Laboratorio de escritura 19 de noviembre.

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

Para esta sesión la consigna es escribir un relato que transcurra en un no lugar. Un no lugar es un sitio en el que no habitamos, donde estamos de paso, somos anónimos y todo puede ocurrir. Surgieron los siguientes:

Sala espera aeropuerto, pista aterrizaje, playa, cementerio, monumento, parque, parking, lavabo público.

Ya tenemos el dónde, nos falta el quién. El azar distribuyó personajes por la mesa, surgieron los siguientes:

Prófugo, demiurgo, revolucionario, fundador empresa de éxito, astronauta, cineasta, Rita Cervera.

El qué ocurre corre de vuestra cuenta.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 17 de noviembre a las 12 de la noche. Tenemos hasta el propio día 19 para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

9 comentarios

  1. Sergio Alonso

    *Corregido*

    INSPIRACIÓN

    Estaba bloqueada. Llevaba un tiempo intentando encontrar la inspiración para su cortometraje. Había probado en aeropuertos, parkings y demás espacios de paso, lugares hacinados en los que las personas no eran conscientes de estar: localizaciones que no tenían ningún atractivo, que eran un mero trámite entre un punto A y un punto B. Pero esa noche decidió apostar por lo seguro. Así que ahí estaba, sentada frente a un cementerio.
    El tiempo pasó y se hicieron las doce. El badajo de un campanario empezó a repicar con fuerza, rompiendo el solemne silencio de una noche invernal, oscura y fría. La duodécima campanada se quedó suspendida en el aire. Una vibración que hacía temblar su cuerpo y de la que sus tímpanos no podían desprenderse. Pero finalmente se apagó, dando paso a unos instrumentos de cuerda.
    Ella no podía ubicar su origen, pero estaba completamente segura de que era música de cuerda. Poco a poco, la música fue creciendo hasta que aparecieron los vientos. Sutiles soplidos abandonaban los orificios de unas flautas traveseras. Finalmente reconoció la pieza que cada vez cobraba más protagonismo. Sonaba An der schönen blauen Donau.
    Miró a su alrededor intentando localizar la orquesta que interpretaba Schubert a un volumen completamente desproporcionado con la calma y tranquilidad de aquella noche. Pero no vio a ningún músico, solo vio unas sombras moviéndose. Aguzó la vista y pudo comprobar que las sombras eran varios cadáveres que salían de sus tumbas ataviados con trajes victorianos.
    Poco a poco, los cuerpos se juntaban por parejas tras un gesto de cortesía pidiendo un baile. La orquesta oculta siguió tocando y los restos humanos empezaron un vals mortuorio con una increíble sincronización y una precisión pasmosa en todos sus movimientos.
    Ella decidió sacar su teléfono móvil, apoyarlo en una lápida y grabar la escena. Le preocupaba que no se captaran los matices de aquella especie de aquelarre decimonónico que nunca habría imaginado presenciar.
    La pieza llegó a un pequeño interludio después del primer gran crescendo y las parejas dejaron de bailar. Mientras seguía la música, los cadáveres empezaron a despojarse de sus trajes y, poco a poco, terminaron todos completamente desnudos. Su piel de color cetrino, sus extremidades pútridas, sus muñones infectos, sus torsos llenos de pústulas y sus huesos vacíos de tuétano quedaron completamente a la vista. En ese momento, todos se tumbaron y comenzó el encuentro sexual más multitudinario que ella, la directora, había podido presenciar nunca. Los sexos de unos encajaban con los de otros chapoteando, desprendiendo unos efluvios caducos y sulfurosos. La música seguía creciendo y el ritmo de los revividos también. El desenfreno animal de aquella orgía luctuosa era esperpéntico. Las extremidades de unos y otros se desprendían de sus articulaciones como mantequilla que se funde, pero eso no les detenía. La directora había terminado en la Sodoma y Gomorra de la noche de Walpurgis y estaba sintiendo una mezcla entre entusiasmo, rechazo, asco y excitación. Pero, entre toda la efervescencia sincopada de los cadáveres perdiendo partes de sus cuerpos arremetiendo contra los demás cuerpos sin medida ni criterio, vio a un enorme gato negro sobre dos patas. Él se acercó y la cineasta le reconoció.
    —Hola, Popota. ¿Has visto a Voland?
    El gato se quedó mirándola, perplejo. Como si le sorprendiera enormemente que una humana le estuviera hablando.
    —Soy Margarita—continuó la directora—. ¿No me reconoces?
    —Disculpe, señorita. Creo que se confunde de gato.
    —¿Cómo voy a confundirme? Tú eres Popota.
    —En mi vida he escuchado ese nombre. Parece ruso y yo no tengo nada que ver con Rusia. Si me disculpa…
    Entonces el gato se adentró en la orgía, se sentó en el centro y empezó a lamerse las patas. La directora, decepcionada con la interacción, cogió su teléfono móvil y se fue de allí.
    ***
    A la mañana siguiente, la decepcionó tremendamente comprobar que se había grabado a sí misma bailando en el cementerio silente y acariciando a un gato negro mientras repetía una y otra vez «Popota». Había sido el mejor viaje con LSD que había experimentado en su vida, pero creía imposible hacerle justicia a ese dislate lisérgico en un cortometraje. Así que empezó a buscar el siguiente no lugar que pudiera inspirarla.

