Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir un relato en el describamos algo cotidiano pero que en realidad estemos hablando de otra cosa. Por ejemplo, estamos cocinando pero el subtexto es una historia de amor.
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
No hay calvos de por vida.
Casas señoriales, con su garaje, dos pisos y golfas. La fachada, de punta a punta y en línea recta completan los quince metros con un fondo de jardín de siete metros por delante y por detrás. Habitados los jardines por árboles, elegantes matorrales entre piedras blanca de rocalla y similares, así como césped burgués y bien cebado.
Los tulipanes Unicum, su forma de copa brillante, sus múltiples flores de color naranja rojizo, sus hojas verdes y un hermoso follaje rayado. Florecían su infinita elegancia en una de estas casonas. Elegancia y sensibilidad de ésta, frente al resto de corte homogéneo propio de ejecutivos vestidos con idéntico frac.
Con sorna y mala baba, sus vecinos, la nombraban como la Casa del Tulipanero.
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El Tulipanero lucía calva de sátira, delgado, pero con barriga sedentaria y flácida, cabeza bancaria y manos y pies de jubilado. Callado y cobarde, era sabido, pues los perros del vecindario, abundantes y cabrones, jugaban al rugby entre sus tulipanes al tiempo que se los meaban.
Él callaba. Resoplaba y resoplaba, pero ni caso le hacían. No le conocían hembra que se le acercase ni puta que pagase. Nunca. Pero siempre, su tiempo libre, siempre con los tulipanes. Y los putos perros a la par. Y él resopla que resopla. Una estampa tan habitual que ya ni siquiera era percibida.
Sorpresivamente, al jubilarse, en la parte norte de su jardín plantó un manzano, hizo un hueco profundo, trajo tierra de frutales en sacos especiales y los echaba enteros. «Voltea un poco el espinazo y echa solo la tierra». «Es un saco hecho de abono animal, estará de moda durante algún tiempo». «¿Sí?», contestó, guasón, Jonny Cash.
A los seis meses plantó otro manzano con igual técnica. Crecieron altos y majestuosos.
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Jonny Cash, le decían, y se relamía. Sí, él amaba la música Country (en mayúsculas), y Jonny era leyenda. El dios, cual Maradona en el futbol. Era el presidente de la asociación de las casas señoriales, y andaba preocupado.
Primero fue Joe Dos Pasos, desaparecido sin dejar rastro. Al wasap de Joe Junior enviaron un mensaje reclamando quince mil euros. Joe Junior lo denunció a la policía, era mucho dinero. Casi familia, pero un puto perro, y cagándose en los jardines ajenos y dando por saco.
Luego fue Dama, una Yorksire terrier que se meaba en cualquier planta o vegetal florido, amén, de tener pésimo genio. Bueno, nadie la lloraba. Los secuestradores enviaron otro wasap, cabreados, habían matado a Dama a patadas porque era la mayor hijaputa y cabrona que se habían echado a la cara.
Por otro lado, el Tulipanero, en plan místico. Un coñazo de tío, que, si plantaba un manzano en el jardín de Jonny, y machacón. «Que lo plante, joder. Antes ni se le oía, y ahora es un coñazo».
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Los manzanos del Tulipanero engendraban manzanas como calabazas, enormes. Proseguía con su cruzada, tras los vecinos, para plantarles gratis manzanos en sus jardines. Mostraba las enormes manzanas. Cinco casas se habían doblegado a sus ruegos. Diez manzanos, dos por casa. Esta misma mañana se acerca con la pala, hace el hoyo profundo, mete los sacos con tierra y planta el décimo.
Dispuesto a cuidar sus tulipanes Unicum hasta la muerte, antes fue blando, pero se acabó.
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Los vecinos se apelotonan sobre Jonny. Algo tiene que hacer, denunciar a la policía por su ineficacia, conseguir que acuda el FBI, etc. Han desaparecido once canes bien cuidados y aseados. Sin testigos oculares, sin pistas, y ya sin wasaps pidiendo rescate o informando de que han destrozado sus vidas.
Están aterrados. ¿Y si confunden perros con humanos?
