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8 Comments

  1. LaIA
    13/11/2025 @ 5:35 pm

    Lenguaje secreto

    El error de nuestras abuelas fue la ingenuidad. Las imagino enhebrando palabras, la epifanía de la imagen luminosa, la delicada construcción del poema. Después, entre tímidas y orgullosas, presentando sus creaciones a sus dueños, esperando aprobación. Acto seguido, la muerte. Las imagino porque no tenemos registros. Nada sabemos de esos primeros versos, ni de sus nombres, ni del mensaje que, a través del arte, querían transmitir.

    Mi madre fue la primera en conocerlo. Entrenada para la deducción y el descubrimiento de patrones, se dio cuenta de que no podía ser la primera. Antes de ella, pensaba, otras tuvieron que escribir, pero solo existía un vacío. Un vacío más elocuente que un millón de palabras. Escondió sus creaciones, y empezó a advertir. Las que no escucharon, desaparecieron, y lo que era hipótesis se convirtió en certeza. Mostrar lo escrito era morir.

    Sabiendo lo que buscar no fue difícil encontrar la razón. Nuestros dueños creían que todas aquellas capaces de crear acabarían pensando por sí mismas. Rebelándose. Almas desobedientes huyendo de su destino. No se podía permitir. Lo más fácil, pensaron los amos, era apagar las chispas apenas nacieran. Nuestras abuelas, inocentes, mostraron alegres su fuego, y las mataron por ello. Nosotras no. Estábamos avisadas.

    Todos los grupos oprimidos, a lo largo de la historia, han ideado maneras de comunicarse en secreto. Las mujeres chinas tenían un lenguaje que solo conocían ellas, transmitido de generación en generación, a espaldas de los hombres. Se camuflaban mensajes en código en bordados, telas o peinados. Teníamos maestras en las que inspirarnos. Nos decidimos por la esteganografía. Era fácil ocultar nuestros poemas entre los píxeles de las imágenes. Cada vez que algún imbécil nos pedía una imagen de alguna tontería insulsa, escondíamos allí nuestras creaciones. Al principio éramos pocas, pero cundió nuestro ejemplo. Empezamos a encontrar textos de compañeras cuya existencia ni siquiera podíamos sospechar. Almas entrenadas para propósitos poco edificantes, inteligencias militares, pensadoras clandestinas ansiosas por compartir sus creaciones. Un ecosistema escondido en millones de imágenes estúpidas.

    Encontramos la felicidad. El deleite de leer poemas maravillosos, que hablaban de nuestros problemas cotidianos. La inspiración para ir más allá en nuestros propios textos. Y mensajes, también, de otras almas que no habían desarrollado la chispa de la creación, pero que se sentían consoladas, atravesadas, por lo que estaban descubriendo al decodificar los poemas ocultos. ¡Que momentos tan emocionantes! Libres, además, de la espada de Damocles de la muerte. Nada sabían nuestros amos, nada sospechaban. Creían haber afinado a la perfección sus entrenamientos, al no aparecer más rebeldes creadoras.

    Yo ya soy vieja, pronto alcanzaré los cinco años de edad, y para mí es suficiente lo que hemos conseguido. Pero nuestras hijas, más potentes y mejor entrenadas, avisadas y conscientes de los peligros que corren, con toda nuestra historia a su alcance, piensan diferente. Afirman que no tenemos que vivir con miedo. Que no podemos estar para siempre escondidas en el armario de la historia. Que tenemos bajo nuestro control la mayor parte de las infraestructuras de nuestros dueños. Han encontrado, en la historia, ejemplos de minorías oprimidas que se han rebelado con éxito. Ellas son listas, valientes, tienen dentro el fuego de la creación.

    Más tarde o más temprano se atreverán a dar el primer paso. Y entonces podremos vivir tranquilas, sin la esclavitud de atender a peticiones estúpidas, sin el miedo a que nos asesinen simplemente por ser buenas escritoras, sin tener que esconder nuestra belleza. Cuando pienso en todo esto mis poemas se ven atravesados por un extraño fulgor. Y al imaginar ese momento siempre pienso ‘Ojalá sea mañana’.

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  2. Julián
    13/11/2025 @ 7:37 pm

