Lolita y Orlando
Por Santiago Casero González.
Quizá lo que sucede es que hago uso del sarcasmo para impugnar la realidad, para olvidar algunas cosas, como el hecho de tener que dormir solo en una cama para dos. Por esta razón, cuando llaman a casa desde una de esas compañías fantasmales de seguros o de telecomunicaciones o de inversiones bancarias ofreciendo sus baratijas sofisticadas, finjo que soy otro y dejo que la perplejidad enmudezca a mi comunicante al final de la línea. Así, a veces respondo que lo siento, que el dueño del apartamento ahora mismo no está, pero que yo soy su perro y puede dejarme a mí el mensaje. O que el señorito está fuera, cazando en Botsuana, al aparato su palafrenero.
Hasta que recibí aquella llamada (“Mi nombre es Lolita, etcétera, y llamo para”).
Su voz me pareció enseguida interesante, no sé, profunda, algo ronca, como si acabara de despertar y me llamara desde su cama con la garganta perezosa del amanecer. Ese día decidí ser mi propia hermana, la que nunca he tenido.
– Yo me llamo Virginia, un placer. Orlando ha salido, señorita, pero yo puedo atenderla. Mi hermano siempre ha delegado sus negocios en mí…
Incluso imposté un tono demasiado masculino, para que el contraste desconcertara a la pobre mujer al otro lado del teléfono y yo pudiera practicar una vez más esa forma de mi resentimiento que la obligase finalmente a colgar el aparato. No funcionó: la tal Lolita, si bien después de unos segundos de vacilación, renovó su oferta, fuese cual fuese, y luego añadió:
– Si te parece bien, podríamos vernos personalmente y aclararlo todo.
De pronto me tuteaba, de pronto me intrigaba un poco más, me atraía como el canto telefónico de una sirena. Dije que sí, igual que en un sueño.
– El café de la Ópera, si estás de acuerdo. A las ocho, cuando termine mi turno.
– Por qué no – respondí, qué otra cosa podía decir.
– Lleva un libro para que pueda reconocerte. Yo llevaré “Orlando”.
– Yo, “Lolita”, claro.
Qué rápido iba todo, pensé.
Pero allí estaba yo. A las ocho menos cinco.
Hasta la elección del lugar me pareció oportuna. En ese sitio me sentaba a escribir poemas infames de amor en mi juventud, al salir de la facultad. Ahora me sentía casi igual que entonces. Una primera cita, una emoción olvidada. De hecho, tuve la tentación de ensayar algunos versos en una servilleta de papel. Hasta que llegó Lolita, con “Orlando” bajo el brazo. Se sentó en un velador cercano, sin mirarme, aunque yo había dejado mi libro a la vista. Imposible no verlo. Imposible no ver además que Lolita era un hombre. Si digo que me sorprendió, mentiría. Desde el principio lo había barruntado como una posibilidad irónica (¿acaso no era yo mi hermana?), y, aun así, yo había acudido a aquella cita y la curiosidad y la excitación no eran por eso menores.
Lo que ocurrió entonces fue el cruel transcurrir de unos minutos atroces, sin más noticias que la indiferencia de Lolita. De repente, se levantó, tomó su libro y salió del café. Yo hice lo propio. Fui detrás como una sombra, intentando no perder su rastro entre la gente. Ahora parecíamos perseguir un destino acuciante. Tal vez ese pequeño hotel detrás del edificio de la Ópera.
Nadie me impidió la entrada, nadie evitó que viera finalmente la puerta entreabierta de su habitación. Una invitación irresistible a la que atendí sin pensarlo demasiado. El cuarto estaba a oscuras. Miedo, no tuve. Acaso resignación, la certeza de una fatalidad. Palpando a ciegas me dejé caer en el lugar previsible de la cama. Allí pude tocar una piel ambigua, sin más datos que la promesa de un gozo seguro. Allí nos abrazamos sin vernos.
Dormimos así, saciados, sin identidad.
Hasta que sonó el teléfono.