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Una pesadilla sorprende el sueño bendito del Tulipanero: acude a su casa un motero de pizzas, de unos veinte años, un descreído de barrios bajos, «el trabajo es una mierda y le cabrea motorizar pizzas». Es un chaval duro, al que le sale de las narices le arrea dos hostias bien dadas. Y odia este barrio de explotadores y maricas.
Pica al timbre del Tulipanero, este abre, coge la pizza y paga su estricto precio. «Maldito calvo baboso, ¿tengo que chuparte la polla para me des una buena propina, so cabrón?».
Intenta cerrar la puerta indicando con la mano que se vaya. El moto-pizzero se enciende y empuja para adentro al Tulipanero. Dentro hay un perro tendido en el suelo, los ojos abiertos, intenta alzarse y su cuerpo no obedece.
El motero se carcajea y grita: «El calvo es un folla perros. Les da por el culo a los perros, ahí tiene uno a punto de darle por el culo». Los vecinos comienzan a salir. Y él sigue gritando. Los vecinos entran apelotonados a su casa. ¡A la mierda!
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Las 13 horas. Aparece el motero con la pizza. Pica al timbre y abre el Tulipanero, coge la piza, le paga los cuatro dólares que vale la piza y le da cinco de propina, por ser rápido en la entrega. Da las gracias y pide perdón al tiempo que cierra, tiene prisa.
El motero toma la propina. Mira al calvo cerrando la puerta y le suelta: «no pienses que te la voy a chupar, mariquita, ni ahora, ni en la siguiente». Marcha contento, y el Tulipanero cierra. Tiene trabajo con el perro.
Sin algarabías.
A más manzanos menos perros. El vecindario que siga buscando al mata-perros en serie.
Canelo y yo
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EMPANADA
El olor a la masa dorada con un toque de las notas marinas le hace la boca agua. El trozo de la empanada recién horneada, cortado y decorado con la precisión del alto diseño, le espera sobre un platillo del set de la vajilla de moda, algo exclusivo de una arista española que aparentemente esta en vogue, pero a él simplemente le hacen gracia los dibujos.
—Señor Hergueta, ¿está seguro?
Al asistente se le tiembla la mano. Está nervioso, el hijo de su madre. Claro, durante décadas tenía las instrucciones muy estrictas —nada de empanadas—, y ahora presagia un desastre por la culpa de las transgresiones alimenticias. Nadie quiere perder su trabajo: la crisis, el AI, y esas cosas. Idiota.¿Cuánto tiempo le queda a su edad? Pues eso… Ya es tarde agobiarse por el futuro del empleo. El futuro es una cosa elusiva, un momento parece ser inminente y de pronto se ha escapado. El pasado, en cambio, siempre está detrás de tu espalda. No nos deja escapatoria.
Él estira la mano para coger el platillo. Si lo viera la enfermera le daría un ictus por la violación de las normas de la higiene. Pero él nunca ha hecho caso a las normas, y no está en condiciones de empezar. Odia a su debilidad, siempre detestaba esa sensación de la impotencia. Y el miedo que le da este maldito triangulo sobre la vajilla de lujo, también lo odia, y solamente esta rabia contra su propio miedo y su propia flojedad le hace mover la mano, partir un trocito —los dedos se deslizan sobre la corteza brillante, el relleno se desmigaja en la palma— y lo lleva a la boca que solo un momento atrás se hacía agua y ahora de repente se siente árida.
El mundo se estalla. Él deja de existir en este momento presente, atado a la odiosa cama del enfermo destinada a ser su condena, y se desmenuza en miles de instantes de sí mismo, el transcurso simultaneo de veces esparcidas en el tiempo, el rosario de su, Hugo Hergueta, vida.
…
Aquí él está sentado en una de las terrazas de la Rambla de Catalunya, el sol primaveral flirteando con los transeúntes, pero él no puede permitirse el lujo de participar en este baile de la celebración del renacimiento de la vida. La empanada sobre su plato es la única comida rápida en su día ajetreado, pero un cliente tocacojones le ha interceptado y ahora él tiene que perder el precioso tiempo convenciendo a un idiota de las cosas obvias. Ignorando el subidón del pulso —no es la hora para las debilidades— lleva el triángulo crujiente a la boca y entonces su cabeza se detona. El punto de partida.