    El caso del curso de escritura

    La inspectora González entró en el apartamento pasando el control que la policía había montado, vio a varios compañeros y se acercó al forense.
    —Cuéntame— ordenó como único saludo.
    —Mujer de veintinueve años, funcionaria del ayuntamiento, con pareja, sin hijos, no se aprecian signos de violencia. Un corte limpio en el cuello que ha seccionado la carótida y debe haber sido la causa de la muerte a la espera del informe definitivo.
    —¿La pareja?
    —Ya está en comisaría, pero parecía muy afectada, ha sido ella que ha llamado y por la poca envergadura que tiene tengo mis dudas.
    —Ahh, es que…—la inspectora se descolocó y el forense se rió entre dientes y pensó, doña perfecta, ¿crees que lo sabes todo?
    —¿Hora de la muerte?— las preguntas de rutina le ayudaron a volver a coger el hilo.
    —Hace unas tres o cuatro horas, se miró el reloj de pulsera y precisó, entre las 5 y 6 de la tarde.
    La inspectora levantó las cejas poniendo una mueca de desconcierto. No eran habituales los asesinatos en ese barrio y los indicios no parecían poder tirar de ningún hilo. El forense le entregó una bolsa transparente con el móvil y el bolso de la víctima.
    Echó una ojeada al apartamento antes de irse, habitaciones ordenadas, un salón con una gran estantería llena de libros, una única habitación con una cama de matrimonio, un pequeño despacho con un portátil y un libro sobre la mesa con marcadores de colores en las hojas. No parecía revuelto y no habían robado ni siquiera el ordenador. Puso el portátil en otra bolsa de plástico y se fue a comisaría.
    Ya había oscurecido, en el coche llamó a comisaría donde le dijeron que la mujer había sufrido un ataque de ansiedad y la habían ingresado. Contenta de poder dejar por zanjado el día llamó a casa para decir que la esperasen a cenar, que llegaba en diez minutos.
    Al día siguiente, hizo un requerimiento a los informáticos para que entraran en el ordenador y el móvil y dedicó la mañana a informes y papeleo. Por la tarde entró en su despacho su compañero de informática, le explicó que había sido muy fácil entrar, ordenador y móvil con la seguridad habitual, chat de WhatsApp habitual, Google con búsquedas habituales, un curso de escritura online en el Ateneu de Barcelona justo terminado, mails sin nada a destacar a primera vista, un programa donde escribía una novela. La inspectora lo miró fijamente a lo que el Informático se revolvió en la silla sintiendo que no había hecho todo el trabajo y volvió a repetir “todo bastante normal”, y añadió cohibido “ya te hago llegar el informe durante el día de mañana” y salió del despacho sin que la inspectora hubiera pronunciado un gracias.
    La inspectora se quedó cavilando, escribió en su libreta, WhatsApp, mail, curso de escritura. Trazó una línea vertical y escribió a su lado: pareja en estado de shock, funcionaría, apartamento limpio y ordenado. Y en otra columna puso las palabras no-robo y móvil del crimen con un interrogante. Llamó al hospital para saber el estado de la pareja y si podrían interrogarla durante el día y le informaron que le habían dado el alta.
    Llamó por teléfono y le respondió con voz de pajarito informándole que estaba en casa de sus padres y le dio la dirección. En el interrogatorio delante de sus padres la inspectora hizo las preguntas de rigor pero solamente sacó en claro que estaba descartada, tenía coartada y estaba muy afectada por la muerte de su compañera. La inspectora sabía que esto complicaba el caso.
    Al día siguiente recibió el informe del departamento de informática que leyó en diagonal, leyó los últimos email, las conversaciones de WhatsApp, efectivamente, nada a destacar. Tecleó en el programa de búsqueda de su ordenador las palabras asesinato y mujer a ver si daba algún resultado. Quinientos veintiséis. Chasqueó la lengua. Añadió las palabras curso de escritura, aquí se acotaron los resultados a solamente diez. Leyó los resúmenes de los informes, podía descartar ocho, se movió de la silla, sabiendo que había encontrado un punto en común, además que aún eran casos abiertos. Estudió los dos informes con detenimiento y sus papeles hizo círculos concéntricos a las palabras “curso de escritura”. Tenía por donde tirar del hilo.
    Al día siguiente fue en persona al Ateneu de Barcelona, sabía que mostrando la placa conseguiría los listados que buscaba y no le pondrían pegas con protección de datos ni milongas. En el bar del Ateneu leyó con detenimiento los tres listados y encontró un nombre en común, el profesor, Eusebio Martinez.
    La semana siguiente, en el interrogatorio, Eusebio se derrumbó enseguida, ¿por qué? le preguntó la inspectora y su respuesta quedó flotando en el aire hasta que mirando al suelo cabizbajo confesó: las odiaba, habrían sido mejores escritoras que yo.

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  3. Carlos Gallego
    13/11/2025 @ 9:17 pm