  2. Natàlia Jaurrieta

    Space Odity
    Deu, nou, vuit… Control a terra a comandant Tom, començant el compte enrere, set, sis, cinc, quatre, tres, dos, u… Ens enlairem.
    La nau m’embolcalla amb el seu metall gris cendra; El meu lloc segur. Als vuit anys, aquella tarda de diumenge al cine, veient Apol•lo 13, ho vaig saber: papa, jo vull ser astronauta, mama, què haig de fer .
    El pare va riure, la mare va riure, però l’univers em picava l’ullet. La naturalesa es va portar bé amb mi, les meves condicions físiques han estat les òptimes i l’enginyeria em va costar moltes renúncies- milers d’hores entre llibres, nits senceres estudiant, adeu a moltes festes de joventut-, però vaig aconseguir la meva fita.
    El primer cop que vaig veure la terra des de l’espai, vaig pensar que cada nit en vela i totes les renúncies, havien valgut la pena. Anys després, tinc la certesa que posar el peu a la lluna no té preu. Tretze elegits entre divuit mil candidats. Artemis III, arribar a la cara oculta de la lluna, el primer vol amb tripulació.
    L’absència de gravetat em converteix en un ésser lleuger en el sentit més ampli de la paraula. Tots els desitjos s’esmicolen, em desprenc de dubtes i dolors, només vull flotar en l’espai com un cos celeste més, integrar-me de forma completa i perfecta en el cosmos, fora de la terra.
    Els meteorits que creuen l’atmosfera terrestre es desintegren, els cometes desfan els seus gasos apropant-se al sol i mostren la seva cabellera. La incandescència de les estrelles m’hipnotitza. Tot l’univers s’expressa amb harmonia burlant el temps i l’espai, en una sensació d’eternitat que em bressola.
    Ara i aquí, al Golden Gate, mirant cap a baix, l’atmosfera em torna pesat. Amb els peus aferrats a la terra, cada pas se’m fa feixuc, com si dugués una llosa sobre l’esquena que em va fent petit i geperut. La vida a la terra em limita, l’oxigen m’està ofegant. El meu eix gravitatori s’ha desviat, el rumb és incert i tendeix al caos, l’entropia augmenta. Els cotxes, la gent. són satèl•lits que giren al voltant de la meva òrbita. El meu somni ha estat esquinçat.

    Dur l’escafandre a la terra és una excentricitat, una broma o potser un símptoma de malaltia mental. O les tres coses alhora. Cent quilos de vestit espacial blanc que brilla sota un cel esquitxat de petits núvols. Clic, clic, no se’m pot veure el somriure a través de l’escafandre, però saludo als cotxes aixecant la mà dreta. Soc un autòmat disciplinat: la seva foto, gràcies.

    Aquesta missió és la més important que he dut a terme, dos-cents vint metres d’altitud, els reflexos de l’aigua tenen la llum perfecta a aquesta hora del capvespre. Els temps i l’espai estan jugant a fet i amagar, com el tumor que creix dins meu. Microsatèl•lits mutats en el meu ADN, enhorabona per la seva missió, però això va amb la feina. Trepitjar la lluna no té preu, ja no podré saber-ho, ara soc el meu propi forat negre. Adéu, Artemis, no hi arribaré a temps, comandant Tom, estem fotuts.

    El fons del mar potser és una rèplica de l’espai. Cent vint quilos de vestit espacial més setanta del meu propi pes, i glups, glups, quedar-me sense oxigen al Pacífic, ben al fons, en posició fetal.
    Deu, nou, vuit, set, sis, cinc, quatre, tres, dos un .. M’enlairo per darrer cop enfilat sobre el metall rogent de la barana, salto …
    Zero.

  3. https://marcianaenbradbury.blogspot.com/2022/11/encierro.html

    Encierro
    Eran ya las siete de la tarde y el maldito ascensor llevaba más de una hora parado entre el piso 33 y el 32 de la torre Mapfre. Yo empezaba a estar fuera de mí, si no ocurría un milagro pronto, podía despedirme de entregar el trabajo a tiempo. Miré la hora, las siete y dieciocho. Resoplé. Agucé el oído por si escuchaba algo que me indicara que se estaban haciendo progresos para sacarnos de allí. Nada. Ahí estaba, colgando como un murciélago, con un abismo bajo los pies y el infierno concentrado en cuatro paredes.

    Éramos tres encerrados dentro de aquella cabina de tortura. Yo miraba a los otros con cara de fastidio. El tipo de mi derecha, un rollizo trajeado de unos cuarenta y tantos, no paraba de gesticular y de columpiar un ridículo maletín mientras vociferaba por el móvil. Parecía tener cierto peso en el edificio y daba órdenes a alguien que, suponía yo, tenía en sus manos el arreglar el ascensor. De vez en cuando se miraba el Rolex con impaciencia y me guiñaba el ojo. Llevaba un buen rato al teléfono y la oreja lucía el rojo incandescente de un lechón al horno. Cuando colgó me volvió a guiñar el ojo. Y dale. ¿Qué quería? Ya me empezaba a tocar las narices tanto guiño y tanta tontería.

    Tranquilos, en nada estamos fuera.

    Dijo lo mismo hace una hora.

    Nada, ahora ya está aquí el técnico. Es algo del cuadro digital. Ya verán como en nada nos sacan de aquí.

