Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir un relato en el que haya viajes en el tiempo. Pueden ser reales, al estilo de la ciencia ficción, o metafóricos, recuerdos, saltos temporales en la trama.
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
Historias de vida
Aquí estamos. Ocho mujeres de pie, en fila, esperando. Algunas solas, otras acompañadas.
Nos hemos visto otras veces, delante del mostrador de admisiones o sentadas en la sala de espera, pero no podemos decir que nos conozcamos porque no sabemos nuestros nombres, ni nos saludamos, ni hablamos entre nosotras.
Hoy hay un ambiente espeso en la sala. Se oye, apagado, el repicar de las gotas en las ventanas, los ecos de la tormenta que está descargando allá fuera e incluso el retumbar de algún trueno. Son las diez de la mañana, pero el cielo está tan oscuro que parece de noche.
Una mujer se marcha del mostrador y la siguiente de la fila se acerca para ser atendida. Todas avanzamos un paso. Ahora soy la tercera. Delante de mi tengo a una mujer rubia y muy alta. He coincidido con ella como mínimo las últimas cuatro o cinco veces que he venido a visita, aunque por su aspecto me acordaría de ella aunque solo hubiera coincidido con ella una sola vez.
Nos dan visita cada cuatro semanas y por eso cada cuatro martes me he encontrado en la cola o en la sala de espera con esa mujer inmensa, de la que no sé el nombre pero que, como yo, siempre lee un libro cuando espera. Los títulos de sus libros tienen letras de un alfabeto extraño, como å y ö, que supongo que serán de algún idioma nórdico. Tiene la piel muy blanca, los ojos de un azul pálido y en su cabello rubio, largo y descuidado está ya coronado por una nube de canas revoltosas. Siempre viste prendas sencillas, oscuras y muy sueltas: amplios jerséis de un color ya gastado, faldas de franela y zapatillas deportivas. Es robusta y parece una guerrera vikinga de casi dos metros, pero a pesar de su aspecto intimidante supongo que ahora mismo, en realidad, se siente más frágil que una mariposa. Y sé de qué hablo.
Nunca la he visto acompañada. Quizá no tenga pareja y todo esto sea todavía más difícil para ella. O quizá no tener pareja lo haga todo más fácil, en un sentido que no me es difícil comprender. Le cojo la mano a Paco y se la aprieto. Me mira con esa expresión de golden retriever que sabe usar tan bien cuando quiere.
Hace dos años comencé el tratamiento de fertilidad en el hospital donde trabajo como enfermera, pero llegó un momento en que me dijeron que no podía continuar porque había agotado todos los ciclos de inseminación artificial y de fecundación in vitro permitidos en la sanidad pública. Convencí a Paco para continuar intentándolo en una clínica privada, donde puedes seguir intentándolo mientras pagues.
Nos dicen que no nos hagamos test de embarazo por nuestra cuenta, que esperemos a los que nos los hagan en el hospital, que son los verdaderamente fiables. Pero después de seis meses en este segundo intento, y cuando ya estábamos a punto de tirar la toalla, ayer no tenía ya paciencia para esperar a la visita de hoy, me hice un test y apareció milagrosamente una borrosa y finísima línea. Paco da por hecho que estoy embarazada, y esta mañana estaba de buen humor, canturreando mientras se afeitaba. Para mí la línea es prácticamente invisible, estoy tan hormonada que puede ser un falso positivo, y no me creeré que estoy embarazada hasta que no me lo confirme el médico. Habitualmente, Paco peca de optimista y yo de realista, y prácticamente siempre acabo teniendo la razón yo. Por desgracia, supongo que esta vez pasará lo mismo.
Se marcha la mujer que estaba siendo atendida y la mujer alta y rubia se adelanta hasta el mostrador. Ahora solo la tengo a ella delante en la fila. Espero detrás de la línea roja trazada en el suelo y del mensaje: “espere detrás de esta línea”. Así, sin más, “espere” sin ningún “por favor”.
Desde aquí puedo escuchar cómo la administrativa le dice que ha habido una urgencia y que las visitas del doctor Mendoza llevan mucho retraso. La rubia suspira, se pasa la mano por la cara, y pregunta, con marcado acento nórdico: ¿Por favor, me puede decir cuánto tiempo tengo que esperar? Su voz es inesperadamente aguda y resuena con un timbre angustiado. Es una mujer de aspecto tranquilo y relajado, firme y serena como una roca, pero no parece que hoy tenga un buen día, se nota que está inusualmente nerviosa. Dan ganas de abrazar su triste inmensidad para calmarla. Supongo que, como a mí, le salen las hormonas por las orejas y está ya más que harta de tantas visitas, pruebas y tratamientos. Solo nos faltaba un día de tormenta y un largo retraso justo el día de una visita decisiva.
Le pregunto a Paco si ha escuchado lo que han dicho y me dice que sí.
Veo como la supervisora se acerca al mostrador y le dice unas palabras a la mujer, seguramente una disculpa por la espera. Físicamente, la supervisora es la antítesis de la vikinga. Morena, miope y pequeñaja, tan bajita que la bata blanca le llega casi a los tobillos. Los ojos de besugo y ell pelo lacio encasquetado sobre una cabeza demasiado grande para ese cuerpecillo infantil le dan un aire de personaje de comic. Me recuerda a Elna.
Cuando la rubia se aleja del mostrador, me acerco y entrego mi tarjeta de control de visitas. La supervisora continua al lado de la administrativa y es ella la que me dice lo que ya sé, que ha habido una urgencia y que el retraso es importante, serán como mínimo tres cuartos de hora. Nos da tiempo a ir a tomar un café si queremos, me dice. La expresión de su rostro cuando me mira, firme y dulce a la vez, me recuerda todavía más a Elna. Le agradezco la información y nos alejamos del mostrador.
Ni Paco ni yo tenemos ganas de ir a la cafetería, que es muy ruidosa, así que buscamos un sitio tranquilo al fondo de la sala de espera. Cuando nos sentamos, le señalo a la supervisora y le digo que me recuerda a Elna. Se lo piensa un momento y me da la razón. Le digo que hace demasiado tiempo que no la veo. Él sabe que mi primer trabajo como enfermera, hace casi veinte años, fue codo a codo con Elna y que, desde entonces, es para mí una especie de mentora, aunque hace años da vueltas por todo el mundo trabajando en proyectos solidarios y solo nos podemos ver cuando, muy de vez en cuando, pasa por Barcelona. Me gustaría tenerla ahora mismo a mi lado.