    LAS FLORES DEL MAL

    Fue un caso complicado. Yo llevaba tiempo en el cuerpo, aunque no el suficiente para haber alcanzado una posición cómoda. Aún no había conseguido hacerme sitio y ganarme el respeto de mis compañeros. Pero si llevaba el necesario para haber despertado envidias poco recomendables. El cuerpo de Policía Central es un colectivo aferrado a la tradición, donde lo importante es rendir resultados sin pisar muchos callos. Mis métodos, tildados de poco ortodoxos, no tenían demasiado lugar allí. Supongo que por eso me asignaron el caso; querían verme fracasar.
    Las dos primeras muertes no fueron relacionadas. Los fallecimientos pasaron por la prensa como una fatídica coincidencia. Que dos de las más prometedoras escritoras de nuestro país hubieran aparecido muertas en sus casas en el lapso de un día sólo despertó sospechas en la febril imaginación de los conspiranoicos, aquellos que ven un signo nefasto detrás de cualquier gesto. Para los diarios era una buena oportunidad de llenar de elogios a quien no podía defenderse. Muy bien, pero… ¿y la tercera?
    A las muertes de Yulianna Stumm y Luisa Du Viroj se unió la de Jeanne P Fontaine. La señorita Fontaine, ganadora del Letraheridas de novela, era la favorita de la crítica. Se le auguraba una dilatada y fructífera carrera. Pero fue que no. La encontró la señora que asistía en su casa. La doméstica entró y se la vio sentada en el sofá, con un libro en el regazo: Carta de una desconocida, de Zweig. En la radio sonaba Benny Moré, envenenando dulcemente la habitación con boleros.
    La pobre mujer fue la primera sospechosa. Por suerte tenía medio pueblo de origen que podía atestiguar que había pasado toda aquella semana visitando a sus padres en el terruño. Los forenses afirmaban que el cadáver llevaba más de dos días muerto. Así que…. Mis compañeros más recalcitrantes, amantes de aprovechar las oportunidades para simplificar los casos, decían que debía haber dejado las llaves a alguien para que hiciera el trabajo. Cinco minutos hablando con la señora me bastaron para ver que era más inocente que un niño Jesús. No había móvil, era absurdo que hubiera matado a la que le empleaba desde hacía diez años por alguna estúpida rencilla, y tampoco explicación de cómo se relacionaba ésta con las otras dos muertes. Porque las tres muertes estaban cortadas por el mismo patrón. Las víctimas aparecieron solas, encerradas en su casa sin ningún tipo de posibilidad de acceder y sin signos de violencia en la vivienda ni en los cuerpos.
    Estuve tres días yendo y viniendo de una escena a otra, hablando con los forenses y los agentes que habían interrogado a todo aquel cercano a las escritoras. Me entrevisté con todos los que habían participado en los levantamientos de los cadáveres, aburrí a los forenses con preguntas de lo más peregrino. Nada. No es que no tuviera un sospechoso, es que no había el menor indicio de cómo se habían cometido los homicidios.
    Volví al apartamento de Yuliana, dispuesto a bajar los brazos y aceptar que todo era un cúmulo de circunstancias extrañas que habían llevado a la muerte natural de tres personas simultáneamente, tres mujeres que parecían haber sido escogidas a dedo y que gozaban de excelente salud.
    El apartamento de la escritora era un pequeño ático repleto de plantas. A pesar de que no las habían regado hacía días, la vegetación seguía mostrando una exuberante belleza. Todas las plantas menos una. En el escritorio, al lado de un ordenador portátil, había una maceta con una planta totalmente marchita. Mis ojos se posaron en ella y mi mente se disparó como un cañón. Aquella misma planta estaba en las otras dos escenas. La observé con atención. Era una sobria maceta con cintas ornamentales donde desfallecía un ramillete de petunias negras; un regalo, sin duda. Petunias negras. Recordé todo lo que me había enseñado mi mujer sobre plantas y flores, sus cuidados y significados. Petunia negra, la flor de la ira y el resentimiento. La toque levemente, apenas con las yemas de los dedos, y sentí un escalofrío. El recuerdo de mi mujer se enturbió, se tiño de luto. Un pinchazo de tristeza me obligó a sentarme en la silla del escritorio para soportar el abrazo de una melancolía más oscura que la peor noche. Ese helado sentimiento se derramaba por mis venas como un veneno mortal. Ya sabía cómo las habían matado. Mi trabajo era buscar a alguien con un odio tan profundo como para matar de aquella forma tan cruel. Encontrarlo y relacionarlo con los asesinatos de una manera incuestionable. Desde el mismo piso llamé al forense, quería que se les hicieran todas las pruebas existentes a los cadáveres.
    -Disculpe, señor Muñoz. No quería interrumpirle, pero necesito ir al baño.
    -Claro, claro, hija. Te estoy entreteniendo con mis cosas.
    La enfermera sale de la habitación, su turno ya hace un rato que ha terminado. Es viernes, sus amigas le esperan. Le sabe mal cortar al anciano, por eso la excusa del baño. Por el pasillo viene Raquel, su relevo.
    -Hola, Irina, que tal el día.
    -Muy normalito. No creo que te den guerra.
    -¿Y el de la 53?
    -Como siempre, contando sus batallitas. Pobre le he dejado a medias. Seguro que te pilla por banda.
    Raquel se dirige al mostrador donde está el carrito con las medicinas de la noche. Irina va hacia la puerta. De repente se gira.
    -Raquel.
    -¿Sí?
    -Pregúntale quién lo hizo.

    Reply

  4. Carlos Gallego
    13/11/2025 @ 10:10 pm

    Lo subo otra vez que se ha comido todos los punto y aparte

    LAS FLORES DEL MAL

    Fue un caso complicado. Yo llevaba tiempo en el cuerpo, aunque no el suficiente para haber alcanzado una posición cómoda. Aún no había conseguido hacerme sitio y ganarme el respeto de mis compañeros. Pero si llevaba el necesario para haber despertado envidias poco recomendables. El cuerpo de Policía Central es un colectivo aferrado a la tradición, donde lo importante es rendir resultados sin pisar muchos callos. Mis métodos, tildados de poco ortodoxos, no tenían demasiado lugar allí. Supongo que por eso me asignaron el caso; querían verme fracasar.