    De nuevo le sonó el móvil. Otro guiño mientras contestaba. Yo empecé a imaginar que lo estrangulaba con la corbata mientras le golpeaba la cabeza con el maletín. Otro amago de guiño y lo haría picadillo.

    El otro ocupante de la cabina era una mujer de unos treinta y pocos. Embadurnada con maquillaje, éste había dejado chorretones en sus mofletes, tras un sin fin de chillidos y lloros. Ahora, más calmada, sentada con las piernas abiertas como una muñeca Nancy, se miraba las palmas de las manos con dedicación, como si aquel gesto fuera lo único que pudiera evitar su caída inminente en la locura, mientras emitía gemidos más propios de una gata moribunda que de una mujer. Si hubiera podido, le hubiera embutido las medias en la boca para que callara.

    ¿Quién me mandaba a mí ir a trabajar al coworking de aquel edificio dantesco? Desde que había llegado todo fueron despropósitos. Mantener conversaciones coherentes por el móvil con mi agente había sido un suplicio con continuos cortes de línea. Tampoco conseguí conectarme a la wifi por lo que acceder a Internet para enviarle el guión derivó en un calvario inútil. Fotocopiar las páginas, una odisea irrealizable; por más que la máquina engullía papel liso siempre lo devolvía hecho un acordeón. El café, para colmo, era imbebible y además estaba el olor rancio y penetrante de los lavabos que se había adueñado de las paredes de toda la planta, como si formara parte del propio cemento. Por último el fallo del ascensor y la compañía desoladora, guindas amargas de un mohoso pastel. El guión estaba gafado, no había duda. Meses llevaba con él y jamás me había convencido, pero un encargo es un encargo, aunque empezaba a arrepentirme de haberlo aceptado.

    Me sonó el móvil. Era Alberto. ¡No! Lo que faltaba. Bufé. Pues lo sentía mucho pero no estaba para dar explicaciones sobre el retraso. Ya me oiría, ya, cuando le dijera donde se podía meter el jodido coworking, la puta torre Mapfre y el guión de los huevos. Apagué el móvil y lo guardé. Me apoyé en el espejo del ascensor con la derrota marcada a fuego en el rostro. El hombre del maletín seguía al teléfono, nervioso y acalorado. Me miró y guiñó, intentando aparentar una calma que estaba lejos de sentir. Empecé a creer que aquél guiño insistente era una burla hacia mí. «Mejor no lo miro más porque no respondo», pensé.

    La Nancy, desde el suelo, me miraba rendida, el maquillaje rojo de los labios se había corrido y el negro desleído en sus pestañas le enmarcaba la mirada como un antifaz. Me dio pena la muchacha, seguro que a ella también la esperaba alguien en el otro lado. Le puse la mano blanda en la cabeza y le di unas palmadas amistosas como las que se da a una mascota. Ella entornó los ojos y me dio las gracias con una sonrisa tímida.

    El tipo colgó el móvil, nos miró como si se diera cuenta de nuestro patetismo. Se desanudó la corbata. El pelo negro le caía lacio por la frente. Torció la comisura de los labios dibujando una sonrisa desmayada. Me pareció un pelele caído. Los tres lo éramos. De pronto recordé el guión.

    Oigan, tengo una idea para pasar el rato. ¿Les apetece que les lea algo? Tengo aquí un guión que he escrito. Es una comedia. Va sobre unos tipos encerrados en una cabaña.

    ¡La cabaña en el bosque!

    Esa ya la he visto.

    No, no, oigan. Esta es mía, soy guionista. ¿Les apetece? ¿Les leo?

    Venga. Aunque no me parece creíble eso de que se queden encerrados en una cabaña. ¿Por qué no en un ascensor?

    Miré a la Nancy. Asentí con entusiasmo por la sugerencia. Él me guiñó un ojo y yo, como se lo diría agente, yo caí en el abismo.