Veo a Paco mirar de reojo la portada del periódico. Supongo que no se atreve a leerlo abiertamente, como si fuera de poco tacto no continuar hablando conmigo mientras esperamos. Sé que estoy demasiado nerviosa para concentrarme en el libro que estoy leyendo, pero lo saco del bolso, finjo leerlo para que él se sienta liberado, con todo el derecho a ignorarme. En seguida despliega su periódico y se pone a leerlo. Poco después, cierro mi libro, lo dejo en mi regazo, me quedo mirando a la nada y recuerdo.
Al acabar la carrera me apunté a la bolsa de trabajo del Colegio de Enfermeras, y al día siguiente me llamaron de un Centro de Dispensación de Metadona para una sustitución de tres meses. Acepté. Solo éramos tres personas trabajando en el Centro. La directora, una farmacéutica que aparecía poco porque estaba casi siempre en alguna reunión, aunque daba igual porque en realidad tenía poco que hacer. En realidad, era Elna quien se encargaba de todo y yo la ayudaba.
Todavía me acuerdo de las caras de muchos de los que venían cada día al centro para recibir su dosis de metadona. ¿Cómo se llamaba aquel que llegaba siempre el primero? Pantalones de tela y camisa bien planchados, sin tatuajes visibles, afeitado, peinado con un primor de primera comunión. Sánchez, se llamaba Sánchez. De niño o de adolescente seguramente tuvo una cara agradable, pero cuando lo conocí estaba ya tan consumido por el SIDA que cara era solo una calavera recubierta de piel arrugada y amarillenta.
Elna le llamaba El poder de la mente, pero solo entre nosotras y cuando nadie nos podía oír. Era siempre el primero en llegar al centro. Cada día, sin falta, al poco de abrir, le oíamos dar los buenos días al policía de la entrada. Y Elna me susurraba: ya está aquí El poder de la mente. Siempre estaba limpio, nunca dio positivo en nada. Tenía una dosis tan baja que seguramente ya podía dejar de tomar metadona, y estábamos seguras de que el doctor Ruiz se la mantenía solo para que tuviera algo que hacer durante el día. Al salir de la cárcel había vuelto a casa de su madre, que a veces llamaba a Elna para preguntarle por su hijo. Se porta muy bien, le decía Elna, no nos da ningún problema. Parecía una maestra hablando a una madre de su hijo pequeño. Lo único que Sánchez quería era no dar más disgustos a su madre en el poco tiempo que le quedaba de vida. Era un chivato, eso sí, y mientras se tomaba su dosis de metadona, nos contaba que Fabio estaba trapicheando roinoles en el paseo, o que sabía que la Raquel en realidad no tenía gripe, sino que la noche anterior se había dado un buen viaje y por eso no había venido al centro, por si le poníamos un control aleatorio y daba positivo.
Hoy la rubia tampoco es capaz de leer. Está sentada a mi derecha, puedo verla perfectamente. Tiene aspecto de estar cansada, quizá hoy haya dormido tan mal como yo, que me despertado de madrugada y ya no he vuelto a pegar ojo. Otra vez siento que me gustaría levantarme y abrazar su gran cuerpo, pero no lo hago, claro. Veo como cierra los ojos y se queda así, quieta como una estatua de piedra, esperando con los ojos cerrados a que le toque el turno. Cierro también los míos y vuelvo a recordar.
A Elna no le hacían falta chivatazos, al primer vistazo ya sabía cómo estaban. Teníamos dos tipos de controles de orina: los regulares, que eran quincenales y previsibles, y los esporádicos, que podían caer en cualquier día, según la asignación al azar que realizaba un programa informático. A veces Elna ayudaba un poco al azar, como decía ella, para que el control esporádico le tocara a alguien que se notaba que estaba consumiendo. Otras veces hacía justo lo contrario, hacía la vista gorda y se saltaba algún control cuando veía que alguien solo pasaba una mala racha y era mejor que no le constara un positivo en su expediente.
Teníamos dos cubículos, con una pequeña ventanilla para pasarles la dosis de metadona y recoger las muestras de orina, una taza de váter para que rellenaran el bote y un lavabo. Todas las paredes eran de cristal tintado para que ellos no nos vieran, pero nosotras sí pudiéramos verlos a ellos. Aun así, nos intentaban engañar continuamente. Llevaban escondidos botes con orina limpia, de alguien que no hubiera consumido, y hacían auténticos ejercicios de contorsionismo para no ser vistos cuando intentaban rellenar con orina limpia el bote vacío que nosotras les dábamos. Pero Elna tenía una habilidad especial para pillarlos. No me mires la polla, enana de mierda, le dijeron una vez. No te miro la polla, contestó Elna, miro el bote con orina que te estás sacando del bolsillo del abrigo.
Además de a Sánchez, todavía puedo recordar ahora unas cuantas caras e incluso algún nombre. Había una muchacha morena que se llamaba Saray, que había sido vendida con trece años a un prostíbulo de carretera y se había pasado media vida esclavizada. Todavía era bonita, tenía cara de muñeca y un cuerpo juvenil. A mí me fascinaba que, a pesar de todo lo que había vivido, fuera una chica alegre y risueña, aunque continuaba prostituyéndose y daba positivo de vez en cuando. Otro creo que se llamaba César Dalmau, o algo así, y seguramente era de los pocos que provenía de una família de clase media o alta. Siempre aparecía ridículamente vestido como para ir a una fiesta en un yate, americanas azules, pantalones blancos, náuticos. Pero siempre estaba sudoroso y daba positivo continuamente.
Por fin, en la pantalla anuncian que la afortunada que tenga el JX3 puede ir a la consulta 25, que es en la que despacha el Doctor Mendoza. Yo tengo el Z9H. La rubia mira la pantalla y se muerde los labios. Tengo la sensación de que está en la misma situación que yo, a punto de renunciar ya de una vez, según cual sea el resultado de la visita. La sala está más llena que otros días, supongo que a causa del retraso, y hay un rumor constante de voces que crispa los nervios.
Ese verano, un estudiante de Antropología de posgrado estaba haciendo un estudio sobre nuestros pacientes. Medio rubito, gafas redondas y aspecto de intelectual. Él decía, con cierta pedantería que disgustaba a Elna, que estaba construyendo las historias de vida de nuestros pacientes. El hecho es que se pasaba horas y horas hablando con ellos. También entrevistaba a sus familias, amigos o psiquiatras. Cuando llegaba al centro, Elna me susurraba con malicia: ya llega el constructor.