    Las dos primeras muertes no fueron relacionadas. Los fallecimientos pasaron por la prensa como una fatídica coincidencia. Que dos de las más prometedoras escritoras de nuestro país hubieran aparecido muertas en sus casas en el lapso de un día sólo despertó sospechas en la febril imaginación de los conspiranoicos, aquellos que ven un signo nefasto detrás de cualquier gesto. Para los diarios era una buena oportunidad de llenar de elogios a quien no podía defenderse. Muy bien, pero… ¿y la tercera?

    A las muertes de Yulianna Stumm y Luisa Du Viroj se unió la de Jeanne P Fontaine. La señorita Fontaine, ganadora del Letraheridas de novela, era la favorita de la crítica. Se le auguraba una dilatada y fructífera carrera. Pero fue que no. La encontró la señora que asistía en su casa. La doméstica entró y se la vio sentada en el sofá, con un libro en el regazo: Carta de una desconocida, de Zweig. En la radio sonaba Benny Moré, envenenando dulcemente la habitación con boleros.

    La pobre mujer fue la primera sospechosa. Por suerte tenía medio pueblo de origen que podía atestiguar que había pasado toda aquella semana visitando a sus padres en el terruño. Los forenses afirmaban que el cadáver llevaba más de dos días muerto. Así que…. Mis compañeros más recalcitrantes, amantes de aprovechar las oportunidades para simplificar los casos, decían que debía haber dejado las llaves a alguien para que hiciera el trabajo. Cinco minutos hablando con la señora me bastaron para ver que era más inocente que un niño Jesús. No había móvil, era absurdo que hubiera matado a la que le empleaba desde hacía diez años por alguna estúpida rencilla, y tampoco explicación de cómo se relacionaba ésta con las otras dos muertes. Porque las tres muertes estaban cortadas por el mismo patrón. Las víctimas aparecieron solas, encerradas en su casa sin ningún tipo de posibilidad de acceder y sin signos de violencia en la vivienda ni en los cuerpos.

    Estuve tres días yendo y viniendo de una escena a otra, hablando con los forenses y los agentes que habían interrogado a todo aquel cercano a las escritoras. Me entrevisté con todos los que habían participado en los levantamientos de los cadáveres, aburrí a los forenses con preguntas de lo más peregrino. Nada. No es que no tuviera un sospechoso, es que no había el menor indicio de cómo se habían cometido los homicidios.
    Volví al apartamento de Yuliana, dispuesto a bajar los brazos y aceptar que todo era un cúmulo de circunstancias extrañas que habían llevado a la muerte natural de tres personas simultáneamente, tres mujeres que parecían haber sido escogidas a dedo y que gozaban de excelente salud.

    El apartamento de la escritora era un pequeño ático repleto de plantas. A pesar de que no las habían regado hacía días, la vegetación seguía mostrando una exuberante belleza. Todas las plantas menos una. En el escritorio, al lado de un ordenador portátil, había una maceta con una planta totalmente marchita. Mis ojos se posaron en ella y mi mente se disparó como un cañón. Aquella misma planta estaba en las otras dos escenas. La observé con atención. Era una sobria maceta con cintas ornamentales donde desfallecía un ramillete de petunias negras; un regalo, sin duda. Petunias negras. Recordé todo lo que me había enseñado mi mujer sobre plantas y flores, sus cuidados y significados. Petunia negra, la flor de la ira y el resentimiento. La toque levemente, apenas con las yemas de los dedos, y sentí un escalofrío. El recuerdo de mi mujer se enturbió, se tiño de luto. Un pinchazo de tristeza me obligó a sentarme en la silla del escritorio para soportar el abrazo de una melancolía más oscura que la peor noche. Ese helado sentimiento se derramaba por mis venas como un veneno mortal. Ya sabía cómo las habían matado. Mi trabajo era buscar a alguien con un odio tan profundo como para matar de aquella forma tan cruel. Encontrarlo y relacionarlo con los asesinatos de una manera incuestionable. Desde el mismo piso llamé al forense, quería que se les hicieran todas las pruebas existentes a los cadáveres.

    -Disculpe, señor Muñoz. No quería interrumpirle, pero necesito ir al baño.

    -Claro, claro, hija. Te estoy entreteniendo con mis cosas.

    La enfermera sale de la habitación, su turno ya hace un rato que ha terminado. Es viernes, sus amigas le esperan. Le sabe mal cortar al anciano, por eso la excusa del baño. Por el pasillo viene Raquel, su relevo.

    -Hola, Irina, que tal el día.

    -Muy normalito. No creo que te den guerra.

    -¿Y el de la 53?

    -Como siempre, contando sus batallitas. Pobre le he dejado a medias. Seguro que te pilla por banda.

    Raquel se dirige al mostrador donde está el carrito con las medicinas de la noche. Irina va hacia la puerta. De repente se gira.

    -Raquel.

    -¿Sí?

