Ecofeminismos
por Montse González de Diego.
Son las diez de la noche y los camareros corren de un lado a otro para servir a los clientes sentados en las terrazas. Unos niños entran en la plaza entonando un griterío infatigable que consiste en repetir el nombre de su compañero de juegos. Infatigable es poco. Inquebrantable. El chico de la bandeja da media vuelta y mira a los pequeños con ojos exhaustos. Nadie protesta por el ruido. Es agosto y la mayoría está de vacaciones. Otros recordamos escenas parecidas de la niñez o, en un contexto más crudo y desgarrador, las imágenes que llegan a diario desde Gaza. Cuerpos infantiles, arrancados del jolgorio de las calles, que viven asediados por las bombas y el hambre con la complicidad de gran parte del mundo. Tierras, mujeres, hombres, ancianos, animales arrasados por un sistema patriarcal que se alimenta de la explotación del otro y que decide quién merece vivir y quién no, qué cuidados deben concederse o qué territorios pueden devastarse impunemente.
En su libro Ecofeminismos. La sostenibilidad de la vida (ed. Icaria), Yayo Herrero acusa a los neofascismos y a la Unión Europea de criminalizar y abandonar a las personas que consideran sobrantes. Los acusa de sostener un discurso, aparentemente basado en derechos, que legitima el exterminio. De responder a una lógica patriarcal y capitalista que valora la vida en el planeta según el beneficio económico que pueda generar.
La autora sostiene que las políticas migratorias, desarrolladas especialmente en los últimos años, estigmatizan a las personas y rentabilizan su drama sin el menor escrúpulo. Por ello, propone una mirada ecofeminista que sitúe la vida en el centro. Que favorezca las relaciones de interdependencia entre humanos y naturaleza y que reconozca la importancia de los cuidados. Pero ¿qué es exactamente el ecofeminismo y por qué necesitamos una perspectiva ecofeminista para repensar el mundo?
Para conocer los postulados del ecofeminismo, recurrí a las fuentes. En Ecofeminismo o muerte (ed. Verso), de Françoise D’Eaubonne, prologado por la misma Yayo Herrero, aparece el término por primera vez. La autora elabora su tesis a partir del marco teórico de Serge Moscovici, de su texto fundacional sobre el ecologismo social en Francia, y de la perspectiva feminista de Simone de Beauvoir. De hecho, desde que leí El segundo sexo, no había leído un texto feminista tan revelador como el de D’Eaubonne.
A lo largo del texto, la autora francesa identifica los dos problemas principales que aquejan a la humanidad. Por un lado, la superpoblación del planeta. Por otro, la destrucción de los recursos naturales y del medio ambiente. Desafíos que solo un feminismo transformador puede afrontar y frenar. Un feminismo que comprenda la explotación de la mujer y de la naturaleza como un todo. Un feminismo, en definitiva, que sea ecofeminista y que defienda la relación entre los seres humanos con el resto del planeta.
Para abordar la primera cuestión, la explosión demográfica, la autora dirige la mirada al pasado y señala al sistema patriarcal como responsable inequívoco. En El segundo sexo, Simone de Beauvoir, amiga y colega de D’Eaubonne, argumenta que la mujer está atada a la especie incluso más que otras hembras del reino animal. Es comprensible, pues, que a lo largo de la historia las mujeres hayan buscado la manera de impedir el embarazo o de interrumpirlo con métodos peligrosos, supersticiosos o medicinales, aunque carecieran de resultados.
Sin embargo, mientras los avances científicos permitían liberar a media humanidad de embarazos no deseados o de proles desmedidas, el sistema patriarcal perpetuaba la esclavitud que subyugaba a esta mitad. De poco sirvió, a mediados del siglo XIX, el descubrimiento estadounidense de un anticonceptivo procedente de la India para impedir la ovulación, ya que el remedio permaneció en suspenso hasta un siglo más tarde. Hasta que el sociólogo Norman Himes retomó el asunto evidenciando de ese modo que la concepción recaía en el poder masculino.
Desde el siglo XVIII y hasta el desarrollo de la píldora, los métodos de control de la natalidad se reducían al coitus interruptus y al preservativo; es decir, la mujer estaba obligada a confiar en su pareja para impedir el embarazo. La autora aporta ejemplos escalofriantes que ilustran cómo los hombres usaban el embarazo como forma de dominio. El embarazo como método de castigo, como amenaza falocratista y para que la mujer aprendiera a ser mujer. El embarazo para limitar la libertad de quien era considerada una mera propiedad. El embarazo para encadenar a la mujer a su propia especie. Para hacerle sentir concretamente su pesadez de animal inferior.
Por si fuera poco, los primeros anticonceptivos bioquímicos, aunque poco fiables, no se pusieron a la venta en los países católicos y latinos, sino que permanecieron vetados, una vez más, por el poder masculino encarnado en los ministros eclesiásticos que vinculaban la natalidad al aumento de fieles. D’Eaubonne menciona una experiencia personal. Un escándalo desatado en una farmacia de provincias, en la que se vendían preservativos para hombres desde su misma fundación, porque le negaron la compra de anticonceptivos. La fertilización era un asunto de hombres; él era libre de imponerla o rechazarla.
