CAFRE
Por Francisco Hermoso de Mendoza
El último fin de semana de marzo siempre íbamos a una sidrería. Cari, mi mujer, y yo. Ahora Cari no está. Bueno sí, sí está: está muerta y yo he decidido no cambiar mis rutinas para que mi vida en solitario siga yendo por la vía estrecha de la cotidianidad que me impongo a diario. He decidido hacer solo aquello que antes hacíamos juntos y el resultado está siendo nefasto, pero como soy muy cabezón, si la práctica desdice a la teoría, me quedo con la teoría y sigo intentándolo.
Comer sin compañía es un coñazo, aunque tampoco entiendo a esos tipos que no tienen ningún problema en comer en los restaurantes embebidos en las pantallas de sus móviles. Sí, echo mucho de menos la conversación con Cari porque pienso que es el maridaje perfecto a toda comida. Afortunadamente, hoy el salón comedor estaba a rebosar de gente, y si antes Cari me marcaba en corto, ahora hago más kilómetros que Roberto Carlos (el futbolista) por la banda. Al poco de haberme ventilado un par de choricillos, tan tímidos y escuchimizados los pobres que apenas se dejaban ver por el brocal de la cazuelilla de barro, ya me encontraba junto a la barrica estirando el brazo al encuentro del chorretón de sidra, rompiendo y espumando el dorado líquido en el borde del fino cristal.
Sentía ajeno, incluso extraño y desagradable todo aquel ánimo de algarabía y despiporre pegajoso exhalado desde los vociferantes grupos a mi alrededor. Después de comer la tortilla de bacalao, menos jugosa que un plato de frisbee, constaté que se me hacía cuesta arriba volver a la mesa y cada vez pasaba más tiempo en las faldas de la kupela, cual Rómulo buscando los maternales pechos nutricios. No era el único que había encontrado acomodo en el amparo etílico. Otros camaradas bilbotarras, con bufandas rojiblancas, hacían lo propio, y con los choricillos en los bollos de pan elaboraban improvisados choripanes que despachaban entre trago y trago de sidra al grito de ¡¡¡campeones!!!, y yo me alegraba y entristecía al mismo tiempo pues siempre he sido un perdedor (la única plaza tomada fue Cari); un campeoff, que dirían los ingleses.
Cuando llegó el chuletón a la mesa tomé asiento. La piedra estaba al rojo vivo. Lo comprobé aullando al arrimar el antebrazo derecho con la inscripción «Cari» (en cirílico). Quedé marcado como una res brava. Sé que Cari me hubiese puesto de vuelta y media por mi acción, pero sé que también le gustaban mucho mis salidas, que no hubiera por dónde cogerme y no porque estuviese entrado en carnes (retengan la imagen del palito de un chupa chups) sino por ese punto (ciego) de improvisación e inamovible disposición para ir poniendo cargas explosivas en todo aquello que permaneciese en pie bajo el Paraguas de la Monotonía, lo cual no impedía que rutinariamente el último fin de semana de marzo…
Sé lo que están pensando: si acabase aquí mi historia sería circular.
Pero no es el caso. Avanzo a medias, digresiono errático errateando, porque cuando el pasado lunes mi sobrina me habló del Principio de Arquímedes inclinada sobre la bañera a rebosar e introduciendo en ella su peluche enfundado en neopreno, haciéndome ver que el volumen que entraba al introducir el peluche era el mismo que el que salía, el agua cubriendo el suelo, yo no veía un peluche sino a Cari, y no entendía cómo su ausencia me podía pesar tanto. Cómo Cari (la ausencia de Cari) era capaz de desalojar tantísima agua no estando ella presente y sin que mediara su cuerpo (redundancia necesaria destinada a los lectores materialistas). Pensé en comentárselo a mi sobrina, alumna brillante en física y una negada en metafísica, luego lo dejé correr y entre los dos fregamos el suelo, vaciamos la bañera y agradecí al despedirnos sus explicaciones sobre el segundo principio de la termodinámica: algo relativo a la entropía del universo que siempre aumentaba…
Dispuse la grasa en la piedra, bruñida de repente. Al echar los lingotes de carne los vi deslizarse con la destreza de una patinadora olímpica. Tenía que frenarlos con el tenedor para no verlos despegar. Apenas la asomaba, vuelta y vuelta en la piedra y entraba tierna y casi cruda en mí; la carne se deshacía en la boca y pensaba en Cari, en cómo comía la carne carbonizada, no al punto más sino al punto y cinco más, y ya puestos, ¡¡¡óooordago a todo!!!