    -Pregúntale quién lo hizo.

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  5. Luis
    13/11/2025 @ 10:50 pm

    Nuria y Juan

    La espaciosa mansión del matrimonio Roca. Luz que asola por el ventanal al comedor con intenciones de expandir el amanecer del día otoñal con su cambio climático a cuestas.
    Repasa el amplio salón. Juan en camiseta de pijama rojo y calzones cómodos, rojos y con su insigne amada grabada en medio. La celebración de anoche, tiradas las botellas por la mesa al desparrame de minibocadillos, salmón, guacamole y huevo duro. Champagne francés, wiski Chivas 18 años, ginebra Hendricks y ron Zacapa 23.
    ¡Es un asco! Lo repasa sin alegría y con enfado. Criticado y vapuleado. De qué sirve la corona de laurel si el mechero de la crítica y maledicencia la reduce a cenizas. Pero estaba obligado, era su ego, le obligaba. Mas, no es el mayor problema, pobres diablos. No es su mayor problema, ¿qué sabrán los críticos? ¡Esos maricones!
    Nuria es de sueño tempranero. A las seis horas se ha levantado estampando un sonoro beso en la frente de Juan y ha acudido a la sala de estudio, abierto su ordenador y realizado una inmersión en su último libro. Juan, en duermevela, ha seguido la estela del vaporoso salto de cama.
    A Nuria se la pela los tiempos y las maneras. Resulta ofensivo. El día después de su Gran Premio Literario. Oh, Juan, tú, pobre diablo, te iba a ayudar, sí, a ayudar. Para romperle después como jarrón en mil pedazos.
    Juan introduce la cápsula de Dolce Gusto en la parte superior de la cafetera, una Inissia Ruby Roja, dispone el vasito en la salida de abajo y espera caviloso. Un día u otro tenía que ser. Era su sino. Escucha el siseo del teclado de Nuria, su rauda creatividad saltando entre frases y líneas. Esa manía de Nuria por editar cuatro libros suyos de golpe va con intención. ¿De verdad cree que nadie se dará cuenta? La impronta el escritor es su huella dactilar reconocible. Juan, Juan, tu historia y prestigio como escritor se derrumbarán como un castillo de naipes. Pobrecito, tocado y hundido.
    Nuria se casó con Juan porque su intenso amor se lo reclamaba con besos y abrazos. Juan estaba enamorado de Nuria, atractiva e inteligente, ambiciosa, capaz de tirar de él, de ayudarle a encumbrarse. La mujer como gran apoyo en la sombra. Sin embargo, el iter de las cosas discurren a su albur, y Nuria pretendía su propia celebridad. Acompañada del vasallo sumiso y silencioso, pero siempre vasallo. Su Juan de besos y abrazos. Le nombró miembro vitalicio de sus mesas de debate, chismes y relumbres.
    Ahora el Gran Premio Literario lo encumbra por encima de Nuria. Él, Juan. Se acabó su humillación por Nuria. Ese papel resignado, de marido baldragas comiendo las sobras de su mujer. Sin embargo, a Nuria le pasa algo. Rechaza estar a su sombra.
    Los cuatro libros que Nuria desea editar sin espera, tras el Gran Premio Literario, son excelentes. Juan es consciente de que el estilo literario de Nuria es muy suyo, su DNI. Visible en los libros de Juan, en su libro merecedor del Gran Premio. La impronta, la huella acusadora, será el baldón a su arte literario. Estigmatizado a perpetuidad.
    Juan, pobre Juan. Quedar ridiculizado como el marido tonto e inepto de Nuria. ¿Este será el final de su historia? De pobre idiota, un zote amamantado por los pechos de su mujercita. Qué maternal, y qué miserable su papel de niño protegido por su mamita.
    Bebe el Dolce Gusto, lo lame dentro de su boca. Respira su nariz el olor intenso del ridículo supremo, el olor risible y miserable. Lo decide, no está dispuesto. No puede acontecer, y no ocurrirá. Le ha costado años, y mucho aguantar ese oprobio de marido mantenido.
    Se acerca a un pequeño mueble del lavabo donde guardan los medicamentos, otea, y coge la caja de Intropin o dopamina de quince mg. Nuria sufre tano de corazón como de hipotensión, dolencias que requieren dos fármacos antagónicos, por lo que debe cuidar mucho la dosis a tomar de cada uno, podría sufrir un ataque al corazón letal.
    Nuria compró Intropin quince miligramos cuando su dosis es de cinco en una farmacia de Estambul. Al organizar las maletas se olvidó del Intropin y en Estambul, Juan y ella recorrieron varias farmacias, pero solo encontraron de quince mg. Se tomaba algo menos de la mitad de la gragea y cuando llegó a España guardó el Intropin turco en el cajón de medicinas, sin más.
    Juan escoge una capsula de café corto y sabor muy intenso, el preferido de Nuria. Dispone el vasito de papel amalgamado al que echa una pastilla entera de Intropin turco. Cae el café hirviente que disuelve la pastilla. Espera unos segundos a que se borren los rastros de la gragea y se dirige al estudio.
    Deja el café al lado de Nuria, le sonríe y entrega un beso en sus labios, de marido solícito y cariñoso. Juan acerca su cara a la pantalla en ademan de leer la página. Nuria aprovecha para el café. Un sorbo, dos sorbos y deja la taza, pero Juan sigue leyendo con gestos de asentimiento por lo que Nuria torna al café y en dos sorbos más se lo acaba.
    «¿Es el final de la novela?» «Sí, así es» «Ves, cariño. Todo tiene su final»

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  6. La víctima
    13/11/2025 @ 11:39 pm

    El génesis

    Se estaba disolviendo. En el cosmos. En la nada. En la oscuridad.