Entrevistaba a los pacientes en la misma sala donde trabajábamos nosotras. Se sentaban en la única mesa libre que teníamos y les hacía repasar toda su vida. No había ninguna confidencialidad, claro, lo oíamos todo, así que mientras dábamos las dosis de metadona, recogíamos las muestras de orina y hacíamos las analíticas, oíamos a nuestros pacientes contar toda su vida, su niñez, sus amores, sus dependencias, sus idas y venidas a la cárcel, como quien escucha la radio mientras trabaja.
Todas aquellas historias de vida tenían mucho en común. Elna las escuchaba atentamente. No dejaba de trabajar ni un segundo, pero se notaba que estaba concentrada para no perderse lo que decían. Elna y yo éramos unas completas arpías haciendo bromas entre nosotras sobre nuestros pacientes, pero recuerdo perfectamente que nunca cotilleábamos ni comentábamos entre nosotras lo que habíamos escuchado en las entrevistas que tenían con el antropólogo. Supongo que éramos conscientes de que no tendríamos que haberles escuchado, que aquello no estaba bien, y teníamos como un pacto tácito de silencio para no comentar nada de lo que sabíamos de ellos.
No les habían tocado las mejores cartas en la vida, desde luego. Eran mucho peores de las que nos habían tocado a nosotras o, espero, las que le tocarán a mi hijo o hija, si es que hoy ocurre un milagro. ¿Hasta qué punto lo podían haber hecho mejor? Sería mezquino juzgarlos con condescendencia. Se repetían la pobreza, la ignorancia, las familias rotas y con un amplio historial de dependencias, los barrios marginales donde había que remar demasiado a contracorriente para no dejarse arrastrar. A menudo hablaban de malas compañías que les hicieron torcerse. ¿Eran esas las malas compañías que les animaron a consumir por primera vez en un momento vulnerable algo que ellos habían podido elegir?
Recuerdo que en una de esas vidas de los pacientes que veíamos cada día ocurrió algo excepcional, algo que me costaría creer si no hubiera pasado justo delante de mis propias narices. Y también me parece increíble no haberme acordado de ella en estos dos últimos años y recordarlo justo ahora, un rato antes del que espero que sea, si tengo suerte, el momento más importante de mi vida.
Creo que se llamaba Jennifer y todavía recuerdo cómo eran ella y su pareja, un chico que siempre estaba medio adormecido y al que le faltaba media dentadura. Jennifer estaba muy embarazada y el resto de los pacientes la felicitaban continuamente, le tocaban la barriga, la felicitaban por cómo iba creciendo, le preguntaban cómo estaba. Pero daba muchos positivos y Elna renegaba, le decía que tenía que pensar en la criatura, que tenía que ser responsable. Era como hablarle a una pared, recuerdo a Jennifer decir continuamente: estoy en el momento más feliz de mi vida, con una sonrisa bobalicona, como si estuviera haciendo declaraciones a una revista del corazón. Al final, Elna fue a ver a su psiquiatra.
El psiquiatra le explicó que Jennifer en realidad no estaba embarazada. Tenía todos los síntomas de un embarazo, pero no era un embarazo real sino psicológico. Había dado positivo en el test de embarazo, su barriga había crecido durante meses al ritmo que se espera previsible en un embarazo, tenía todos los síntomas de un embarazo, todas las alteraciones hormonales, pero dentro de su vientre no había un feto sino solamente… ¡agua!.
Suena la señal con que anuncian una notificación en pantalla y abro los ojos. No es mi número. La gigantesca rubia se levanta y se encamina a la consulta 25. Vuelvo a cerrar los ojos para concentrarme en recordar lo que pasó aquel verano.
Elna organizó una reunión con Jennifer y su psiquiatra y entre los dos la convencieron de que debía aceptar la realidad del falso embarazo y acabar con aquella farsa. Y en pocos días, tan inexplicablemente como había aparecido, como por arte de magia, la barriga desapareció.
Que el embarazo de Jennifer fuera psicológico nos sacudió a todos. Era la noticia que comentaban todos pacientes. Fue entonces cuando Sanchez, comentando largamente lo que había pasado con nosotras, porque tenía control y le estaba constando orinar, dijo aquella frase. Lo que le ha pasado a Jennifer demuestra que el poder de la mente es extraordinario. La frase que provocaría que Elna le pusiera un mote, la frase que quedaría, en mi memoria, asociada siempre a ese pobre hombre, que estaba en los huesos ya consumido por la droga y el SIDA, que a veces nos traía bombones para agradecernos lo bien que lo tratábamos y cuyo sentido de la vida era no dar más disgustos a su madre antes de morir.
¿Por qué recuerdo esa historia de Jennifer justo ahora, mientras estoy esperando para que me digan si ya he malgastado el último cartucho y definitivamente nunca seré madre o si por fin ha ocurrido el milagro?
Tengo los ojos de nuevo abiertos, y debo de tener una expresión extraña en la cara porque Paco ha dejado de leer el periódico, me está mirando fijamente y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, solo un poco cansada y recordando algo que me pasó cuando trabajaba con Elna. Le explico la historia de Jennifer, le explico qué es un embarazo psicológico, que también les pasa a las perras por ejemplo, le explico cómo las puras ganas de quedarte embarazada pueden provocar que te aparezcan todos los síntomas del embarazo y que los test de embarazo den un falso positivo. Que la maldita rayita indique que estás embarazada cuando en realidad no lo estás, es solo tu mente, tus ganas, tu obsesión por quedarte embarazada la que provoca que salga la rayita en el test.
No sabe cómo tomárselo, por qué le explico eso justo ahora, a punto de entrar en la consulta. Parece que está a punto de preguntarme algo, pero finalmente se queda en silencio. Quizá me quería preguntar si creo que tengo un embarazo psicológico. Yo misma me hago esa pregunta. No lo sé. Podría ser. Se lo digo.
– Imagínate eso. Imagínate que después de todo este tiempo, lo de ayer fuera un positivo falso, un embarazo psicológico.
No digo nada más. No le digo lo que pienso: que es la única explicación que encuentro a esa fina y borrosa rayita que vimos ayer. Estoy a punto de llorar pero hago un esfuerzo para serenarme.
Justo en ese momento, la mujer alta y rubia sale llorando de la consulta del Dr. Mendoza. Cruza la sala casi corriendo y entra rápidamente en los servicios que hay en el pasillo.
Supongo que no la volveré a ver nunca, aunque a las dos nos iría bien tomar un café juntas o, mucho mejor, quedar en un parque tranquilo y silencioso para charlar paseando entre árboles o sentadas en el banco delante de un lago, para contarnos nuestras ilusiones y frustraciones. Para hablar de cómo encarar todo aquello que nos depare la vida.
Hay un nuevo aviso en la pantalla. Z9H consulta 25. Es mi turno.
