Laboratorio 12 de julio: Sin saldo en la cuenta

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato ante una situación terrible. Es día de cobro, consultas la cuenta… y el saldo es 0

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

2 comentarios

  1. —Hijo de mil demonios, hermano de Satanás. Jamás pensé que llegarías a esto. Cuando los demás se quemen en el infierno, tú te sentirás a gusto en medio del azufre. Seguro que hasta te excita.
    —Yo no quise llegar a esto, pero a veces el mundo nos propone caminos alternativos. En medio de las sombras, nos empuja hacia la oscuridad para después obligarnos a mirar la luz desde lejos.
    —A mí ya no me engañas con tu literatura barata. Al que quiera ver tu verdadero rostro, será mejor que le des la espalda. Aquí tienes el cheque. No quiero volver a verte jamás. Solo cuando te vayas de este mundo… para escupir sobre la madera que te cubra.
    Me llamo George. Estoy en el ecuador de mi vida. Casado con una mujer fiel, con dos hijos pegados al móvil. Dirijo una empresa de reciclaje que heredé de mi padre. Él ya no está con nosotros. Solo mi madre sigue en este mundo, sentada en la silla de un asilo, donde únicamente su cuerpo permanece en contacto con esta antesala del infierno.
    No quise recorrer este camino, pero el mundo me empujó hacia él. Mis negocios no funcionaban. La bolsa desplomó mi mundo al mismo ritmo que el cambio climático arrasaba el planeta. National Biologics era una gran empresa, especializada en gestionar residuos industriales en Brighton, Inglaterra. Pero poco a poco, nuestros clientes dejaron de confiar en nosotros. El razonamiento era simple:
    “¿Para qué enviarle nuestros residuos a National Biologics si podemos gestionarlos nosotros o enviarlos al extranjero? Quizás pagaremos más por transporte, pero nos ahorraremos en auditorías. ¿Y de qué sirve tanta gestión si el cambio climático es inevitable? Nadie resucita a un moribundo; a lo sumo, se alarga su agonía.”
    Así que opté por un plan arriesgado.
    Solíamos quedar con mi amigo Robert y su pareja, Ana, los fines de semana. Un día golf, otro críquet, otro nos íbamos a París a almorzar. Robert y Ana eran escritores famosos. Mediáticos. La gente los paraba por la calle, mientras mi mujer —también llamada Anna, pero no como la de Robert— y yo aprovechábamos para hablar de nuestras cosas.
    Siempre estuve enamorado de Ana, la de Robert. Desde la adolescencia. Me rompía el corazón con sus palabras, me deshacía con sus sonrisas. Aún recuerdo aquella noche, con 17 años recién cumplidos, cuando me acerqué a ella en un bar y le confesé lo que sentía. Me ignoró con delicadeza. Me dijo que su pasión solo miraba a mi amigo. Pero traía “buenas noticias”: su amiga Anna —idéntico nombre, menos encanto— quería conocerme.
    Todo sucedió deprisa. La que debía ser mi esposa se convirtió en mi amiga; la que debía ser mi amiga, acabó siendo mi esposa. Nada salió como uno imagina.
    Cuando Anna —mi mujer— me citó aquella noche, supe que mis sospechas eran ciertas. En el pueblo decían que se había enamorado de un hombre más joven. Que Robert podría colgar su cabeza como un trofeo más, como hace con los ciervos.
    En el sótano de un bar, en penumbra, me lo explicó todo. Me habló de su nuevo amor, de esa pasión adolescente que la consumía justo cuando los cuarenta llamaban a su puerta. Otra vez traicionado por el amor. Otra vez el amante convertido en espectador. Y encima, con la cuenta bancaria a punto de esfumarse. En blanco.
    Cuando terminó, le ofrecí una única salida. Saqué una grabadora del bolsillo —soy un clásico; no me gustan los móviles— y le dije:
    —Si mañana no quieres que todos tus secretos estén en el despacho de Robert, vas a transferirme la cantidad que figura en este cheque. Tus padres te dejaron una buena herencia. Seguro que aún sabes ahorrar. Dejarás a ese muchacho; no te lleva a nada. Y esta noche, serás mía. No por amor. Por deuda.
    Se quedó helada. Lloró. Me gritó. Me maldijo. Pero yo permanecí impasible. Necesitaba llenar mi cuenta. Y vaciar todo este rencor acumulado.
    —Creía que eras mi amigo —me dijo—. Lo único que has hecho es cultivar odio. Nunca aceptaste que no te quisiera, malnacido.
    —No lo niego. Pero guarda tus palabras. La habitación ya está preparada. Y la noche no espera.
    Esa fue una noche oscura. La obligué a quedarse. Fui su dueño. No me importaron ni sus lágrimas ni sus insultos. Puede que incluso me motivaran. Abracé mi oscuridad esa noche.
    Días después me llamó. Estaba embarazada. Me dijo que Robert y ella llevaban tiempo sin tocarse. Que con el joven siempre usaban protección. Respondí sin vacilar:
    —Ese niño vendrá al mundo. Si abortas, Robert recibirá tus secretos justo a la hora del café.
    Cerré la puerta mientras ella seguía llorando. No podía permitir que sus sollozos alteraran mi plan.
    Cuando el niño nació, Robert estaba exultante. Anna me llevó a una habitación. Me gritó. Me escupió todas las palabras que abren este relato. Mi cuenta volvió a llenarse. Fue el último cheque que le pedí.
    Tal como le prometí, mi esposa, mis hijos y yo dejamos el pueblo. Monté una empresa de juguetes en otra ciudad. A los niños les encanté. Se encariñaron conmigo.
    Una parte de mí me maldecía por lo que hice. Otra me felicitaba. No sabía cuál escuchar.
    Pero antes de irme, los miré. A Robert. A su mujer. Al niño de ojos azules.
    —La verdad es que es igualito a su padre —dije, con una sonrisa suave—. Robert, eres afortunado. Cuídalos. Siempre seréis bienvenidos, si decidís visitarnos algún día

