La dama blanca
Por Juan Pablo Fuentes.
Había pasado mala noche. El médico ya avisó que podría pasar, a veces la fiebre repuntaba antes de empezar a mejorar. Que, sobre todo, no se excediera en la medicación. El corazón se le encogía al verlo tan pequeño, gimiendo entre sueños, con la frente ardiendo. No poder hacer nada, apenas mojarle los labios con una gasa húmeda, poner un paño con hielos y pasarlo por la cara. Velar su sueño intranquilo luchando por mantenerse despierta.
Al alba la temperatura le había bajado, y su sueño fue más tranquilo. Ella aprovechó para cerrar los ojos y dormitar un poco. Le despertó su voz, llamando sin fuerzas ‘Mama, mama. Tengo hambre’. Le calentó un poco de sopa y se la dio poco a poco con una cucharilla. Él bebía e intentaba sonreír y a ella le invadía un sofoco de pena. Pero al terminar de comer parecía haber recuperado algo de color y los ojos le brillaban.
– He tenido un sueño muy extraño ¿te lo cuento?
– No cariño, tienes que descansar, es lo que dijo el médico
– Estaba en una playa, era de noche. La arena parecía oscura, casi negra y el mar se confundía con el cielo. Olía a sal.
– Shh mi vida, no hables más, descansa, ya me lo contarás más adelante
– No quiero olvidarme, por favor mamá, es importante. Al principio estaba asustado porque no sabía dónde estaba y casi no se veía nada, pero de pronto vi una mancha que parecía una luz. Al acercarme vi que era una mujer, toda vestida de blanco. Estaba mirando al mar y cuando estaba casi a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Giró la cabeza y me miró a los ojos, los suyos eran negros, pero me sonrió como si me conociera de toda la vida, era muy guapa, y me preguntó que qué hacía allí, que no era mi sitio y yo le dije que me había perdido. Y ella me peinó el pelo con sus manos, estaban muy frías, y me acarició la cara, y me gustó mucho la sensación porque estaba muy caliente y apoyé la mejilla en la palma de su mano y cerré los ojos. Entonces ella me dijo que si quería acompañarla a su casa, y me dio un escalofrío, como si no debiera hacerlo, tú siempre me has dicho que no nos vayamos con desconocidos, pero ella seguía sonriendo y me parecía conocerla, así que le di la mano que había dejado de estar fría y nos acercamos a una pared de roca donde chocaban las olas del mar, y entramos por un agujero muy grande a una cueva en la que no se veía nada, pero al entrar ella iluminaba el espacio y era un espacio vacío, sin nada, sólo un chorro de agua que goteaba de una de las paredes y que formaba un arroyuelo en el suelo. Y yo tenía miedo de que me preguntara qué me parecía su casa porque no quería mentirle y le pregunté si podía beber un poco porque tenía mucha sed y ella me dijo que no, que no podía y yo le pregunté por qué y ella me dijo que porque tenía que recordar y entonces volvió a cogerme la cara y sus manos eran otra vez frías, más aún que antes, y se puso de rodillas y me susurró una cosa en la oreja y me dijo en voz alta ‘No te olvides’ y entonces pasó una cosa muy extraña, porque me sentí muy cansado y se me cerraban los ojos y no sabía que uno se podía quedar dormido en un sueño. ¿Tú te has dormido alguna vez en un sueño?
– No hijo, nunca.
Sabe que la fiebre nos confunde la cabeza, pero ha sentido escalofríos escuchando a su hijo, le parece una tontería, pero no puede evitar preguntar.
– ¿Recuerdas lo que te dijo?
– Sí mamá, no me he olvidado.
– ¿Y qué era?
– Que tenías que llamar a la abuela.
Siente que la rabia le quema la garganta y si no fuera porque está tan enfermo le llevaría del brazo a la habitación de castigo, como cada vez que le miente para salirse con la suya, cada vez que intenta manipularla como hace esa abuela a la que reclama. Una madre que siempre le ha amargado la vida, torciendo el gesto cada vez que hacía algo que no le parecía bien, metiéndose donde nadie la había llamado, poniendo las apariencias por delante de la felicidad de su hija. Maldita bruja.
No podía soportar que se hubiera separado de su marido, por el qué dirán de las amistades, el fracaso del matrimonio de su primogénita, una mujer tiene que aguantar lo que le echen ¿o qué te has creído? le decía con esa voz que había azotado su infancia, que todavía se le clavaba en el pecho y la dejaba sin respiración. Pero había aguantado sus llamadas, sus reproches, un chantaje emocional que le hacía daño pero que ya no le hacía ningún efecto. Pero entonces fue su hijo el que empezó a decir que un niño necesitaba a su padre, que lo echaba de menos y que merecía una segunda oportunidad. Le pareció tan rara esa expresión que no tardó en averiguar quién le había metido esas ideas en la cabeza. Tuvieron una discusión que duró dos horas en la que se dijo de todo y desde entonces no habían vuelto a hablar ni ella respondía a ninguna de sus llamadas. No había vuelto a ver a su nieto. A pesar de haber tenido que pedir fiesta en el trabajo por la enfermedad y de arrastrar cuatro días de sueño fragmentario que a veces le hacía tambalearse.
Se levantó sin decir nada y recogió la cocina, fregó los platos y cuando estaba más calmada se asomó a la habitación y allí estaba durmiendo como un bendito y pensó que podía aprovechar para tumbarse un rato en su cama y tratar de relajarse y descansar. En la duermevela un miedo indefinido le impedía cerrar los ojos. Como si el sueño fuera una premonición ominosa que no debería dejar de lado. El doctor había dicho que no era nada grave, pero ¿Quíen sabe? El sueño del niño le parecía tan real. Decidió dejar su enfado a un lado; llamaría a su madre apenas levantarse de la cama. Por si acaso. Su cuerpo se relajó como quien se quita una mochila pesada después de un largo camino. Cerró los ojos, completamente relajada. Se hubiera quedado dormida, de no ser por el dolor que sintió en el estómago, como si tuviera una digestión pesada, y unas extrañas ganas de vomitar. Se levantó para ir al baño, pero entonces la paralizó un dolor en la mandíbula, y en el brazo, y en el pecho, que la tiraron al suelo. Murió en medio del pasillo, boca arriba, con los ojos abiertos mirando al techo.
El niño, delirando y deshidratado, murió tres días después.