Me levanto. Estoy temblando. Siento mucho más miedo que esperanza.
Sánchez tenía razón. El poder de la mente es extraordinario.
Mi tía. Recuerdos.
En una silla acolchada y usada se encontraba sentada, rodeada con una sábana o similar, que no se cayera, no se levantase, no molestase. Precaución o comodidad de las cuidadoras. Ninguno enfadó la voz, ¿qué había que cuestionar? No lo hicimos.
Extendió la mano y tomó la mía. La acercó a su cara, la apretó contra su mejilla, calor, de humano a humano. Calor humano. Se abstrajo.
Caspe era su pueblo. Su huerto tras la estación, su padre trabajó duro para adecentar y habitar un terreno plantado de piedras y guijarros, lo cercó con una tapia de adobe. Un huerto cuadrado y amplio, árboles frutales, huerta y casa. Recuerda la parra y la higuera, el verano en la umbría, la tarde caída acompañando al porche, cuando sus dos hermanas y ella hablaban de sus cosas. Cosas bonitas, ilusionadas con la luna chiquita y el aire con su levedad de cigarra.
Intento distraer mi mano, pero la aprieta con mayor ímpetu.
La tarde caída. Sus hijos y sobrinos sentados en el poyo, casa de los abuelos, y su padre, el abuelo Bernardo, su voz dominando las sombras, la higuera y los pájaros, absortos, sin perder palabra. Relataba cuentos y aventuras, tal que correteando por allí mismo, personajes, espadas, barcos y ballenas asomando y desapareciendo. Los niños encantados, el viento escuchando.
Sonreía, su padre era tan querido por sus nietos.
—Mamá. ¿Sabes quién ha venido a verte?
Mira sin enfoque, como si los ojos ya no sirvieran. Observa a su hija, una de cinco chicas, y cuatro chicos. Se interroga. «¿Quién eres?». Lo pregunta para sus interiores, sin otras pretensiones. Pilar le extiende la mano que hace suya, la reconoce. Recuerda. Gustaba parar en un restaurante de toda la vida, puerta ancha de un ocre suave, mesas redondas de pie metálico y base marmolea. Entraba en la cocina, entraba a ver a Josefa, su amiga de siempre, hablaban, le echaba una mano, y parloteaban con un trozo de tarta de manzana o un mantecado y un anisete. Esas pequeñas cosas.
—¿Nos vamos?
Pilar me explica que suele salir con su madre. Dan una vuelta, hasta el bar de Josefa, su amiga. Está viva, pero, como su madre, no reconoce a nadie. Sus hijos han contratado a una sudamericana de cuidadora, para que la cuide tanto de día como de noche.
—No, hoy no salimos, mamá. Es tarde, he pasado porque Luis ha venido y quería verte. ¿Te acuerdas de Luis?
Me acerco más, y saludo con un beso en la mejilla.
—Hola, tía. Soy Luis, ¿se acuerda?
Prosigo con mi mano en la suya, intenta mirarme de interiores. Busca y rebusca.
Su hermana María Pilar, sus tres hijos, en la primera casa del huerto, solo traspasar la entrada de éste. Su hermana trabajaba en Barcelona, sus sobrinos por el huerto. Era Navidad, fría con sol de cielo quebradizo, era día de los Reyes Magos. Con ilusión compró chucherías y golosinas de Reyes, Reyes Magos para sus hijos, era lo que podía, lo que se permitía.
Apareció Luis con su hijo Carlos, primos hermanos, ambos de parecida edad, jugaban y hacían perrerías juntos. Separó algunas chucherías y las puso en sus manos, que disfrutase del día con sus hermanos: «disfrutad los Reyes Magos». Qué ilusión. Qué ilusión los Reyes. Su sobrino Luis, hermano de Paco y Alejandro.
—No atosigues, mamá.
Pilar quita mi mano de su madre.
Queda sentada, sola, sus ojos se abandonan, perdidos, temerosos, atada a la silla no se cae, el precipicio no la engulle, pero lo percibe, su instinto lo percibe, lo intuye, su miedo se acrecienta. Alza sus ojos hacia las figuras, su hija, mi figura, la de mi mujer. Desorientada, sin mano a la que acogerse, no desea perderse, el temor se recoge en sus ojos, se extiende, los inunda.
Mi mujer percibe esa pérdida. Toma su mano, ella sonríe, la conduce y aprieta contra su cara.
—Soy la mujer de Luis. También me llamó Pilar. ¿Cómo se encuentra? La veo muy bien —frases rutinarias, pero cariñosas, hay cariño.
Se casó siendo muy joven, embarazada. Apenas dieciséis años. Sus padres, sí, sus padres, le cedieron un trozo de terreno en el huerto, construyeron una casa y un corral. La casa de sus padres, la suya, y, por último, la de su hermana. Se casó embarazada, se casó siendo una cría, se engañó, la pasión no es amor. La pasión no es amor; no, no lo es. Fueron infelices. La pasión no es amor. No, no lo es. Pero, estaba embarazada.
Él era mayor, más de quince años. La ilusionó, pero también la deseó. La deseó y por eso la ilusionó. No recuerda bien, quizá fue un todo, quizá todo. Era una cría, cómo distinguirlo. Él era mayor. Debería haber entendido su ilusión primeriza, casi infantil.
No lo hizo. Fueron infelices. Ella fue la mujer de su marido. Pero su marido, no fue el marido, su marido, el hombre cariñoso y amable.
—Bueno, mamá, nos tenemos que ir.
Siente la pérdida de la mano cariñosa. Pierde a su marido, no fue amable, perdido, ¿qué marido? Se alejan las figuras, ya no hay manos cariñosas. Se alejan y se acerca el vacío, se pierde el huerto, sus padres, sus hijos, Luis, Pilar, su hija. Se acercan las soledades, los vacíos, la nada.
Tic-Tac
Cierro los ojos y todo se detiene. Cuando los abro, os veo inmóviles, en posiciones extrañas, grotescas, imperceptibles con el transcurrir de los segundos. En vuestras caras muecas rebosantes de significado. Os puedo leer como si os reflejarais en un espejo cristalino en donde la máscara del paso del tiempo no puede deformar vuestras angustias o ilusiones, vuestros miedos o realidades fingidas.
Cuando el golpeteo de la sangre en las venas os impulsa a seguir viviendo, creyéndoos en el mundo tangible, pero en realidad habitando las estancias infinitas de vuestras mentes, sois irreales; pero en este mundo estático, de silencios corpóreos, donde la sangre ha dejado de fluir y todo permanece, me acerco a vosotros y os reconozco. Deslizo mis manos por vuestros ojos intentando retener el reflejo de lo último que os emocionó antes de ser inmovilizados, porque aquello que mirasteis, sentisteis, olisteis o saboreasteis es vida y yo colecciono segundos, porque ellos son la eternidad.