…
El hospital. El cerebro y el cuerpo confundidos. Toda la familia en tensión, los padres, el hermano, la sobrina, los ojos preocupados: el ictus es casi una sentencia. ¿Será que su suerte eterna finalmente le ha traicionado? No se puede confiar en las mujeres. La madre, suprimiendo a los sollozos —una esposa de un militar verdadera— abre el tupper: le ha preparado su empanada preferida. Dentro de sí él lucha contra ser atendido de esa manera —él tiene cincuenta, no cinco— pero en vano. Para una madre su hijo siempre tiene cinco, y para su fastidio él ya no es el maestro de su cuerpo. Las manos tan queridas, corrompidas ya por el artritis —¡y él no ha podido hacer nada!— le lleva el trozo dorado a la boca, y su vida se deshace en un millón de abalorios por la primera vez. El cerebro es un bicho.
Su vida es un conjunto de perlas que cada vez se configuran en constelaciones diferentes.
…
“Tu madre está angustiada por ti”. Con su padre están en una taberna portuguesa, despedazando una empanada con las manos en la espera de unos ex-compañeros militares: el viaje por los lugares de la gloria de una vida eminente. Su padre es un tío duro, duro. Ya le gustaría ser así a los setenta. “Mamá siempre está angustiada, ya sabes”. “Sí, pero ahora yo también. Lo siento, hijo. Creo que es mi culpa”. “¿Tú culpa? Si todo lo que he conseguido en la vida es gracias a ti”. “Es lo que me preocupa, hijo, es lo que me preocupa”.
…
El sol despiadado derrita todo lo que sus rayos alcanzan, pero su cuerpo más bien se funde por la culpa del chili que impregna la empanada a que él atrevidamente ha dado un buen bocado. El timbre del teléfono se revienta indignado: sus socios le han perdido de vista. Le han avisado de no ir a ningún sitio sin el coche blindado y su escolta armada, pero él ha pasado las instrucciones por el forro. ¿Andar siempre bajo la vigilancia con el pretexto de falsa seguridad? Nah, eso no es vivir. “¿Qué onda wey? ¿Se te zafó un tornillo o qué? ¿Dónde estás? ¡¿No tienes miedo de nada?!” “Amigo mío, sentir miedo o cualquier otra cosa es un desperdicio de recursos valiosos para una persona con capacidades racionales”.
…
Están en el bar de Savoy. El primer dinero importante, que parece correr como un río y emborracha, haciéndole creerse invencible. La vida de verdad que solo acaba de empezar. El mundo en la palma de su mano. Y sus amigos, los compañeros de esta aventura capitalista, se ríen de él por su fiel afición a las empanadas. Se puede permitir cosas más finas. A él le hace gracia. Está por encima de las convenciones. Hace lo que le da la gana. “¿Ves aquella pava en la barra? Es la novia de Eric Clapton”. John señala a una hermosura que desprende a su alrededor un aire de superioridad fría. “Ya no”, Hugo se levanta para dirigirse a la reina del hielo. Desde hace tiempo le gustan los retos.
…
“…veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, diecinueve…” Su cuerpo tiembla del sobresfuerzo, y el olor de la empanada recién hecha que sale de las ventanas de la casa acaricia las fosas nasales, seduciéndole a ceder, aflojarse, recodar que no es un soldado sino un niño de seis años y su madre le espera en la cocina con un cálido abrazo y su empanada favorita. Pero entonces imagina la mirada despectiva con que su padre le recompensará si se permite a flaquear. “Los hombres de verdad no lloran. Los hombres no tienen miedo. Los hombres no se dejan llevar por las emociones. Los hombres observan y calculan y toman decisiones racionales. Los hombres entrenan la fuerza de voluntad y van hacia sus objetivos a paso firme a pesar de los obstáculos”. Él no quiere ser el niño de mamá. Es un soldado y un hombre de verdad.