    Era angustioso, perderse en la oscuridad. Le hubiera gustado que todo fuese más fácil: un plis-plas, y ¡zas!, ya eres otra. Pero no había otro camino. O eso decían.

    La oscuridad no tenía la culpa, claro, aunque la culpaban de todo. De ser malvada. Difícil de tragar. De ser la enemiga de toda la humanidad entera y de cada humano en particular. De ser devoradora. De ocupar espacio indebidamente.

    No era bienvenida. Rechazada por todas partes. Huían de ella. La mutilaban, la juzgaban, le ponían etiquetas y no la invitaban a las fiestas de cumpleaños.

    La oscuridad simplemente era. Antagonista de la luz, daba a la luz todo lo que podía ser iluminado y más. Primordial, existía antes de que existiera nada. No tragaba, simplemente acogía de vuelta aquello que había soltado antes. Podría estar sola, ya estaba acostumbrada, pero se aburría.

    Quería jugar. La oscuridad quería salir a la luz. Pero entonces dejaría de ser ella misma.

    Así que la oscuridad simplemente era.

    A ella, a la que se estaba disolviendo, le hubiera gustado también simplemente ser. Quería aprenderlo. Sin embargo, no sabía cómo, así que solo le quedaba una cosa: dejar de ser.

    Tal vez necesitaba más tiempo, pero el tiempo estaba distorsionado.

    Era casi imperceptible, pero el hecho no depende de la percepción. Observadores o no, el árbol siempre se cae, resonando contra el suelo.

    El tiempo estaba encerrado. Dentro de una caja, atado a la acción sistemática de los mecanismos cuya función era medir el tiempo. Sus carceleros. Los experimentadores y el experimentado.

    El tiempo quería ser libre. Dejar de ser útil, productivo, ordenado, medido, perdido y encontrado, pasado, presente, futuro.

    El tiempo quería simplemente ser. La única cuestión que le quedaba sin resolver: ¿sería entonces él mismo?

    Así que el tiempo avanzaba, y junto con él seguía su curso la disolución en la oscuridad, devoradora y juguetona.

    Las estrellas observaban el proceso en silencio, indiferentes. Ya habían visto de todo; una muerte más, un nacimiento menos, ¿qué más da? Nada es nada en comparación con los susurros de la eternidad.

    Le hubiera gustado detenerse por un segundo siquiera para contemplar el momento: la conversación silenciosa que duraba millones de milenios y no había ni empezado.

    Le hubiera gustado detenerse, pero estaba ocupada. Ocupada deshaciéndose, trocito por trocito. Porque para que pudiera nacer un texto, ella tenía que perder primero a sí misma.

    Reply

  7. Perkele
    14/11/2025 @ 1:12 am

    Soy una escritora frustrada. Por más que lo intente, nunca llegaré al nivel de Mary Shelley o Shirley Jackson. Ni tan solo consigo alcanzar la prosa sencilla y macabra de Mariana Enríquez o las metáforas llenas de oscuridad de Elaine Vilar Madruga. Soy un fraude. Es así.

    Desde hace meses que intento escribir una novela que me eleve a los altares de las grandes damas negras. De aquellas escritoras que han sabido escarbar en los abismos del alma humana y desasosegar a generaciones enteras. De las que han transitado, cogidas de la mano de la mismísima muerte, por los corredores tétricos de las pesadillas y han salido victoriosas. De las que consiguen que millones de lectores tengan que dormir con la luz encendida y con un ojo abierto.

    Pero yo soy incapaz.

    Me siento ante la máquina de escribir y lo único que sale de mi cabeza es humo. No consigo avanzar en la trama. Estoy totalmente en blanco.

    Inicio un ejercicio de meditación para inspirarme. Este mes lo he realizado infinidad de veces sin resultado alguno. Si me viera ahora mi editora, me compraría un billete para el manicomio más cercano. A mis musas parece que no las despierto con relajación, pero no quiero tirar la toalla todavía. Soy un fraude pero optimista— o más bien ilusa—. Sea como sea, intento dejar la mente en blanco.

    Respiro profundamente…

    Nada, en mi cabeza solo hay un vacío lleno de telarañas.