Inmóviles no sois del todo estatuas, aún puedo sentir la energía de vuestros cuerpos, un calor inagotable que emana de todo ser viviente y colma el tiempo detenido. Pero, a pesar de esa energía que bulle, parecéis tan frágiles. Tan perdidos. También en este mundo de ecos huecos. El transcurrir de minutos da sentido a vuestras vidas, sin ello seriáis solo cosas, un sofá, un florero, una percha, un balón, una muñeca sexual, un libro de hojas en blanco. Aunque a veces me pregunto si no sois todo eso y nada más. Decidme que me equivoco. Cuando volváis a la realidad del tiempo en movimiento, demostradme que Sois, aunque sé que cuando todo vuelva a girar seguiréis solamente Estando sin entender nada.
Suspiro porque no os puedo retener mucho más. Cierro los ojos y volvéis al movimiento. De nuevo oigo como la vida se escapa de vosotros con cada tic del segundero. Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac…
Como mi vida que se acerca a la espiral profunda que me tragará para siempre. Entonces, cuando me haya ido, vosotros cerraréis los ojos para recuperar los momentos estáticos en los que respirasteis el mismo aire que yo, en los que me sentisteis cerca, pero esos segundos aparecerán deformados. El espejo en el que me reflejaré tendrá la pátina emborronada del tiempo, que todo lo transforma. Todos éramos distintos hace un segundo. Me pregunto si todos solamente Estamos, porque Ser es imposible.
Ojalá poder parar el tiempo.
Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac…
Hola Raquel
Añoranza
En días fríos como hoy, me calienta el recuerdo de mi infancia.
Había sido una granja próspera. En sus cámaras frigoríficas almacenaba fruta que se distribuía por toda la comarca en camiones propios. Cientos de gallinas se criaban en jaulas y sus huevos se cuidaban en incubadoras que daban lugar a un mar amarillo de pollitos que correteaban en naves industriales antes de ser sexados y clasificados. En sus mejores tiempos no solo trabajaba toda la familia -que acudía desde otras provincias en temporada alta- sino que otros vecinos de la carretera colaboraban en la selección de la fruta, o en el traslado de cántaros de leche condensada que, en esos años de la posguerra, eran más preciados que un cofre del tesoro.
Cuando yo nací esos tiempos habían pasado. Solo quedaba el esqueleto, las ruinas de la gloria. Naves vacías, amalgama de restos del naufragio, cajas de madera, extraños instrumentos llenos de herrumbre, tacos de papeles manchados de humedad. Las incubadoras eran extrañas máquinas circulares que mantenían paneles indescifrables y termómetros que escondían un mercurio fascinante. Al fondo de una buhardilla se apilaban jaulas que llevaban vacías muchos años. El gran motor que hacía circular el aire frío por unos arcaicos conductos de madera, parecía la sala de máquinas de una nave espacial abandonada. Los interruptores eran iguales que los de los científicos locos en películas como Frankenstein.
Como todo estaba abandonado, todo estaba permitido. Para una niña era como vivir dentro de un gran juguete, sin que importara lo más mínimo tocar, cambiar, romper, saltar. Crear laberintos de cajas, trepar por las tuberías hasta el depósito de agua, atisbar con cuidado levantando las tablas que cubrían el pozo ciego, hacer funambulismo por las columnas verticales, imaginar mil películas de ciencia ficción frente a las máquinas y sus indicadores. Me es imposible imaginar mejor paraíso para vivir.
Entre tanto estímulo, sin embargo, mi lugar favorito era a los pies del platanero. Un árbol inmenso, centenario, del que de vez en cuando colgábamos un columpio, que daba una sombra excelente en verano y una cama de hojas caídas en invierno. Su fruto, unas bolas que, al caer, se deshacían como arena en nuestras manos, manchándolas de color naranja. Si queríamos recolectarlas antes de la madurez eran duras como una canica y tenían todo tipo de uso, proyectiles improvisados que llegaban a hacer daño si se lanzaban con la suficiente mala leche.
Para poder cogerlos tenías que trepar a la copa. Desde el tronco era imposible. Por una de las higueras (la que daba brevas negras dulces como la miel) se alcanzaba el tejado de una de las naves. Con cuidado de no romper ninguna teja llegabas hasta una rama solitaria del platanero que rozaba el tejado. Dabas un salto y a partir de ahí te perdías en el laberinto de madera y hojas. En verano nadie te veía desde abajo. Podías convertirte en un duende travieso. Una rama estaba tan alta e inaccesible como el Everest. Cuando sea mayor, pensaba entonces, podré subir hasta ahí.
Como fui la primera de la familia, pude disfrutar del paraíso unos años para mí sola antes de la invasión -feliz y alegre- del resto de primos. En el verano, después de la merienda, me santana en un sillón de sky al lado del platanero. Cerraba los ojos y me dejaba tostar al sol. El sudor resbalaba por mi cuerpo y me quedaba pegada al plástico, mi piel ardía hasta extremos insoportables, pero me encantaba la sensación. No lo hacía por ponerme morena, porque entonces no estaba de moda. Me parecía deshacerme con azucarillo en la tarde, acunada por el sol y el sonido del viento acariciando las hojas.
La granja ya no existe. La marea gris de la burocracia se la llevó por delante vía decreto de remodelación urbanística. Unas excavadoras vulgares destruyeron años de felicidad con una eficacia espantosa. No vi como talaron y arrancaron el platanero, pero es algo con lo que sueño todavía. Sobre los restos ahora hay asfalto y coches aparcados sobre nuestros recuerdos. A falta de coordenadas y GPS he elegido un punto donde imagino que estaba el sillón y me quedo de pie, mirando al infinito, recordando.
Porque no importa lo terrible del futuro, ni la intemperie del mundo, ni que el ayuntamiento se convierta en unos ángeles de espada llameante, ni que el invierno sea tan crudo que se te congelen las manos. Porque recuerdo la niña que fui, y me vuelve a arder la piel.
Altamira
Ur no era el individuo más anciano de la tribu, pero era el más venerado. Ya no podía seguir a los otros hombres a cazar por lo que solía salir con las mujeres a recolectar frutos y bulbos. Por las tardes, cuando había oscurecido, unos se entretenían mirando simplemente el fuego, otros entrelazaban cañas y mimbres con lo que hacían cestos y Ur mezclaba el barro con ceniza, cortezas o hierbas buscando nuevas tonalidades con los que solía pintar las paredes de la cueva donde vivían.