  4. Lidia Gilabert

    CORREGIDO

    Reencuentros

    Las aceras de la larga avenida de Princess Street estaban inundadas de toscos obreros de cascos amarillos y chalecos reflectantes. Una densa capa de polvo blanco, cuál neblina cubría el barrio desde el amanecer de la primera jornada de trabajos.
    Sofía afinó la mirada a su derecha y le pareció trazar con precisión la figura de aquel enorme autobús rojo de dos plantas bañado por una turbia atmósfera semejante a la niebla matutina con olor a cal y hierro. El cielo se veía sereno. El aire había barrido las nubes y en consecuencia, aquella visión se le antojó relajante. El autobús apagó el motor en unos segundos que a ella la elevaron a la gloria. De repente sintió un abrupto carraspeo y un golpe en el codo que la empujó en la marquesina de la parada que la condujo al desconcierto.
    El autobús cerró sus puertas y aceleró. Sofía quedó muda. No quería disputas. Ante ella había un hombre tosco y aturdido, presumiblemente por el alcohol. “Un indigente”, se dijo a sí misma con temor.
    Este retrocedió tambaleante y se dejó caer bajo la sombra de la monumental torre gótica de roca oscura que resguardaba el espíritu del escritor, quien esculpido en mármol blanco se disponía a descansar en su asiento, impávido, junto a sus libros y su fiel can Maida, bajo aquellos inmensos arcos.
    ––Tú no eres de aquí.
    A Sofía se le encogió el pecho.
    ––Eso no es asunto suyo.
    El indigente soltó una liviana carcajada encharcada y se fregó los labios con las manos.
    Sofía dio media vuelta para marchar, pero este la detuvo.
    ––Yo tenía sueños, ¿sabes? Rectitud, decían siempre, trabajo duro, diligencia, éxito… Me llenaban mis padres la cabeza con estas palabras. Yo me lo creí. Todos lo hacemos, tanto hombres como mujeres siempre acatan las normas. El humano no se siente cómodo en el libre albedrío, hay quienes necesitan que les tracen el camino para no perderse. Pero mi camino se bifurcó de repente. Me enamoré de la que yo comprendí era la mujer de mi vida; una joven bailarina de la PlayHouse.
    […] Tan encantadora. Un día sin verla se sentía como mil años en soledad. La muchacha me hipnotizaba y perdía los estribos en su ausencia, y junto a ella el pecho se me hinchaba como un globo de feria. ––Suspiró tranquilo y lleno de paz en el alma–– Mi dulce Debbie… Ambos habíamos estudiado en el College de Tollcross y al terminar mis estudios en Cinematografía Contemporánea me propuso un proyecto. Se trataba de lanzar mi carrera como cineasta y el suyo de actriz, junto al resto de nuestros amigos. Debbie ansiaba el papel protagonista en la obra. Soñaba con él, me decía, había nacido para ser una estrella y el destino, insistía, era que ambos cumpliéramos nuestros sueños juntos.
    […] Mi cabeza hervía por la presión, pero tras debates y discusiones acordamos que lanzaríamos un monólogo intimista de una víctima de violencia doméstica. Debbie estaba convencida de que era el papel ideal para ella y que tras su actuación, Hollywood no tardaría en contactarla para algún drama adolescente. El equipo estaba entusiasmado. Habíamos trabajado tan duro durante meses con los preparativos, que sentimos nada podía ir mal…
    ––¿Qué sucedió con el cortometraje?
    El viento barrió la calle y la empañó con finas gotas de lluvia.
    ––El dinero se acabó ––clarificó seco––. Mis padres, quienes financiaban el proyecto, tuvieron un… accidente de coche. De camino a las Highlands, el conductor iba borracho y chocó frontalmente con la caravana. ––Inspiró profusamente–– Los empujó fuera del arcén y se ahogaron en el lago. El dinero se acabó. Debbie hizo las maletas y me dejó a la mañana después del funeral. El equipo de trabajo se disolvió y mis amigos desaparecieron. El banco comenzó a reclamar las deudas. Mis padres se habían adeudado en los años que recibían la jubilación y la pensión. Pero los números no daban y habían creído que si su hijo llegaba a convertirse en cineasta famoso, todos sus problemas se solucionarían. Que el dinero ya no sería el problema… Por eso, mi madre había presionado a mi padre para pedir otro préstamo, pero esta vez para mis estudios… Obviamente, yo no sabía nada.
    ––¡Así te arruinaste, así entraste en las drogas y ¡así te destrozaste la vida!
    El indigente la miró confuso y negó con la cabeza, obseso.
    Histérico.
    ––No, no ––balbuceó–– ¡No, no! No fue culpa mía. ¡Fue todo de Debbie, ella me arruinó!
    En un arrebato de ira, bajo la siniestra mirada de Sir Walter Scott, el indigente la sacudió por los antebrazos y la empujó furioso de nuevo contra el metacrilato de la parada y se echó al suelo en un ovillo. Tras ello, la abordó la furia:
    ––Cuatro años hace que no te veo, mi preciosa bailarina de cabellos oscuros. Debbie me arrastró a los infiernos y yo me dejé llevar como su fiel vasallo. Me recuerdas tanto a ella. Sois como dos gotas de agua y es por ello que mis palabras se han dejado llevar por la melancolía. Oh, Debbie, ¿realmente eres tú o solo producto de mi imaginación? ¿Me quieres, me quisiste alguna vez, aunque solo fuera fugazmente?
    El indigente se tiró al suelo, suplicándole por qué le brindara una contestación.
    Sofía se alejó de él temerosa y desconcertada bajo la impávida vigilia del poeta.

  5. Julián Mut

    Revolucionario – Pista aterrizaje

    PUSILÁNIME

    Embarqué de los últimos en el avión y cuando pasé por el pasillo en la zona reservada a primera clase reconocí al director de la DINA que tantas veces había salido en los noticiarios. Nuestras miradas se cruzaron, pero me intimidó tanto que bajé mansamente mi mirada al suelo.

    A medida que andaba por el pasillo hacia mi asiento pensé en las conversaciones sobre el comunismo con mis amigos de la facultad que había dejado apenas seis meses antes. Eran temas que me atraían, pero de los que me alejaba constantemente tanto por el miedo que me daba la policía secreta como la presión que ejercía mi familia y mi entorno para ser fieles a Pinochet.

    El avión iba medio vacío y era el único ocupante de mi fila. Miré por la ventana y me fijé en un hombre con un chaleco fluorescente revisando el ala del avión que se detuvo en uno de los motores. De repente sus movimientos fueron rápidos y precisos, desmontando con decisión un panel del motor. Sacó un pequeño paquete que guardaba escondido entre su cuerpo y la ropa que colocó dentro del compartimento que había desmontado y volvió a colocar el panel, desapareciendo de mi campo de visión en un instante.