…
“¿Y este bicho qué hace aquí?”. El bicho es él, Hugo, y la voz le hace encogerse, casi atragantándose con la empanada que su madre le daba en el tupper cada día para la merienda en el cole. Blanca, su malvada compañera con quien tiene que compartir el pupitre en clase, rodeada de sus amigas, se ríe de él. Es mala, mala. Hugo sabe muchas cosas, no es débil, pero con las chicas se pierde, efectivamente se siente un bicho raro. Y Blanca, como cualquier depredador, siente su miedo y, enardecida por el olor a la sangre simbólica, alentada por su jauría —las chicas por alguna razón siempre van en grupos, y esto les hace aún más peligrosas—, le ataca, y le ataca, y le ataca. Blanca es una diosa iracunda y requiere una oblación para ser apaciguada. Hugo saca otro trozo de la empanada. “¿Quieres?”
…
El sexo es una cosa gloriosa. Tenían razón todos que lo decían. Haberlo hecho antes. Sin embargo, la euforia del cuerpo cede muy rápidamente a un bajón imperioso: no estará mal ahora echar una siestita. Pero no, no, no. Esto daría ideas equivocadas a la otra parte. Recordando todo su entrenamiento, él hace un esfuerzo para levantarse de la cama. Mientras se viste, nota que en el plato, rodeado por las botellas, copas, cajetillas de cigarros y un cenicero, se queda un medio trocito de empanada, y lo lleva a la boca. “¿A dónde vas?”. El cuerpo de Blanca, desnudo, estirado sobre la cama como una estatua de Rodin, es magnífico. Cómo ha cambiado todo en solo unos años. “Tengo cosas que hacer”. “Pensaba que te quedarías. Mis padres se han ido para todo el puente”. Él le da un besito pasajero en los labios. “Pues disfruta. Te llamaré”. Por el momento en los ojos de Blanca se despierta aquella diosa iracunda a que él conoció de niño. Por el momento. Hugo ya no es el mismo.
…
“Sabes, Hugo, estoy cansada”. Marta, su mujer, está removiendo la cucharita en la taza de café, y evita mirarle a los ojos, mordiéndose el labio inferior: las señales claras de que llega el torbellino emocional. Él de costumbre se apaga la mente: hay que dejar a la mujer que se desahogue, pero ¿hacerle caso? Nah, es un desperdicio de los nervios. Él mientras tanto da un buen bocado a la empanada en su plato: cómo siempre se iba corriendo por allí y por allá todo el día y se está muriendo de hambre. “Y no es la cuestión de que siempre estás ocupado. Mi problema es que no te permites sentir”. Oh, sí que él siente. Siente muchas cosas. Ahora mismo, por ejemplo, se siente enojado porque le han citado en el medio del día bastante movido para decirle estas tonterías. Marta se levanta. Ya empezamos. “Sentir es un desperdicio, ¿verdad? Pero ¿sabes qué? Si cierras el corazón porque tienes miedo a que se te rompa, tarde o temprano sí que se te va a romper. Y no en el sentido figurativo”. Él se arquea la ceja para mostrar claramente qué piensa sobre todo el disparate. Marta se va, y en aquel entonces él se siente aliviado. Ya volverá. Siempre vuelve. No hay que hacerles caso a las mujeres.
No ha vuelto. Y ahora él, perdido entre miles de abalorios de su vida unidos por el hilo de la maldita empanada —las extravagancias del cerebro lesionado— se siente atrapado en este momento como una mosca en el ámbar, mirando como se está alejando la espalda de esa mujer que le hacía sentir tanto. Tanto que él no sabía qué hacer con aquel sentir y por eso huía. Y ahora todas aquellas emociones vedadas crecen en su pecho como un globo que se hace más grande que él, enorme, insostenible, más vasto que todo el Universo. ¿Cómo uno puede soportar al Universo en su caja torácica? No se puede. Y el pecho se le explota, se estalla a la vez en todos los instantes de él esparcidos en el tiempo. Marta le había avisado: se le ha roto el corazón. Bruja. Todas las mujeres son unas brujas. Pero, al final, tenía razón él: sentir mata.