Ur había visto desde pequeño como pintaban las paredes con siluetas en negativo de manos o animales y él había seguido haciéndolo junto a Laa, que aunque fuera muy joven tenía un trazo mucho más preciso que él.
Una tarde que Laa había pintado un búfalo con unas tonalidades marrones y negras de un realismo sorprendente y que incluso parecía que se movía con las sombras que creaba el fuego, Ur la levantó en el aire alegre y emocionado y llamó la atención del resto de la tribu para enseñarles lo que había hecho Laa.
Todos bramaron de alegría alborotados creando un sonido apabullante con el eco que provocaba la cueva viendo el animal más preciado representado allí mismo, algunos alargaron la mano para tocarlo y reían divertidos cuando se topaban con la fría roca de la cueva. Alguien avivó el fuego y toda la tribu alegre lo festejó bajo las pinturas de Laa.
Ur participó con el grupo, pero se apartó del grupo, una idea le bailaba en la cabeza pero no lograba centrarla. Fue a ver las siluetas de manos y animales más antiguos de la pared y recordó a Err cuando las había pintado, pero Err había muerto hace mucho tiempo. La idea estalló dentro de él como un relámpago, se dirigió a la tribu levantando la voz haciendo sonidos guturales y todos lo miraron sorprendidos dejando de bailar. Arrebató un bebé a su madre, lo acercó al bisonte y la tribu lo jaleó divertidos, alguno se puso la mano en la boca y otros se acercaron a los bisontes como si les dieran dentelladas, pero Ur no se refería a eso, pensó un instante y se estiró en el suelo haciéndose el muerto diciendo “Temuer”, usando el término que usaban para decir muerte. Alguno le gritó asustado para que se levantara, se incorporó ligeramente agarrando la mano de Laa para que hiciera como si pintase. Entendieron que ella pintaría cuando Ur desapareciera y tristes acariciaron el torso peludo de Ur abrazándolo para expresarle el cariño que sentían por él, Laa le imitó y se hizo la muerta en el suelo y dijo “Temuer” y cogió al bebé de nuevo y agarrando su manita hizo que pintaba. La tribu rompió a bramar, habían entendido que cuando Ur muriera, Laa seguiría pintando y cuando Laa muriera algún pequeño seguiría pintando, pero Ur los golpeó para que se apartaran, enfadado con todos ellos porque no lograba hacerse entender.
Ur apartó a Laa negando con la cabeza y llevó a la tribu a ver las manos pintadas más antiguas como había hecho él minutos antes y después llevó a la tribu al agujero al fondo de la cueva donde enterraban a sus muertos diciendo “Err” y “Temuer”. Todos miraban atónitos, con caras de interrogación repitiendo “Temuer, Temuer, Temuer”, mirando las pinturas y el foso.
Laa creyó haberlo entendido y haciendo ruidos guturales señalando las manos y siluetas pintadas dijo “Err” y señaló el foso. Ur sonrió, confiaba en la inteligencia de la pequeña Laa que siguió señalando las siluetas pintadas por Err y el foso. Ur cambió el orden, se señaló a él y el foso y luego señaló donde estaba el bisonte pintado negando con la cabeza insistentemente repitiendo “Temuer-Temuer-Temuer” hasta que dijo “In-Temuer”.
Se quedó callado un tanto abrumado por la nueva palabra que había salido de su boca. La tribu lo miró expectante, Laa imitó a su maestro bramando “In-Temuer” señalando el búfalo y sonrió exultante después de haber entendido al fin lo que quería decir su maestro, mirando extasiada su pintura escuchando la tribu como repetía a coro la nueva palabra “In-Temuer” y ella la admiró entendiendo que la pintura los trascendería a todos, sintiéndose inmortal.
Felinos encadenados
Otro maldito lunes. Arrastrarse a la ducha como un condenado a muerte. Tragar un café recalentado. Las gotas de haloperidol para evitar que los tics se descontrolen y tener el valor suficiente para entrar en el metro. Aunque me dejen una leve somnolencia que me dura todo el día. Subir a un vagón con cuidado de no tocar nada y salir rápidamente al llegar a mi parada. Rezar para que el mendigo de la esquina no me vocifere. Tengo suerte, está mascullando frases encadenadas, algo de un gato y una caja. Paso por delante rápido. Saludo a Susana, la chica de recepción. No puedo evitar pestañear demasiado y noto como me mira con compasión. Lo odio, pero no digo nada. Me siento en mi ordenador ‘Internet no va muy bien’ Me dice Antonio. No importa. Sumo números y aplico fórmulas que sé de memoria y tengo cuidado de que los números de las celdas cuadren, que los colores siempre estén en verde. Tengo los ojos cansados y me levanto a por un café. No está la máquina. Le pregunto a Susana ‘Nunca hemos tenido una máquina de café’ Hubiera jurado que sí. Bajo al bar. Ojeo el periódico, es del viernes pasado. En la portada el anuncio del clásico del domingo. No tengo ni idea de quién ganó. Subo, sigo con los números, mordisqueo un sandwich, me despido de Antonio, el mendigo no está, en casa no me espera nadie, me quedo dormido en el sofá pero no sé cómo me despierto en la cama.
Otro maldito lunes. ¿Otro? Ducha, café y haloperidol. El ambiente en el metro es extraño. El mendigo sigue mascullando. Me acerco un poco para oír lo que dice, el aliento le apesta a vino ‘Hay que sacar al gato de la caja, hay que sacar al gato de la caja’ repite de forma obsesiva. Saludo a Susana, que tiene el pelo rubio ‘No me llamo Susana’ ‘¿Ah, no?’ Volvemos a tener máquina de café, aunque en otro sitio. ‘Internet va como el culo’, me dice Antonio. ‘Y la máquina no funciona’ Bajo al bar otra vez. En el periódico no dicen nada del fútbol. En las páginas de ciencia hablan de un experimento en las oficinas de Meta, algo de un ordenador cuántico. No queda lejos de la oficina. Cuando termino de sumar números y me despido de María decido acercarme. Es un impulso extraño. No tardo ni diez minutos en ver el edificio brillante, que me resulta un poco borroso. Me acrco a l puerta saber ni siqera qué v haer, ni dcr, con gan irrefre de, pro m uea c, cm lo soe arena, y paso m csta m anor.