  2. Juan del Fos

    En la fila del banco

    La señora Rosa. Cabeza erguida, paso firme aún los noventa. Arruga la nariz por el olor de lejía, el agua bendita que limpia y hacer olvidar el olor del cuerpo que hace unas horas dormía en aquel suelo. Pizpireta, sonríe al levantarse un joven que le cede el asiento. Es día de recibir la pensión. Viuda de militar, de los de bigotito y voz desabrida; dinero ganado con sangre, la de los otros, La señora Rosa, que da limosna en misa y al Domund, que se emociona con los bebés, aunque sean robados. La señora Rosa espera su turno del cajero, pero su saldo está a cero.
    El joven amable, el que ha cedido el asiento a la señora. Treinta y muy pocos. Va a apoyarse contra la pared y atiende una llamada, de su amada, la esposa confinada. No, no, hoy saldré tarde. Mucho trabajo. Reuniones y reuniones. Y de cena con el jefe y unos clientes. Te echaré de menos. José, así se llama el joven. Educado, su padre le enseñó a ceder el asiento a las damas, a retirarles la silla para que se sienten a la mesa y a pagar con dinero cuando conviene, que no deja huellas como las tarjetas. Nervioso, piensa cuánto le hará falta para la de esta noche. José espera su turno, pero su saldo está a cero.
    A su lado pasa un gran señor. Entra seguro en el banco, sin agachar la cabeza, aunque sea su templo. Se le ve que tiene clase. Impresionante traje, mejor reloj. Perfumado, planchado y peinado. Leandro pisa fuerte. Rezuma billetes, avanza como un tiburón hacia la fila del cajero, exhibiéndose ante todos. Leandro no se esconde, al menos no ahora. Leandro no le teme a nada, bueno excepto a ver el número de teléfono de su hermano en la pantalla del móvil. La pobreza apesta, y él juraría que es contagiosa. La vergüenza, no. Leandro es el siguiente, pero su saldo está a cero.
    Todo esto a tu espalda, mientras tú aprietas los botones de la cornucopia y la pantalla te habla, escueto oráculo: ¿quiere usted ver su saldo?

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