    Con la seguridad de que un revolucionario del MIR había colocado una bomba y con el corazón desbocado miré por encima de los asientos, pero nadie parecía haberse percatado de lo que había sucedido. En la megafonía del avión empezaron a dar las consignas de seguridad, entre ellas que nos abrocháramos el cinturón y que no nos levantáramos del asiento.

    El avión empezó a moverse lentamente, busqué con la mirada a alguna azafata, pero el pasillo estaba vacío y no me atreví a levantarme ya que había sido educado para no contradecir las reglas. En mi vida apenas había decidido nada por mi mismo: había estudiado economía porque mi padre lo había decidido, los fines de semana los pasaba en el club junto a unos amigos insulsos y había entrado a trabajar en la empresa nacional de fertilizantes de guano de Chile de la mano de mi tío.

    El avión seguía recorriendo la pista con lentitud y se quedó unos instantes detenido antes de despegar. Sabía que era mi última oportunidad para avisar sobre lo que había visto, pero una vez más hice lo que mejor sabía hacer: callar y obedecer las instrucciones de quedarme sentado.

    Empezaron a rugir los motores y mi corazón se aceleró. Me sentí de pronto un pequeño héroe porque me creí partícipe de un atentado contra la dictadura de Pinochet. El avión empezó a correr por la pista y las imágenes empezaron a sucederse en mi cabeza rápidamente. Recordé una carga de la policía sobre unos chicos indefensos que ví desde la ventana de mi casa, la conversación con una chica en una fiesta en la que trataba de convencerme fervientemente sobre la igualdad de clases, de la que me enamoré secretamente. La dignidad de un compañero de la facultad cuando volvió a clase después de haber sido interrogado por la policía y el orgullo con el que los compañeros de izquierdas hablaban sobre las libertades.

    El avión despegó y me sentí libre. Libre de haber tomado mi propia decisión y contento y satisfecho de dar un buen golpe al gobierno que tanto me repugnaba. Recliné el asiento hacia atrás, respiré profundamente y cerré los ojos en paz conmigo mismo.

  6. Irina

    Escape room

    —Y me seguía repitiendo: “El lunes tengo que irme de viaje. ¿Dónde está mi maleta? Tengo irme el lunes”. E yo: “¡Papá! ¿Pero a dónde te vas?” Y él solo dale que te pego con esta maldita maleta… ¡¿De dónde le vinieron las fuerzas?! Si llevaba meses sin levantarse de su silla de ruedas, y aquí, de repente, tanto vigor y energía… y solo seguía con “Tengo que irme. Me están esperando. El lunes me voy.”

    Las dos tías en unos asientos próximos intercambiaban sus historias que les habían empujado a emprender sus respectivos viajes. Al principio le daba vergüenza escuchar testimonios tan privados que no estaban destinados para sus oídos. Era como entrar en casa de alguien sin haber sido invitado. Pero le esperaba una noche larga, y no tenía nada más que hacer. Además, a las tías, al parecer, no les importaban ni visitas indeseadas, ni testigos fortuitos: hablaban tan alto que perfectamente les podría escuchar cualquiera en la sala si todo el mundo allí no estuviera haciendo lo mismo.

    —¿Y qué pasó? —indagó la segunda.
    —El lunes murió.
    La segunda hizo la mueca de shock y sorpresa justamente la que se esperaba de ella.
    —Cogí aquella maldita maleta y decidí irme a Goa. Y ahora no puedo sacarme de la cabeza aquello que decía, que tenía que irse el lunes, que le estaban esperando.

    La historia de la segunda era mucho más mundana: un marido infiel, una vida aborrecedora, los hijos que solo demandan, pero nunca se atienen a los ideales de su madre, el día a día con el sabor a desaliento, y el viaje al lugar del ensueño como la única salida hacia la ilusión de la libertad.

    Detrás, una voz masculina elogiaba aquella libertad prometida: diez rupias por un desayuno, una samosa y un chai, y luego montas a tu fiel Royal Enfield, y no hay en toda la India quien te pare. Su interlocutora, juzgando por la voz, una chica bastante joven, y, juzgando por las palabras, totalmente inexperta aún en el arte de habitar la onírica Goa Dorada, compartía sus planes de convertirse en una malabarista con fuego en las playas paradisiacas. Estaba ya visionando su espectáculo, y todo. El amante de las samosas y Royal Enfields la alentaba: eso era el espíritu de la libertad no encarcelada por la razón.

    “Estamos locos” —pensó, cansada. Los asientos eran duros, e incómodos, y le dolía ya el culo. Y esto que la noche acababa de empezar. Con pena y envidia miró al rincón de juegos, montado en una parte de la sala, teoréticamente, para niños. Ahora, gracias a sus alfombrillas de espuma que cubrían el suelo, estaba invadido por mujeres y niños y uno que otro padre de la familia durmiendo. Doha estaba velada por la niebla, las pistas de aterrizaje escondidas en los mundos paralelos, y ningún avión se despegaría hasta la mañana.

    —¿Qué? Vaya lío, ¿no? —el hombre que se sentó al lado transpiraba dinero y demasiada seguridad en sí mismo. La ropa muy bien ceñida al cuerpo en buena forma. Ray-Ban sobre la cabeza rapada. Y lo peor de todo: era exageradamente apuesto, lo que de por sí ya era muy sospechoso.