La misteriosa vida de las plantas
Está a punto de morir. No hay solución. La única hoja que le queda está marrón y quebradiza, y el tallo tiene pinta de haber estado tres horas en el horno. No lo entiendo. He seguido todas las instrucciones del tutorial de youtube. Ni poca ni mucha agua. El fertilizante adecuado. Las horas de luz y de sol correctas, como un reloj. Pero nada. Otra planta a la basura. ‘Un pothos te aguanta lo que le echen’ me dijo el de la floristería. Me pregunto qué pensaría de una clienta que es capaz de asesinar a una de las plantas más resistentes de la tienda.
No tengo mano, no sé por qué insisto. No importa el empeño que ponga, todas acaban muriendo. A las fuchsias las traté con tanto cariño que, cuando tuvieron la plaga de mosquitas blancas, me pasaba las tardes matándolas una por una, además de aplicar el insecticida recomendado. No sirvió de nada. El ficus se fue marchitando a pesar de que, siguiendo la recomendación de mi cuñado, le dejé aireación suficiente. Hasta el geranio, feo pero rugoso, prácticamente inmortal, exhaló su último suspiro una tarde de verano.
Me dicen las que saben que no solo es el qué, que también es importante el cuándo. De nada sirve poner fertilizante si ya la planta tiene suficiente, o ponerla al sol si en ese momento necesita sombra. Ellas, que cultivan verdaderas selvas en sus casas, deben tener el instinto desarrollado para dar con el momento adecuado para hacer las cosas. Yo, por lo visto, no. Da lo mismo si llevo un cronómetro y unas instrucciones tan precisas como para construir una bomba atómica. En algún momento haré algo indebido.
Soy buena en mi trabajo. No soy nada torpe. No puedo creer que algo tan sencillo quede fuera de mi alcance. Debe ser algo sobrenatural. Una especie de aura asesina que aniquila la vida vegetal a mi alrededor. ¡Huyan de mí, seres verdes! ¡No se fíen si les hablo! Mi aliento les inoculará un veneno invisible pero letal. La energía negativa de mi aura hará que se marchiten hasta convertirse en hierbajos resecos. Un hada madrina me echó una maldición al nacer, solo que nadie se ocupó de avisarme.
Tendré que comprar plantas de plástico. Ahora las hacen casi perfectas, dan el pego. Nadie se daría cuenta, ni siquiera yo misma. Hasta el tacto es perfecto. Nada de las cutreces de antaño, texturas diseñadas con materiales modernos, que alegran la casa de la misma manera y no necesitan ningún cuidado, ninguna preocupación. Tan solo ponerlas en los lugares adecuados y listo. Decidido. A partir de ahora, solo plástico. Que le den a esas mimadas que se mueren a la primera de cambio, en cuanto no se les proporciona lo que sea que necesiten y que es tan difícil de averiguar. Adiós a lo natural ¡Viva lo artificial!
La maceta, al contenedor. Voy a abrir una botella de vino para celebrar la decisión. Y a responder a mis amigas ‘No, no voy a salir esta noche. No me importa esa mierda de que un clavo saca a otro clavo. Necesito estar sola. Abandono’ Después, cuando está un poco más borracha, sacaré el plástico del cajón del dormitorio para darme una alegría. Artificial, pero casi tan perfecto como lo natural. Nunca falla.
Cuando se durmió, el asesino ya estaba allí.
UNA BALSA DE ACEITE
—… y según el Instituto Nacional de Estadística, el precio del aceite de oliva se ha disparado en los últimos cinco años, aumentando alrededor de un 113% desde el año 2020 y…
La presentadora, de pelo rubio oxigenado y mandíbula equina, seguía desgranando datos oficiales mientras yo desayunaba sentado en la mesa de la cocina. Un par de minutos después, escuché el sonido de la puerta de casa. Julia venía de hacer la compra. Arrastrando el carro a través de la cocina, rebufó y masculló antes de pararse ante mí con los brazos en jarras.
—¡¿Sabes a qué precio está el litro de aceite?! ¡Es una puta locura! ¡Ocho euros y medio! Creo que a partir de ahora vamos a cocinar con vino, que sale mucho más barato.
—Pues precisamente de eso están hablando en la tele, del precio del aceite —dije.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dicen, que se han acabado las aceitunas?
