada con tenerlo, habría dado cualquier cosa por él.
    Fue por eso que Eduardo accedió a encontrarse con el pastor de la Congregación. Por la insistencia de Úrsula en que hablase con él. Eduardo había pensado que sería un cura católico, había dado por hecho que la iglesia donde celebraban sus ceremonias lo era, pero resultó ser un tipo con aspecto atlético al que no era capaz de poner una edad, vestido con un elegante traje, nada que ver con el párroco con olor a sobaco que esperaba encontrar. Se reunieron en lo que debía ser la sacristía, el pastor, Sabino y él. Eduardo se presentó dándose aires condescendientes, como si estuviera ante unos cavernícolas adoradores de los espíritus. Se le desmontó la pose de inmediato, el pastor era un hombre extremadamente cortés, culto y bonvivant. De un armarito de madera preciosamente trabajado sacó una botella del mejor whisky que Eduardo había probado jamás. Hasta Sabino le empezó a caer simpático. De la reunión salió con una carta de recomendación para un nuevo trabajo y una cita para visitar un piso en el edificio donde vivían Úrsula y Sabino.
    La congregación poseía un edificio entero en uno de los paseos más céntricos de la ciudad. Aquello era un club de millonarios santurrones que parecían no saber en qué gastar su dinero y Eduardo pensaba entrar como un zorro en un gallinero. Le ofrecieron un alquiler con derecho a compra en unos términos ridículamente ventajosos, era como robarle un caramelo a un niño. En una semana había enviado a tomar por culo a su anterior jefe y se había mudado del cuchitril donde vivía.
    El trabajo resultó de lo más agradable, y bien pagado. Eduardo tenía que catar productos alimentarios que comercializaba uno de los miembros de la congregación. Pero no eran dónuts grasientos. Cada día se metía entre pecho y espalda asados, lasañas, pollos y patos, cocidos o paellas. Todo buenísimo. Y postres, muchos postres. Helados, pasteles y repostería. Y cuando volvía a casa su hermana lo mimaba como a un niño enfermo. Se presentaba en su piso con algún tupper lleno de deliciosa comida. Eduardo pensaba que no le cabía un bocado más, pero Úrsula cocinaba de muerte. En el año que llevaba viviendo y comiendo de la Congregación, Eduardo se había puesto como un tocino, debía ya rondar los ciento treinta kilos. Por eso le costaba tanto ahora llegar a tiempo a la reunión de la escalera, y le habría sabido muy mal faltar, porque en el orden del día había un punto, el final, que llevaba su nombre. Seguro que le debían estar esperando con alguna sorpresa.

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