    La miró, le hizo un guiño, y se puso a hablar. “Oh, ¡no!” —pensó— “Otro amante de charlar con desconocidos.” Quería cerrar los ojos y fingir que estaba durmiendo, además que mirarlo a él parecía peligroso. Pero tal grado de mala educación le venía demasiado grande. Menos mal, al tío le bastaba con que le escuchasen, o, por lo menos, con que alguien simulase que lo estaba haciendo.

    Primero le comentó todo lo que pensaba sobre los aeropuertos en general (que le gustaban) y sobre este en concreto (era un desastre), sobre las nieblas y fenómenos meteorológicos, y los asuntos de gestión eficiente de aerolíneas, y, de hecho, ya puestos a hablar sobre la eficiencia, de cualquier negocio. Luego pasó a contarle su vida, empezando, cómo no, por las razones de su estado de tránsito. Ella, aunque se perdió en los detalles, alucinaba con la trama que involucraba policía, delitos múltiples, traiciones y trampas, y casi que una compra-venta de secretos del estado.

    Todo dejaba un sabor del surrealismo (tal vez, simplemente, era la hora de dormir). El hombre daba impresión extraña. Hablaba demasiado alto, o, tal vez, simplemente hablaba demasiado (porque, siendo sinceros, los únicos quienes no hablaban demasiado alto en aquella sala eran las mujeres y niños dormidos sobre las alfombrillas infantiles). Muchos gestos, muchas opiniones, mucha voz. Todo esto provocaba una disonancia cognitiva con que, si había que creerlo, estaba huyendo de la ley. No se escondía. Es más. Se ponía demasiado en evidencia, como si diciendo a todo el mundo: “¡Aquí estoy yo, y que os jodan, no me podéis hacer nada!” Por otro lado, pensándolo, tal vez precisamente por eso estaba en la situación en que estaba: se las sudaban las leyes, las reglas, las normas, y todas las demás regulaciones. Estaba por encima de ellas. Las ignoraba, con toda la jeta que tenía.

    —Voy a mear —se levantó, apuntándola con el dedo. —No te escapes.
    Y se fue tan ancho. Hacia la puerta que ponía Exit.

    “Es que no hay escapatoria” —pensó, finalmente cerrando los ojos, aliviada. “Todos aquí estamos huyendo… Pero no tenemos escapatoria…”