De nuevo en la kupela le di dos viajes más a la sidra, hasta que sobre la mesa vi ver aparecer la santísima trinidad sidrística: membrillo, queso y nueces. El membrillo me entraba como a los bebés la teta, y el queso, aunque se me pegaba en el cielo del paladar, me hizo recordar los veranos en el caserío con mis primos guipuzcoanos, en donde elaboraban un idiazabal que nunca probé más rico. Con las nueces no pude, no atinaba. Estaba dispuesto a pagar un suplemento por tenerlas cascadas en el plato. Antes del café me invitaron a un chupito de color verde dentífrico. En estos casos no se pregunta, se bebe y luego se pregunta. Era kiwi.
Luego me tomé el café solo, sólo: el eco de la soledad tirando de mí para encarrilarme por el arcén en dirección al pueblo, apenas a un kilómetro. Vi un barrio de bodegas, todas ellas del tamaño de un chamizo. Estaban vacías, sucias y con evidentes síntomas de abandono. Entré en una de ellas al azar. Los manchurrones en la pared renegrida eran la faz de Cari. La reconocí en la nariz afilada y las cejas velludas. Sus labios, no obstante, eran más gruesos. Acerqué los míos y los aparté al punto para buscar el aire y superar las arcadas.
El pueblo comenzaba poco después de abandonar el barrio de las bodegas. ¿Ya no se respeta la siesta en este país? Alguien debía formularlo por escrito, aunque sea en este diario que escribo a instancia de mi terapeuta y que tanto bien me está haciendo. No sé si el tardeo es una moda o si ha llegado para quedarse. Si lo hemos importado o si ha sido una costumbre que estaba ahí latente esperando a eclosionar.
Las terrazas estaban medio desiertas, mientras los devotos del tardeo se congregaban en una ventana por la que salía expelida la música flatulenta. Era un grupo mixto de hombres y mujeres, todos muy animados, bailongos y atractivos (quiero pensar ahora que serían los daños colateralestéticos del alcohol), cantando e imponiéndose por encima de la música y del alfeizar y pidiendo canciones a todo trapo.
Ordené a un camarero hipster dos Baynes: el pacharán favorito de mi Cari, y me los eché al coleto. Me dio tal subidón que alanceado me sentí para saltar al albero. No sé cómo llegué hasta la música, a la ventana, al grupo de gente que me escrutaba con más curiosidad que recelo. Después de la ronda a la que convidé ya fui uno más de la cuadrilla. Porque eso del homo homini lupus es una soberana estupidez y sonaba Hablando en plata y me transformaba en Melendi engolando la voz. Cambiaban de género (las canciones) y me hacía con Al compás de la Muñeira, también yo naufragando en aquel secarral sin playa. Con La gata bajo la lluvia, el eco trayéndome en su retorno un gato triste y azul (aquí sí, Roberto Carlos: el cantante). Con No puedo vivir sin ti, nasalizando mi emoción y llorando tan sinceramente que dos mujeres me consolaban mientras mis ojos incontrolados buscaban el abismo del escote, el perfume dulzón de la carne tibia con el mismo ahínco que un cerdo trufero. Sonaba Tribu comanche y no dejaba de sorprenderme la manera que tenía de hacer el indio y perder el norte. Con el Infinity de Guru Josh ofrecía más brazos que un pulpo.
Al mirar el reloj de pulsera vi que en diez minutos partía el Metropolitano que me regresaría a la ciudad. Salí pitando. A mi espalda dejé un reguero de rostros tristes y abatidos durante los veinte segundos que mediaron hasta que volvieron a abrevar en copazos del tamaño de una pila bautismal. Allá se quedaron con Raffaella, cantándome a mí, sí a mí: a Pedro. Pedro, Pedro, Pedro, Pedro Tornerò da te…
¡Ójala!, maldije.
Y al llegar a casa: las arcadas, el mareo, el para qué cojones bebo si me sienta fatal, el vómito, los ojos fuera de sí, las venas ramificándose en los párpados…
Qué cafre eres, me decía mi Cari, y aunque sabía que ella tenía razón, yo le arrugaba el morro y mostraba los colmillos en un acto reflejo. Sé de buena tinta que de verme ahora fundiéndome la pensión de viudedad devastado por la fiesta, apalizado por el alcohol y hecho un cromo, me diría Cafre más que cafre… y yo le arrugaría el morro, pero sabiéndome tan vivo y tan feliz.