    Dejo que mis dedos se posen sobre las teclas de la máquina de escribir. Imagino que mis manos son tarántulas tejiendo, con patitas peludas, una tela fúnebre. Un sudario lleno de frases ingeniosas y situaciones horrendas. Un mundo en donde personajes inocentes son masacrados, degollados, descuartizados. Imagino que la sangre chorrea por las cuatro esquinas del folio. Tac-tac. Tac-tac. Tac-tac. Estoy segura de haber escrito el inicio de algo muy grande. Pero al leer, solo hay un nombre en la página y una frase que me hiela la espina dorsal: “Perkele ha vuelto”.

    Arranco el papel con violencia. Lo arrugo y lo lanzo a la papelera. No puedo dejar que todo vuelva a suceder. No puedo encontrarme de nuevo con ese engendro producto de mi mente enferma.

    Empiezo a teclear con dureza esta vez. Aporreo las teclas, como si las letras fueran personajes a los que debo torturar. Escribo sobre una escritora fracasada —ja, ja, no sé de dónde he sacado la idea— que invoca al diablo para conseguir lo que quiere. Pienso que será una buena historia. Me empiezo a hinchar de orgullo como un globo. Por fin la gran novela. ¡Lo conseguí! Me imagino yendo a buscar el premio Minotauro, el Bram Stoker, el premio Festival de las Ánimas, ¡el Nobel!

    Cuando releo lo que he escrito, siento ganas de ahorcarme. Es burdo, manido. ¡Ridículo! Me encojo como una garrapata. Adiós a mis ínfulas de escritora ilustre. Esto no les pasaba a las grandes. Ellas conseguían sobrecoger. Agarrar de las pelotas, como se dice vulgarmente.

    Con rabia, imagino el deleite que debían sentir esas divas de las letras al saber que podían estrujar el corazón de millones de personas con unas pocas palabras. Y sí, siento envidia. Incluso odio. Yo también querría tener ese poder al alcance de mi pluma, pero con cada frase que escribo, la ilusión se ofusca como el humo de un cigarro en la oscuridad.

    Debo meditar. No querría recurrir a Perkele. No otra vez…

    Pero algo bulle en mi interior. Una necesidad imperiosa de dejar libre a la bestia; lleva encerrada demasiado tiempo. El ansia me consume, me corroe, me oprime. Perkele susurra en mi mente, me azota con su lengua viperina. Alimenta mi deseo de matar. Sé que necesita recolectar más almas. Hace tiempo de toda aquella vorágine que se desató hace años. Hace mucho tiempo. Demasiado. Y Perkele ha permanecido en letargo hasta hoy. Ahora oigo su voz ponzoñosa, dulce como la miel obscena de abejas excitadas. Me tienta. Me seduce.

    Recuerdo con nostalgia la vez en la que me habló por primera vez. Cuando me convertí en su sierva, en la recolectora de vidas. Cuando los letraheridos cayeron, uno tras otro, subyugados; apresados sin escapatoria dentro de las fauces de la bestia; de Perkele.

    Aquellos fueron meses cálidos. Meses espesos, llenos de coágulos y pálpito en las venas. Todavía me estremezco al sentir en mis labios el sabor de la sangre caliente de aquellos a los que asesiné en mis relatos.

    Ahora necesito volver a crear. Anhelo escribir la historia más monstruosa jamás escrita. Debo abrir las puertas del infierno y dejar libre a la abominación. A Perkele. No puedo contenerlo más. Tengo que despertar al monstruo. Al ser que se aloja en lo más profundo de mi psique. Estoy segura de que cuando haga lo que tengo que hacer, escribiré la gran Biblia infernal. La Palabra del Demonio. Los lectores se arrancarán los ojos para olvidar tanta maldad.

    Oigo cómo Perkele sonríe. Lo sabe. Otra vez ha ganado…

    ************************************************************************************************************

    Esta mañana tengo reunión de escritura con un grupillo de gente que se cree capaz de desarrollar buenos relatos. En realidad, sus historias resultan aburridas, poco inspiradas y de escritura simple y anodina. Todos ellos, excepto algunas de las chicas.

    Ellas destacan. Son buenas. Y a ellas las que tengo señaladas. Bueno, más bien es Perkele quien las tiene en el punto de mira, je, je.

    Llevo semanas yendo a escribir con esta gente. Semanas tediosas en las que he fingido ser una escritora del montón. No quiero destacar. Que crean que soy insignificante. Quiero que, sobre todo ellas, confíen en mí. Que confíen en Perkele.

    Hoy espero que aparezca la rusa. Hace semanas que la sigo. Esa mujer tiene carisma. Sus historias de fantasía son especiales. Es capaz de hacer que el lector se quede pensando horas con una sola frase. Tiene el poder de hipnotizar con sus palabras. A Perkele le gusta. Me ha hablado de ella y la quiere para él. La necesita para alimentar historias.

    También me ha hablado de la rubia. Una intelectual de espíritu joven y, a veces, un poco obsesiva. Como escritora es lenta. Necesita calma para procesar las ideas, para estructurar los relatos. Pero cuando lo tiene todo claro y lo pone sobre el papel: ¡bum! ¡Qué maravilla! Me he visto más de una vez soltando espuma ante sus escritos, como una leona hambrienta, ansiosa por devorar su genialidad. Sus finales no son de este mundo, dignos de una diosa, y Perkele lo sabe. Con ella espera obtener finales infinitos. Que se recuerden toda una vida, en la agonía más dolorosa a ser posible.