Ante la indiferencia que mostró el poder hegemónico por la natalidad y con una falta de previsión incuestionable, los políticos apenas fueron capaces de enfrentar la explosión demográfica de sus propios países, en los que nacían niños sin parar y sin contar con la opinión ni la salud de las mujeres. El sistema patriarcal se presenta, pues, como responsable directo del desastre demográfico que ha llevado al planeta a soportar su abultada preñez, la superpoblación y la destrucción de los ecosistemas.
La autora recrimina a la Iglesia católica —que, además, excluye a la mujer del sacerdocio— que presente objeciones para aprobar el aborto, debate que todavía y de forma inexplicable se prolonga hasta nuestros días. Y recrimina que sean ellos, hombres sin vida sexual, en teoría, ni hijos, quienes controlen la sexualidad. También que los médicos, legisladores y jueces, tradicionalmente hombres, sean quienes dictaminen las leyes sobre el aborto.
En cualquier caso, lejos de perpetuar la lucha por la igualdad de sexos, D’Eaubonne aboga por una militancia que incluya la defensa de todo el planeta, de los países bombardeados, algunos hasta el exterminio, como Gaza. En su opinión, el feminismo de las generaciones que la precedieron estaba muerto por circunscribirse al sufragio universal, al aborto o a la anticoncepción, ya que la satisfacción de dichas demandas implicaba el fin de las reivindicaciones feministas. Por ello, sugiere ampliar las miras del movimiento y enfocar los esfuerzos en destruir el falocratismo, al que alude constantemente en el libro, para acabar con el patriarcado.
Pero, ¿qué es este falocratismo? La misma palabra se define por sí sola. Aun así, la autora responde a la pregunta en un diálogo abierto con los marxistas de la época que situaban al capitalismo en la base del problema. Según su interpretación, la estructura mental relacionada con la posesión del falo debía entenderse como un hecho político y social, asociado a la aparición de la agricultura, que despertaba el deseo masculino de controlar lo que hasta entonces había sido dominio de la mujer.
La escritora y feminista no se queda ahí y desarrolla cómo se vincula el patriarcado con la destrucción del medio ambiente. Mantiene que la opresión sexual se fundamenta en la economía y que esta opresión se ejerce de dos formas distintas. La primera, cuando las trabajadoras viven sobreexplotadas, empleadas en el ejercicio de tareas menores y mal remuneradas. La segunda, con el trabajo que realizan las amas de casa, un trabajo invisible y sin retribuir que lleva de la dominación sexual a la social y que los marxistas vinculaban acertadamente a la lucha de clases, aunque entonces no reparasen en la carga que suponía para la mujer las labores domésticas, prolongando así su sometimiento incluso en los países socialistas.
La obra recuerda que el trabajo invisible y obligatorio del ama de casa es necesario para el trabajo proletario, liberal, comercial, etc., en suma, para cualquier trabajo que produzca o distribuya bienes de consumo; en resumen: esencial para el sistema, capitalista o no. No extraña, pues, que la autora abandonara el Partido Comunista francés por su falta de implicación en las causas feministas y ecologistas.
La socióloga y activista Christine Dupont relacionó el trabajo doméstico —que incluye la reproducción— con la obligación de invertir lo sexual en el matrimonio. Imposición que abría paso a la represión erótica, económica y social. Y que, además, obligaba a la mujer a trabajar fuera del hogar y en empleos precarios. En consecuencia, D’Eaubonne sostiene que es urgente suprimir el sistema patriarcal y falocrático, la exigencia social, y a menudo económica, del matrimonio, tanto para el hombre como para la mujer. Rechaza la heterosexualidad, como norma establecida y estructura básica de la sociedad, el sexismo, el trabajo gratuito del ama de casa, que sostiene una forma de explotación demográfica y una productividad intensiva y orientada a satisfacer necesidades falsas que nos desvían de los deseos reales. Y debe suprimirse, por supuesto, la destrucción de los ecosistemas y la contaminación del planeta, cada vez más deteriorado.
En el prólogo del libro, Yayo Herrero señala que la obra presenta agujeros que se han debatido en los círculos ecofeministas y feministas, décadas más tarde de su publicación. Reflexiona sobre la relación que han perpetuado los feminismos coloniales e introduce el colonialismo y el racismo para establecer un diálogo con la autora francesa. Convoca un encuentro con los movimientos de las personas trans, con los feminismos gitanos, negros o de las clases populares. Y sugiere ampliar la mirada e incluir un enfoque más holístico del mundo.
Después de leer a las autoras ecofeministas, tengo la impresión de que el feminismo ha dejado de enfrentarse directamente al patriarcado para dar un paso más allá y defender la vida en todas sus formas. Porque el planeta, con su multiplicidad de seres vivos, reclama cuidados urgentes, cuidados que el sistema patriarcal, con su lógica colonialista y capitalista, es incapaz de asumir. Cuidados que garanticen que niñas y niños, como los de Gaza, puedan crecer, jugar en las plazas públicas y vivir en paz.