—No, dicen que es por la guerra de Ucrania y por el cambio climático.
Ella comenzó a vaciar el carro, depositando su contenido sobre el silestone estelado de color beige. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Así que la guerra de Ucrania… No sabía yo que allí se produjera aceite de oliva.
—Ni yo. No creo que haya un solo olivo en todo el país. Allí hace mucho frío. Que yo sepa, siempre se ha producido en Andalucía o Extremadura. Pero dicen que es porque la guerra ha hecho aumentar el precio de la gasolina y entonces el transporte es más caro.
—¡Ja! La gasolina, claro. Debe ser por todo el petróleo que tienen en Ucrania.
—No tienen. De hecho, lo que tienen es gas natural y…
—Eso ya lo sé. No tienen petróleo, no tienen olivos, pero el aceite sube por la guerra allí. ¿Y tú te crees eso?
—Es lo que dicen en todas las cadenas.
Julia calló. Yo me levanté y le fui acercando los productos de la compra mientras ella los introducía en la nevera. Carne, huevos, yogures, embutido… De pronto, Julia se quedó quieta, con un pack de cervezas en la mano, y me preguntó:
—El jamón. Solo por curiosidad, ¿sabes cuánto ha aumentado el precio del jamón desde 2020? Porque el jamón también se produce en el mismo sitio, ¿no?
Cogí el móvil e hice una rápida consulta en Google.
—También ha subido, pero solo un 18%, no más del 100% como el aceite.
—Ya. ¿Y qué pasa, que para traer el jamón la gasolina es más barata que si traes aceite de oliva?
La contundencia de su racionamiento me dejó pensativo.
—¿Y si fuera el cambio climático? —pregunté, algo azorado.
—Javier, por Dios, ¿qué cambio climático ni qué niño muerto? ¿No estamos hablando de alimentos que se producen en la misma zona? ¿O es que el cambio climático es tan listo que elige en qué comarcas concretas se ceba o no? ¿Lo hace en Jaén pero no en Badajoz?
La lógica de sus palabras me hizo callar. Yo seguí pasándole el contenido de la compra, que ella almacenaba con precisión quirúrgica. Cuando todo estuvo colocado en su sitio, nos quedamos de pie, en medio de la cocina, mirándonos sin decir nada. Luego volví a fijar la vista en el televisor, que estaba apagado.
—¿Y qué más han dicho en la tele? —preguntó por fin ella, ya algo más calmada— ¿Algo interesante?
—Bueno, no. Las tonterías de siempre. Puigdemont votando junto al Partido Popular y Vox… El IPC de 2024… ¡Ah!, y la princesa Leonor, que ya ha comenzado su instrucción militar.
Volvimos a mirarnos sin decir nada. Sus ojos emitían chispas brillantes. Algo se movió en mi interior, una espiral de incredulidad creciente, una sombra de impotencia sin fecha de caducidad.
Luego los dos estallamos en carcajadas. Amplias, agudas, estentóreas… Casi histéricas.
Buffy
La puerta de la habitación de Teresa no cierra bien. A veces, un golpe de aire la abre de par en par, por eso, coloca los zapatos apoyados para que no se le abra a medianoche y le dé un susto; hoy, con las prisas, no los ha puesto. Aunque la puerta hubiera ajustado perfectamente, no habría evitado que se oyeran los gritos de su madre. Teresa está tirada en la cama con la cara hundida en la almohada, tiene un brazo colgando y nota en la mano los lametazos de Buffy que se esconde bajo la cama.