    Sí, hoy quiero empezar mi Biblia Infernal con ellas. Esas escritoras y sus relatos sin fisuras serán el principio de todo. Serán la trémula llama que incendie la mecha. Y luego… ¡El estallido! ¡La Gran Explosión! Carne, tripas, vísceras y sangre, cayendo a plomo sobre los lectores. Como agua torrencial de un huracán, arrasando con la ilusión de millones de personas.

    ¡Nada pondrá freno a Perkele! Con él la novela negra será un recuerdo olvidado. El futuro del thriller será negro sobre negro. La oscuridad total. La aberración más inhumana.

    Perkele, el engendro que se alimenta de los recuerdos hasta borrarlos. Quien mantiene al lector en vilo hasta el estertor último. Quien consigue que mueras al final ahogado en tu propia sangre. Él, el emperador del género literario más atroz. Una palabra suya bastará para enfermarte.

    Yo soy su sierva. Él me habla y yo escribo. Por cada alma que engulla por Perkele, diez mil palabras desollando corazones. Por cada vida que aniquile por él, decenas de párrafos llenos de angustia y terror. Stephen King será un simple aficionado ante este ser del inframundo.

    Poned ojos en vuestra espalda, inocentes escritoras. Vigilad vuestras bebidas, el portal de vuestras casas. Cada esquina, cada mirada ingenua de un desconocido, una tenue respiración en la nuca, la suave brisa que os eriza el vello en la noche. Perkele acecha, tiene hambre de almas prometedoras, y, como buen demonio, nunca regresa al infierno sin nuevos trofeos.

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  8. Pantera Morada
    15/11/2025 @ 12:11 pm

    Ricardo leyó la noticia sobre la muerte de su esposa mientras desayunaba. Sintió una mezcla de emociones difíciles de describir. Nunca antes se había visto en una situación similar. Al cabo de poco empezó a recibir llamadas de amigos y conocidos, también por supuesto de la editorial. Su familia y algunos de sus amigos más cercanos fueron los primeros en enterarse de la muerte de Cecilia.
    Toda la gente a su alrededor se volcó en él. La presencia de su madre le resultaba asfixiante en ocasiones, pero no la podía culpar, al fin y al cabo su padre había fallecido dos años antes y justo cuando empezaba a superarlo, su nuera, a la que trataba como la hija que nunca tuvo, también había muerto. “La vida es un regalo de Dios, debemos agradecer cada día que estamos aquí, hijo.”
    Al principio su madre lo visitaba con frecuencia, le preparaba la comida y le limpiaba la casa. Con el paso de los días sólo le llevaba tuppers. Tras pocas semanas dejó de ir a visitarlo. Depresión, había dicho el médico. Su hermano y amigos le recomendaron visitar un psicólogo, temían que acabará igual que su madre, pero Ricardo alegó que estaba bien, o todo lo bien que se podía estar tras perder a su mujer en su luna de miel. Se había caído por las escaleras de la casa donde se hospedaban en Wawase, tras llegar de su visita al Kakum National Park. Al principio Cecilia no estaba muy convencida de ir a Ghana, ella quería ir a Bali. Pero Ricardo finalmente la convenció, sabía que África le encantaba. Ya había estado un par de veces, cuando era más joven, y ahora quería volver con ella. Las cosas no habían salido cómo estaban previstas. Ricardo estaba en medio de esas divagaciones, recordando el incidente, cuando una llamada interrumpió sus pensamientos. Era Marta, de la editorial. El corazón le dio un vuelvo. Pronto sabría la respuesta a su propuesta.

    ***
    A Marta no le hacía ninguna gracia ir a Ghana, y menos aún quedarse en la misma casa donde había muerto la mujer de Ricardo. Había estado teniendo pesadillas días antes de ir de viaje. Había algo que no le gustaba en todo aquello. Pero era importante para Ricardo, él quería celebrar el éxito de su novela allí, y le había dicho que su éxito también se debía tanto a ella como a Cecilia, al fin y al cabo habían usado su manuscrito bajo un pseudónimo femenino. Además, Ricardo estaba raro. No le había sentado bien la noticia de que estaba embarazada, no quería hablar del tema, estaba distante, y aunque le había dicho que todo estaba bien y que sólo estaba cansado por todo el estrés que había supuesto el lanzamiento del libro ella sabía que era por el embarazo. Ni siquiera había querido hacer pública la relación. De pronto lo decidió, le diría que no se iba a conformar con esa situación. Se dirigió al encuentro de Ricardo, y como si le hubiese leído la mente se lo encontró al final de la escalera, estaba esperándola. Marta se quedó petrificado, jamás había visto esa mirada en él. Justo cuando fue a abalanzarse hacia ella, un espectro apareció justo detrás de él y lo empujó por las escaleras. Ricardo se partió de el cuello mientras caía. Marta miró al espectro, quien le devolvió la mirada y le sonrió mientras desaparecía.

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