  7. Lluís Guitard

    Lugar o no lugar

    – Llegas tarde.
    – Se ha alargado la clase.
    – ¿Has comprado pan?
    – No.
    – Saca del congelador y ponlo en la tostadora.
    – Vale.
    – He hecho pasta al pesto, solo falta gratinar.
    – Perfecto.
    – Mientras acabo la ensalada, ¿puedes poner la mesa y preparar esa película nocómosellama sobre Ricardo III?
    – Vale, pero antes te quería pedir un favor.
    – ¿Qué quieres?
    – Que, cuando puedas, pienses en un lugar de paso que sea narrativamente interesante.
    – ¿Que?
    – Perdona, he ido muy rápido, te explico. Es para un trabajo del curso: escribir un relato que pase en un lugar de paso. Bueno, ellos lo llaman un “no lugar”, un lugar donde ni se vive ni se trabaja. Eso, ahora, se llama un “no lugar”. Un parque, un aeropuerto, una calle, un lavabo público. Para ti, un lugar de paso.
    – Gracias por la traducción. Pero un no lugar solamente podría ser un agujero negro. En tu escuela son gilipollas.
    – Lo sé.
    – Me alegro que te hayas dado cuenta. Deja de ir.
    – La clase en realidad no ha acabado tarde…
    – … lo sé, no te había creído…
    – … pero al salir de clase he ido a un bar a pensar en un “no lugar” original para un relato y, la verdad, dudo que se me ocurra ninguno. Y he pensado que quizá a ti sí que se te ocurriría algún lugar de paso original.
    – El purgatorio.
    – ¿Qué?
    – El-pur-ga-to-ri-o. ¿Tienes límite de palabras para escribir tu relato?
    – Sí.
    – Pues no me hagas repetir.
    – ¿Lugar de paso el purgatorio?
    – Claro, cariño. El cielo y el infierno son para siempre. Del purgatorio te puedes mover. Puedes estar hasta la eternidad en el purgatorio. Pero, y escucha lo importante: hasta un segundo antes de que acabe la eternidad, puedes hacer méritos suficientes para ir al cielo.
    – Antes de que acabe…
    – Déjalo. El fin de la eternidad no existe, pero es para que me entiendas. Aunque acabes la eternidad en el purgatorio, en realidad siempre habrá sido un lugar de paso. Un “no lugar” en vuestro idioma gilipollas.
    – Es raro.
    – Y estúpido. Un “no lugar”. A alguien le dices que es una “no persona” y te da una hostia. Si estos gilipollas le dijeran a una calle que es un “no lugar”, y la calle les pudiera dar una hostia, lo haría.
    – Me refiero a que es raro el purgatorio como no lugar.
    – ¿No querías un lugar original?
    – Es verdad.
    – ¿Entonces?
    – Vale, pero también necesito que en el relato pase algo importante o interesante.
    – Cariño, hablamos de cielo, purgatorio e infierno. Lugares para pasarte toda la bendita eternidad en éxtasis o para pasarte toda la jodida eternidad muy pero que muy, muy puteado. La gracia del purgatorio es intentar evitar lo peor de lo peor. ¿Importante? ¿Interesante?
    – Tienes razón.
    – Y soy original.
    – Es verdad.
    – ¿Qué has bebido en el bar?
    – El problema es que yo no sé de estos temas y no sé cómo desarrollarlos. Ya sabes que mis padres son unos ateos un poco especiales…
    – … y gilipollas…
    – …. y que por eso no tengo ni puñetera idea de ninguna religión.
    – Ni de literatura. Lee la Divina Comedia.
    – Dante, sí… No tengo tiempo, tengo que entregar el relato en solo dos semanas.
    – Haberla leído antes.
    – ¿Tú la has leído?
    – Claro, pero solo como manual de autoayuda.
    – Pues ayúdame a mí.
    – ¿Por qué cierras las manos implorando como si rezaras?
    – ¿Por qué no tienes caridad cristiana?
    – Cielo, purgatorio, infierno. La Divina Comedia es su manual de instrucciones. Hasta aquí llega mi caridad.
    – ¿Qué instrucciones?
    – Huele a quemado y no es el infierno, es el gratinado. Está perfecto, crujiente, qué maravilla.
    – Tendríamos que ir avanzando y tenemos poco tiempo.
    – Estoy de acuerdo.
    – Necesito más información.
    – De acuerdo, te informo, pero estate atento: saca el pan de la tostadora, sin quemarte, ves al comedor, pon copas, cubiertos y servilletas en la mesa y vuelve a por más órdenes.
    – Información sobre el purgatorio.
    – Te estás obsesionando. El cielo es sosísimo, pero no te putean, el infierno es chungo que te cagas, y el purgatorio es para los mediocres.
    – Necesito algo más concreto.
    – Tu irás al purgatorio.
    – No de mí, algo para construir el relato. Ya tengo el lugar, pero necesito el tema, la historia.
    – Tienes tema para siglos. Dante se flipó un montón e hizo nueve niveles en el cielo y el infierno, centenares de personajes y final alucinógeno. Lara Croft se llamaba Beatriz. Le gustaban jovencitas.
    – Necesito un tema concreto.
    – Cómo salir del purgatorio e ir al cielo.
    – De acuerdo. ¿Cómo se hace?
    – Fácil. Coge el salvamanteles, sígueme por el pasillo y te explico.
    – Te sigo.
    – Ahora estate atento de verdad: yo llevo la bandeja de pasta al comedor, tú pones el salvamanteles en la mesa, yo pongo la bandeja encima, tu abres una botella de vino del bueno, yo sirvo la comida, ponemos Ricardo III o como se llame, tú te callas, y Al Pacino conversa con Shakespeare. Pasamos de la cocina purgatorio al comedor cielo.
    – No me refería a eso.
    – ¡Que me quemo! ¡·El salvamanteles!
    – Perdona.
    – Abre la botella.
    – Tengo que desarrollar el tema.
    – No, tienes que abrir la botella.
    – No consigo visualizar la historia.
    – Mi reino por un sacacorchos. ¡Ricardo III ya!
    – ¿Y lo del purgatorio?
    – Cariño, hoy es viernes por la noche. Notrabajarmañanapastapestopelículavinodelbueno es mi cielo. Cuando uno está en el cielo, ya no vuelve al purgatorio.