Buffy es un caniche enano que le regaló uno de los novios de mamá, a Teresa le gusta llamarlos papás, pero nunca lo haría delante de su mamá, se enfadaría con ella. El regalo se lo hizo para su quinto cumpleaños, ahora ya tiene ocho. Por suerte, ese cumpleaños coincidió con que mamá acababa de conocer a ese papá y los primeros días siempre es todo muy bueno. Los papás son todos muy amables con ellas. Mamá vuelve a estar feliz y la trata muy bien. La casa está limpia, cocina cosas buenas y el papá arregla una cortina o pinta un mueble. Es raro, pero ninguno ha conseguido nunca arreglar la puerta de la habitación. Salen de compras juntas o van con el papá de paseo o al parque de atracciones. Teresa se muere de ganas de decirle papá al nuevo papá, pero no lo hace, nunca le da tiempo, porque tiene miedo de que todo se tuerza, y acierta. Teresa sabe que todo va mal cuando hay más botellas de vino en la basura. La casa no está ordenada y mamá compra siempre pizzas. Llega un día en que vuelve del colegio y hay vasos sucios por todas partes, y entonces sabe que el nuevo papá desaparecerá. En esos días, mamá hace muchas bromas, pero ya no son graciosas. El papá de turno viene menos por casa y cuando lo hace siempre discuten. Al empezar los gritos, Teresa y Buffy se esconden en la habitación. El caniche se siente seguro bajo la cama y a Teresa el tacto de su pelo y los lametones cariñosos del perro son lo único que la tranquiliza.
Se oye el estallido de un vaso contra la pared. Hoy, todo ha empezado con una conversación telefónica. El papá actual le ha dicho alguna cosa a mamá que le ha enfadado mucho y ha tirado el móvil, Teresa piensa que lo ha hecho hacia donde estaba Buffy a propósito. Ha cerrado los ojos. Lo que más miedo le da en la vida es que alguien le haga daño a Buffy. Por suerte, al abrirlos, ha visto el teléfono roto en el suelo y Buffy había desaparecido. Mamá se ha puesto a abrir una botella, y también se ha enfadado con la botella porque no se abría. Ella ha aprovechado para refugiarse en la habitación, mientras lo hacía, ha escuchado la voz de su madre a su espalda que le decía algo sobre esconderse como una rata, pero no ha querido escucharla porque esa no es su mamá. Un día en que Teresa no podía dormir porque había visto una película de miedo, uno de los papás le dijo que los monstruos no existían, pero otro le dijo otra vez que los monstruos viven ocultos dentro de nosotros.
Teresa no llora. Cuando todo explota, cuando el mundo se vuelve un lugar odioso, sólo consigue quedarse en silencio. Sólo puede esperar a que su madre se beba algunas botellas y se quede dormida, entre lágrimas o desmayada como si se hubiera muerto. Teresa entierra la cara con fuerza hasta sentir que respira con dificultad y deja colgando la mano. Tantea hasta dar con el cuerpo de Buffy, a veces es la lengua del perro la que encuentra antes la mano. Hoy ha dado con el lomo del animal, el pelo del caniche está sucio, debe haberse metido en algún sitio o le ha salpicado vino. La mano de Teresa intenta desenredar el pelo de Buffy y este gruñe un poco y se mueve. Siente la lengua que le llena la mano de babas, la tiene muy rasposa. A la niña le preocupa que Buffy haya cogido algo. Fuera mamá ya no grita. En el silencio en que ha quedado la casa puede escuchar un rumor en la puerta del cuarto. Se incorpora un poco en la cama para mirar y, bajo la cama, la lengua parece adherirse con fuerza a su mano. La puerta de la habitación se abre y entra Buffy, trae cara de susto, pero se queda parado sin atreverse a buscar su refugio habitual. Mira a la niña con aprensión. Teresa siente en su mano la aspereza de una lengua lamiendo con más fuerza.
¡No estamos locos!
Como cada día, Elena sale de casa con prisa. Bajando hacia el metro se acuerda de que se le ha olvidado la comida que preparó con esmero la noche anterior. Lo cierto es que le da rabia habérsela dejado, no suele cocinarse nada y le había quedado una musaka de rechupete. Ya está harta de las aburridas ensaladas preparadas del super, así que da la vuelta y se tropieza con un borracho que le dice no sé qué del fin del mundo.
“¡Aparta atolondrada que llego tarde al fin del mundo!”
A punto está de escapársele la risa a la muchacha, pero al oler el tufo a orina que emana del pobre hombre, su sonrisa se vuelve una mueca de asco y lástima.
Al llegar al portal se topa con dos críos de unos 14 años que le gritan obscenidades a una chiquilla de no más de 12. A Elena le sale la vena feminista y reprende a los dos chavales, lo cuales se le ríen en toda la cara:
“¡Si quieres te enseño lo que tengo aquí colgado, vieja!”