Otro. Maldito. Lunes. He despertado sin recuerdos de cómo llegué aquí. Me ducho, tomo el café y las gotas, voy al metro. Me acerco al mendigo. Sigue con la cantinela. Le doy un euro y grita ‘TÚ TAMBIÉN LO SABES HAY QUE SACAR AL GATO DE LA CAJA TENGO QUE BEBER PARA PERMANECER CUERDO’ me intenta agarrar de las solapas pero salgo corriendo. Entro en la oficina agitado. Saludo a la chica de recepción evitando decir su nombre. Por si acaso. Me siento en el ordenador y busco información sobre el experimento cuántico. Me sale página no encontrada. ‘Internet no va muy fina’ Me dice Antonio. Lo intento unas cuantas veces pero finalmente me rindo. Bajo al bar. Cojo el periódico. En la portada anuncian el clásico pero no conozco a los equipos. Busco en las páginas de ciencia. No saco nada en limpio, un experimento de entrelazamiento cuántico con Qbits de última generación enfriados con nitrógeno en busca de la resolución del teorema de Bell. Como si hablaran en chino. No espero al final de la jornada, salgo del bar directamente a las oficinas de Meta. El edificio parece aún más borroso que ayer. Me acerco poco a poco, enfocado en la puerta, intentando respirar y llego un poco más ljos que últa vz llga momto en me la imresón de q ch ntra u muro invble m cta la resp.
¡Otro maldito lunes! Me ducho y me tomo un café doble. Me tomo las gotas y me guardo el frasco en el bolsillo. Salgo del metro y voy directo al mendigo ‘Qué sabes’ ‘Es por el gato, no lo dejan salir, hay que sacarlo’ ‘¿Qué gato’ ‘Está cerca, oigo sus maullidos, sobre todo al beber. Tengo que estar borracho para escucharlo. Me da mucha pena, hay que sacarlo de la caja HAY QUE SACARLO’. Esta vez sí que me ha cogido de las solapas y me escupe una saliva caliente con un pestazo que tumba. Consigo zafarme y voy a las oficinas. Siguen borrosas. Me acerco. A cada paso, me tomo unas gotas de haloperidol. A los pocos segundos, todo parece enfocarse. Repito la rutina, unos pasos, unas gotas, si veo que se desenfoca, espero y tomo un poco más. Estoy casi en la puerta pero el efecto de tantas gotas me vence, y me caigo dormido en el primer escalón.
Otro maldito lunes. Mientras me ducho pienso que he estado cerca, pero me falta algo. Me tomo un café más cargado de lo habitual ¿Y si llevo un termo? No es suficiente. Se me enciende la bombilla. Me tomo las gotas y me guardo el frasco. Voy a la oficina. El mendigo me mira y yo le hago un gesto ‘Tranquilo, que lo tengo’ quiero decirle con la mirada. En la recepción hay un chico que me saluda como si me conociera de toda la vida. No hay máquina de café pero si de bollos. Antonio, por suerte, sigue siendo el mismo ‘No va internet’, me dice, ‘Ya lo sé. Antonio, tú sabes dónde pillar coca, verdad’ ‘Y eso a qué viene’ ‘Nada, que tengo un plan con una chica y quiero hacer locuras’ le miento ‘¿Cuánto quieres?’ No sé ni en que se miden las drogas ¿gramos, bolsas?. ‘Como para todo un fin de semana para dos parejas’ ‘Deja que llamo’ Lo veo hablar animado, le ha cambiado la expresión, como si fuera otro. ‘Está hecho, dentro de dos horas en el bar de la esquina, son 200€, acepta bizum’. Le abrazo agradecido. Espero al camello leyendo una y otra vez la noticia de ciencia. Cuando llega me sorprendo, parece un comercial de una inmobiliaria, de traje y un peinado impecable. Le hago el bizum y me da una caja pequeña, que parece de un anillo de bodas ‘Dentro está el material. De primera, ya lo verás’ Le doy las gracias. Voy para el edificio brillante. En las alturas ya casi no se ve nada, como si fuera un videojuego estropeado. Abro la caja. Hay una bolsita con un polvo blanco. Lo pruebo, sin mucha traza. En unos minutos me da un subidón bestial, me siento el dueño del mundo. Voy hacia la puerta. Se desenfoca. Tomo las gotas. Cuando noto somnolencia, pellizco de coca. Si veo borroso, haloperidol. Consigo llegar hasta la puerta. Menos mal porque ya me he metido casi todo lo que tenía. Dentro parece todo irreal, no se ve a nadie. Veo en unos paneles de la pared que el laboratorio está en el sótano. Bajo las escaleras. Hay una luz al final del pasillo. Me asomo por una ventana de cristal Hay un chico con una bata blanca que teclea furioso en un ordenador. Entro. ‘¿Quién eres tú, qué haces aquí? Nadie debería poder entrar’ ‘¿Dónde está el gato?’ ‘¿Qué sabes tú del gato?’ ‘Nada, solo que hay que sacarlo’ ‘Todavía no, me falta poco’ ‘Si no sacamos al gato todo se va a ir a la mierda. Llevo viviendo el mismo lunes una y otra vez’ ‘No es posible, nadie debería darse cuenta’ ‘Mira, no sé qué coño está pasando, pero tienes que dejar salir al gato’ Se escucha un maullido ‘No te acerques’ Me amenaza con el portátil, como su fuera una maza ‘No puede salir. No hasta que me diga que sí.’ ‘¿De qué hablas?’ ‘Laura. me dijo que no saldría conmigo. Pero en alguna rama tendrá que hacerlo. Estoy a punto de conseguirlo.’ Los maullidos se hacen más fuertes y yo me acerco ‘Ni se te ocurra’ Ninguno de los dos estamos en forma pero me arriesgo. Me tomo los últimos restos de coca y me siento supermán. Le arranco el portátil de las manos y le golpeo en la cabeza con él. Espero no haberlo matado. Hay una caja de cartón dentro de un complicado mecanismo. Arranco cables de aquí y allá y la abro. Dentro hay un gatito negro, precioso, que me mira con unos ojos irresistibles. Lo agarro y salgo corriendo. Subo las escaleras como empujao por vieo invible mentas ls pees parn ppadar y t desenca p n m qud na p enfar y aro mtras czón pece sae d pcho.
Bendito martes. Llamo a la oficina para decir que no me encuentro bien. Me tomó el café y las gotas. He buscado en internet información sobre el experimento y leído un montón acerca del multiverso, colapsos de ondas, indeterminación cuántica y no me he enterado de mucho. Todo parece estable, aunque algo diferente. Barkenona ahora se llama, por lo visto, Barcelona. No sé qué encontraré cuando vuelva a la oficina. Pero lo iré descubriendo con mi nuevo amigo que ronronea feliz en mi regazo.