  8. Maldito James

    Espiar en la playa es muy difícil. Lo ideal sería alquilar una sombrilla, plantar una nevera repleta de cervezas para esconder los aparatos de espionaje y tumbarse aparentando despreocupación mientras se hace seguimiento del objetivo. Pero el reglamento, sección 17 artículo 22 indica que no se puede hacer exhibición del torso desnudo salvo en interiores y siempre con el objetivo principal de la seducción, nunca por capricho. Y el reglamento, en esta profesión, es sagrado.
    Siempre puedes sentarte en la terraza de un chiringuito, claro. Aunque uno esté acostumbrado a ir con los mejores esmoquins en los casinos más elegantes de Europa se puede hacer un sacrificio por la causa y ponerse una camisa hawaiana. Excusa decir que adiós al martini agitado y no removido, sangría excesivamente dulce y cabezona y gracias. Son sacrificios que uno hace por la causa. Pero el calor no sé qué activa en las hormonas, porque no deja de sentarse gente a mi lado a darme conversación y mostrar escotes y claro, así no se puede espiar tranquilo.
    Un buen espía -yo soy de los mejores- sabe siempre encontrar soluciones. Ataviado de vendedor ambulante tendría una buena cobertura, pensé. Pero no. No dejaban de llamarme a cada paso, y yo venga de vender cervezas, que en una mañana me sacaba fácilmente dos mil euros (que no le venían mal a la corona, en estos tiempos de crisis, porque toda ganancia en el transcurso de una misión debe revertir a las cuentas del reino, reglamento sección 142). Lo peor eran las señoras que llamaban y pedían un masaje ‘Yo no masaje, yo cerveza biar’ pero anda que no eran insistentes.
    Yo no tendría que estar aquí. ‘Sé que le gustan los retos’ me dijo M. Pero detrás de esta maniobra estaba James, seguro, el favorito del jefe. Que me tiene mucha envidia y mucha manía, desde aquel asunto en el Líbano. Porque si no se lleva a la más guapa le da una rabieta, que tiene muy mal perder. Es un espía de los mejores, ojo, pero la fama lo ha convertido en un chiquillo malcriado. Y por su culpa aquí estaba yo, pasando calor, playa arriba y playa abajo, y espiando poco, que eso era lo peor.
    Pero tenía la solución delante de mis narices y no había sabido verla. El puesto de salvavidas está en un alto. Se vigila toda la playa. Se pueden instalar aparatos de escucha muy fácilmente. Y raro sería que se ahogara alguien mientras estaba de turno ¿Sería muy mala suerte, verdad? Yo no soy supersticioso pero aquella maldición que me lanzó aquella amante despechada puede que tuviera algo de verdad, porque las cosas no me podían salir peor.
    Todo había empezado bien. Tenía localizados a dos narcotraficantes de altura que estaban alardeando de sus conexiones políticas. Oro puro. En ese momento sonó una voz desde abajo ‘Socorro, ayuda’ Era un señor de cabello plateado, con un aire muy digno incluso en bañador, parecía un miembro de la aristocracia o un empresario de éxito. ‘Mi mujer se está ahogando’. No podía haber pasado en peor momento. Tenía que seguir grabando la conversación y aunque mi primer impulso fue salir a rescatar a la ahogada, el artículo 43 de la sección 179 me lo impedía. No se puede abortar una misión de categoría ‘A’ aunque corra peligro la vida de civiles. Así que me hice el loco. Pero el señor seguía gritando y pronto se acercó más gente que me imprecaba desde abajo. Yo a lo mío. Se montó tanta escandalera que hasta los narcotraficantes se levantaron y uno de ellos, al ver a la mujer ahogándose, se lanzó a por ella y la rescató en un visto y no visto. Misión abortada ¿Es o no es mala suerte?
    Pero eso no fue lo peor. Con la mujer fuera de peligro el señor me señaló desde la distancia y vi venir a una masa enfurecida que gritaba insultos con tanta fuerza que tuve que desconectar todos los aparatos de escucha, porque se acoplaban. Empezaron a zarandear la atalaya de salvamento y temí que pudieran echarla abajo y estropear los aparatos, así que bajé con ánimo conciliador dispuesto a poner mi mejor sonrisa y dar todo tipo de explicaciones.
    Nada más poner el primer pie en la arena me cayó un derechazo que no vi venir y que me tiró al suelo. Ahí comencé a recibir insultos, agresiones en forma de patadas y escupitajos. Yo, con mi entrenamiento, podría haber paralizado la agresión y haberme enfrentado con éxito a la turba. Pero en la sección 78 se especifica claramente la proporcionalidad que puede usar un agente en una interacción con los civiles, y lo único que podía hacer, de momento, era aguantar el chaparrón. Un chico con cara de pocos amigos hacía el gesto de ponerme una pistola en la cabeza. Una chica de pelo castaño y cara amable, que parecía una cineasta como la Coixet, era la que me pegaba las patadas más fuertes. Una voz de chica con acento ruso jaleaba a la masa enfurecida ‘Mas fuerrrte, matad a ese cabrrron’. Llegó un momento en que hubiera podido revolverme a pesar de la sección 78, pero ya no tenía fuerzas. Acabé en urgencias con la cara hecha un cromo y varias fracturas.
    Espiar en la playa es muy, muy difícil. Maldito James.

  9. Ana Victoria

    Estoy esperando mi autobús. El que me llevará a mi casa. No paro de pensar en todos los mensajes de amor que he recibido estos últimos días, desde que avisé de mi llegada a mi padre y a mis amigos. Parece que ha pasado una eternidad, y ya ves sólo ha sido un mes y medio. Me muero de ganas de abrazar a mi mejor amiga. Es creo, la persona más dispar de este mundo. La más loca y libre. Porque realmente hace lo que le da la gana. Y no tiene miedo a decepcionar, la verdad es que no es como yo. Quizás por eso nos queremos tanto. Somos como esa aguja en un pajar que nadie logró encontrar y que resultó que entre tanto gilipollas nos fuimos a encontrar. Espero que permanezca en mi vida para siempre. Y si no es así por lo menos en este mundo ha existido una amistad real. Una de esas que se cuentan por la tele. En esas películas donde todo se exagera demasiado que tu lo sabes y el guionista también pero que a los dos en el fondo os encanta de verdad ver como dos personas se pueden llegar a querer tanto que corren en una estación para poder abrazarse por breves momentos un poquito antes que si fueran tan solo andando para encontrarse. Bueno en fin, tan sólo hablo de ella quizás también quede sitio para explicar que últimamente estoy pensando mucho en el tiempo y no como concepto abstracto sino como algo palpable. Quiero saber cuánto tiempo paso verdaderamente con la gente que amo, cuánto viendo una peli y cuánto mirando el techo sin saber que hacer y muchas veces agobiándome yo sola porque tengo muchas ansias de conocer el mundo y al final no me como un rosco de tanto pensar… Todo pasa tan rápido. Parece que fue ayer que estaba tumbada en mi habitación sintiéndome vacía, perdida y sin ganas de escribir porque no tenia nada que decir, y en un momento todo cambió. Aquella llamada, aquel momento, aquella decisión, marcarían mi vida para siempre. Doy gracias a Dios por toda la gente que me rodea. Sinceramente, sin todos y cada uno de ellos yo no sería nada.

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