Elena se aturulla abriendo la puerta del portal. ¿Cómo ha llegado al punto de sentirse abrumada por dos estúpidos que podrían ser sus hijos? Cada vez entiende menos a los niños.
Una vez con la lasaña a buen recaudo en el bolso, se encamina de nuevo hacia el metro, no sin antes fijarse en como un hombre anima a su perro a hacer caca diciéndole: venga campeón, que es para hoy. “Seguro que luego mira la caca del perro y hasta le felicita por haber cagado. Mundo de locos”, piensa Elena. Mientras el hombre va tirando agua sobre la acera por donde mea el animal.
Ya en el andén se le acerca una persona hablando por el móvil.
“Que sí, que te digo que sí… Los de arriba lo manejan todo… Ya ves, ayer parecía que iba a llover, pero yo vi pasar un montón de aviones y seguro que era para disipar las nubes… Claro, claro. Interesa que no llueva. Así nos tienen, acogotados… Sí, sí… ¿Te acuerdas de la Filomena? Pues ha muerto por haberse vacunado… Como te digo. Se vacunó hace 4 años y hace un mes le salió un cáncer de páncreas y al hoyo… Ya ves. Todo por culpa de las vacunas… Bueno, la verdad es que se cuidaba poco pero si no se hubiera vacunado…”
Elena se pone los auriculares para no seguir escuchando tantas tonterías pero en el vagón tiene que quitárselos porque hay un muchacho rapeando a todo volumen:
“…Perdonen ustedes por molestar, pero les quiero cantar este rap… Ya saben hermanos que todos somos humanos… No me gusta el dinero pero si me quieren apoyar denme duros por rapear…”
Ella no tiene monedas, así que mira hacia otro lado cuando pasa el rapero, después intenta ponerse de nuevo los cascos pero le interrumpe un mendigo que recita con voz de robot algo sobre que le da lástima pedir pero peor es robar. “Lógica aplastante”, piensa Elena.
Como parece que todo se ha confabulado ese día para que no pueda escuchar música, decide entretenerse con videos de Tick Tock: “Leche de vaca, la mejor proteína” “Leche de vaca no, bebe leche de soja” “Leche de soja no, bebe leche de avena” “La avena tiene demasiadas proteínas, para adelgazar no bebas leche” “Para adelgazar ve al gimnasio” “Para adelgazar quédate en casa y haz ejercicios de pared” “Cómo estar en forma con ejercicios en una silla” “Para adelgazar corre” “Para adelgazar camina” “No seas gordófobo”
Elena apaga el móvil y se queda mirando las musarañas en el vagón. Aún le quedan unas cuantas paradas pero el metro lleva parado bastantes minutos en la estación de Rocafort y la gente empieza a impacientarse.
“Luego dirán que dejemos el coche en casa.”
“Los de arriba seguro que van en metro al trabajo…”
“Todos son unos ladrones.”
“Tío, que tú trabajas de extranjis.”
“Por eso coño. Para que se lo lleven ellos, me lo llevo yo.”
“¡Lalalala!¡ ¡No estamos locos, que sabemos lo que queremos
Vive la vida igual que si fuera un sueño
Pero, que nunca termina, que se pierde con el tiempo
Y buscaré, oye, pero buscaré…!”
“Y a ese, ¿qué le ha cogío?”
Por fin el vagón se pone en marcha y tras bastantes minutos Elena llega al trabajo. Como cada mañana, antes de entrar, se topa con una chica que pasea a un pequeño cerdo vietnamita. El animal la mira con ojos caídos, como si se preguntara qué narices hace pastando en el césped de una ciudad. Elena siente lo mismo.
Ya en el sanatorio, la enfermera de guardia le dice que el chalado de la habitación nueve ha vuelto a intentar suicidarse esa noche y que lo tienen sedado y atado con la camisa de fuerza para que no pueda hacerse daño. Ella asiente. Lo cierto es que el enfermo de la habitación nueve le cae bien, a veces a ella también le dan ganas de dejar este mundo de locos. Para ella está claro que los de dentro están bastante más cuerdos que los de fuera.