Ilusión.
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En mi casa, cansado, esperando a la dama que me llevará a un viaje de solo ida. No puedo perder ni un segundo, así que viajaré hasta el pasado cuando José Liís, un joven escritor que quería comerse el mundo, fue testigo de momentos históricos sin ser consciente de ello. Entro nuevamente en la cápsula del tiempo. Sabíamos que podríamos viajar en el tiempo. Pero no que llegase tan pronto el descubrimiento. La inteligencia artificial ha acelerado el proceso. La máquina cilíndrica me rodea, empieza el giro rotatorio, oigo los sonidos, cierro los ojos y me dejo llevar. Antes teclee mi destino. Hora de volver al bar, hora de viajar a mii pasado.
El bar viste sus mejores galas para recibir a los ilustres visitantes. El humo recorre todos los rincones del espacio, revolotea por las mesas, se esconde bajo las sillas, atrapado entre la gente rehúye salir, quiere escuchar las conversaciones que quedarán reflejadas en los libros de historia.
Antonio, camarero desgastado por la vida, se acerca. Sabe que hoy es un día especial. Trae el mejor whisky, solo sale para las ocasiones especiales. Hoy es una de ellas. La generación del 27 reunida en el bar de Antonio.
Me llamo José Luís, chico alto, espigado, ojos marrones, pómulos hundidos. Suelo ir con mis gafas para esconder mi timidez. Hoy he sido invitado por los ilustres del 27. Para mi es todo un honor. Les han hablado de mí, y quieren conocerme.
Hoy es 12 de agosto de 1929. No son tiempos fáciles. La dictadura de Primo de Rivera está presente en nuestras vidas. No somos libres para expresar todo cuanto queremos. Mucha gente se ha arruinado en la depresión de 1929. La especulación de los americanos es una marea que ha arrastrado a todo el mundo. Su prepotencia les ha hecho caer, y el resto hemos sido golpeados. Espero que no vuelva a suceder algo así en un futuro, pero hoy me preocuparé por vivir este momento.
Málaga es una ciudad especial, es su punto de reunión habitual. Nuestro bar está escondido entre las farolas, entre las alcantarillas. Cada día cierran más industrias en mi querida ciudad, me entristece. No sé a dónde llegará mi trabajo, por suerte el comercio de mis padres funciona. Aunque a mí me gusten mi gabardina y mi sombrero, la gente necesita los zapatos que venden mis padres.
Hoy han venido unos cuantos ilustres. Sentado junto a mí, Pedro Salinas m. Me escudriña con sus ojos, y me suelta una de sus frases. «La poesía debe ser bella, auténtica, y con ingenio;, ¿me puede demostrar de qué es usted capaz, escritor novel?.».
Miro a la escritora que debutó conmigo en la reunión de los ilustres. Una belleza sin palabras, atrapado por su sonrisa respondo al señor Salinas:
—No sé si existe Dios, pero lo más cercano que tengo son los besos de mi amada, por tanto así que sus labios serán mi puente a lo desconocido.
No lo puedo creer: que esos ojos que me examinan de arriba abajo sean los de Federico García Lorca. Soy un admirador de su obra. Cuando lo leo me siento atrapado. Canciones y Romancero gitano están en mi habitación.
—-Querido compañero, nos llegan noticias: que la crisis bursátil acabará pronto. El estado americano va a invertir una partida de dinero importante. Si ellos se recuperan nos recuperaremos todos, ¿si no qué podría pasar a partir de ese momento?, guerras mundiales, quién sabe si guerras civiles?,recemos por dejar de ver las calles envueltas en llantos de pobreza, ¿la soledad es la talladora del espíritu, ¿cómo combatiría usted esa soledad, compañero?
—-Querido Federico, un honor, ninguno de nosotros está solo, ¿acaso no viajamos siempre con el papel y la pluma?. Cuando escribo sé que los ángeles me susurran al oído. La soledad no es real.
Se genera un alboroto considerable en la mesa. Parece que mis palabras parecen haber gustado. El humo del cigarro acrecienta la escena, la musa de mis palabras sonríe, los vocablos entre ellos se mueven de una dirección hacia otra en un camino sin fin.
Dámaso Alonso me mira, pero es como si me mirasen tres poetas a la vez. El poeta madrileño, el profesor madrileño habla en su nombre y en el de aquellos quienes en él influyeron: Machado y Juan Ramón Jiménez.
—¿Vamos a ver, querido José Luis, cómo continuaría usted este poema? ¿Cómo era?
¿Cómo era?
La puerta, franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu.
—Deme dos segundos, querido Dámaso; La puerta fue sincera.
Al abrirle apareció ella, ni materia ni espíritu, solo amor.
—-Carambas, querido amigo, me ha impresionado; tengo otro final para este relato, pero me gusta.
Solo falta uno más. El resto no han podido venir o han pensado que no valía la pena escucharme. Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre. Sí Rafael Alberti cree en mí, el resto también lo harán. Yo quiero ser uno más en la generación del 27. Los periódicos transmiten esperanza, quiero que siga conmigo. Hoy saldré de ese bar siendo uno más de ellos, y cogido de la mano de esa chica.
Alberti me mira y sonríe:
— Es usted habilidoso con las palabras, ¿sabe?, que yo también lo soy con el lienzo. Aquí le muestro una de mis obras. Dígame qué le sugiere, querido escritor.
Me muestra su obra El Barco perdido. Un barco con dos velas rumbo a las estrellas.
—-Querido Alberti, para usted es un barco, para mí es un sombrero de dos puntas. Es El sombrero que me lo pondré al salir por esa puerta siendo uno más de ustedes y cogidos de la mano de la chica, quien me sonríe con los ojos.
Todos aplauden, se miran, y sonríen.
—Bienvenido, querido amigo, en nombre de nuestro origen, en nombre de Góngora. Bienvenido.
Ella se levanta, me mira, me coge de la mano con ternura. La gente levanta las copas y aplaude a mi paso. ¿Aplauden mi estilo, aplauden el fin del crac del 29?, no lo sé, solo sé que aplauden.
La chica me acompaña en el recorrido por las calles llenas de humo. Seguirá toda una vida conmigo. Somos muy afortunados, ¿qué hubiese pasado en un mundo donde el crack del 29 hubiese llegado hasta el fin?, guerras, devastación, miseria, desigualdad.
Entro en la cápsula, vuelvo al momento presente, salgo de la máquina me acerco al comedor y me siento en el sofá. Mi mujer se acerca con una taza de té y me pregunta.
—¿Te falta mucho?, recuerda: que hoy es nuestro aniversario.