7 POEMAS
Por Juan Pintor Serrano
Esperar
Estar encerrado, depender de una botella.
Interminable espera, entreacto angustioso.
Oír voces conocidas que están ya muertas.
Esperar nada de la vida y eso ser lo valioso.
Una vez fantaseé con ser el mejor en algo.
Escritor encumbrado, guionista oscarizado,
presentador de televisión, ilusionista o actor
porno, estrella del rock, futbolista o vidente.
Ser el dueño del prostíbulo que frecuentara
el rey de Siam, el papa o la vicepresidenta
primera del mundo. O ser el poeta maldito
que vomita mariposas de versos en plató.
O ser el príncipe de los azules celestiales
que esnifa en cálidos vientres virginales.
¿Y ahora? ¿Qué esperas ahora de la vida?
Ahora espero que la botella no se termine,
que no me acose el delirium ni el demonio
se meta en mi cama. Espero que la noche
no me sepulte y que un ángel rubio y bello
todavía me declare con caricias su amor.
Deseo que el final no me llegue a golpes
todavía y que en la botella de mis ilusiones
siempre quede un rastro ambarino de vida.
Sin salida
Frío, sólido metal, día gris de abril,
mañana rota, ecos de corazón sin latir.
Perdidos en el callejón de los gatos,
donde los muertos buscan los zapatos.
Griterío de cifras, estadísticas, datos,
dolor de seres sufrientes desahuciados.
Escondidos en el callejón de la basura,
donde los muertos huyen de la sepultura.
El miedo que balconea desde las alturas,
busca vecinos a los que echar la culpa.
Asustados en el callejón de las ratas,
donde la soledad a los muertos abrasa.
Sandías
De mañana mirando al sol, a la nada,
con ganas de tirarse por la ventana.
Niños que corretean, gritan y lloran,
dos que son ciento y mil a la hora,
jaleados por los ladridos del perro
que perrea el persistente reguetón
del vecino mariguano que humea
en la terraza sobando a su nena.
Cuándo se me fue de las manos
esta jodida existencia, hermano.
Ella, entonces tan linda, hermosa
hoy convertida en una tía penosa.
¿Y tú?, ¿te has visto en el espejo?,
tu cara hinchada, tu magro pellejo.
Un ser sin ser con un gordo vientre
del que cuelga una polla durmiente.
Era una mañana soleada y aburrida
de confinamiento. Sin posible huida,
rodeado de reguetón, niños y perro
que ladran, gritan, bailan y cantan,
acosado de fondo por la televisión
y una zorra rubicunda con emoción
en la voz, por el virus y los muertos.
Roguemos por nuestros ancestros.
Era una mañana más de ser sin ser
viéndose en cada minuto envejecer.
Y fantasea con saltar hacia el vacío,
extender los brazos y volar con brío
como un superhéroe sin colesterol,
esquivando mierda y aullando al sol.
O estrellarse como una gran sandía
y saludar con visceras al nuevo día.
Ser o no ser una triste polla vaga
a la que el perro más tonto ladra,
o ser un valiente, apuesto suicida
que puso fin a su miserable vida.
Y fue ovacionado por los vecinos
a los que importaba dos cominos,
cabrones aplaudiendo en balcones
al único perdedor que tuvo cojones.
Que le den por culo a Baudelaire
Soy cara roída por la llaga del corazón,
un rostro que mira un cielo del que caen
en tropel las añoranzas y los recuerdos.
Dice con whisky en la mano y los ojos
vidriosos. Ella mira burlona y cansada
de su poético parlar. Bufa y masculla.
Su juventud fue tenebrosa tormenta
junto a una musa a la que pregunta:
¿cómo excitarme, puta inspiración?
Ella mira irritada, harta de palabrería
lírica, envuelta en nube de marihuana.
Que os den por culo a ti y a Baudelaire.
Y pensar que ella es igual que la carroña,
estrella sin luz ni brillo, una noche sin luna,
demoniaca sin pasión, reinona sin corona.
Ella sonríe, bebe, saca la lengua, se toca
la entrepierna y levanta su perfilada pierna.
En tus ojos fatales y esas tetas me pierdo,
musa, atrapado en mar de flácida carnaca.
Tu coronavirus, fin, será el remordimiento.
Que os den por culo a ti y a Baudelaire.
En la desolación de sus groseras sentencias
anida una tempestad de cochina excitación,
lujuria encadenada en su hermosa ordinariez.
Bájate las bragas y abre de piernas otra vez.
Ella declama: me vas a comer la encoñación.
Tarde de encierro, poesía, humo y desvarío.
Toda la noche
Toda la noche ladraron los perros
que le recordaban las soledades
de su infancia, gélidas pesadillas,
tufo y roce de aquellas manos frías
en sus muslos de pequeña adulta.
Toda la noche ladraron los perros
que lo arrastraban a duras camas
de hospital, a lacerantes dolores
de huesos recompuestos, batas
sucias, quirófano, luces blancas.
Toda la noche ladraron los perros
ahogados en el fondo de la botella,
espectros salvajes que dentellaban
sus visceras y le arrancaban el alma
en la interminable agonía del delirio.
Toda la noche ladraron los perros
que no lo dejaban dormir debajo
de los cartones, apurando el vino
ácido del mendigo, abandonado
en la cuneta del último camino.
Toda la noche ladraron los perros.
Echaré de menos
A la espera del último final
en una estación sola y fría,
recuerda lo que ha vivido.
Los momentos inolvidables
que duraron breves minutos,
pero que fueron tan sublimes
que justificaron toda la vida.
Por eso pienso, en la espera
del último tren de esta noche,
que echaré de menos puestas
de sol, las brisas de la tarde,
el primer trago de la cerveza,
oír tus susurros en el silencio.
Echaré de menos cada verano,
el olor del café, tu parpadeo,
conducir cualquier madrugada
hacia la luna, la seda de tu pelo,
el tierno roce de tus caricias,
la dulce sinfonía de tu silencio.
Tantas las cosas que echaré
de menos cuando ya no esté.
El sabor del whisky con saxo
en el fondo. Tu rostro velado
por el púrpura color tabaco.
El calor, un vuelo de mosca,
el frío, un ronroneo de gato,
ese ladrido lejano, las risas,
colores, mil y cinco sabores,
dormir y despertar a la vida.
Eso que cuando me haya ido
agradeceré a Dios haber vivido.
Verte levitando a ti, mujer bella,
sobre tus tacones, y fundirme
en eterno abrazo a tu cuerpo.
Besarte en el penúltimo beso,
bailar en tu piel, confundirme
en tus piernas y sentir la voz
de tu alma a mi lado siempre.
Extrañarte y quererte, amor.
Cuando por fin me haya ido,
eso y más será sólo soñado.
Zulo
Ese momento en que hay que hacerlo.
Levantarse y afeitarse,
darle de comer al gato.
Sin pensar.
Sin hablar.
Sin ruidos.
El gato negro que mira.
Una mañana despejada.
Sin dudar.
Sin llorar.
Ni lamentar.
Fumando en la terraza
sobre las calles vacías,
niños en los balcones,
un anciano en la acera,
el coche patrulla para,
una tele que ronronea.
Ese momento en que hay que hacerlo.
Cortar el gas.
Tirar el móvil.
Apagar luces.
Cerrar puertas.
Abrir ventanas.
Bajar al garaje.
Llegar al trastero y cerrarlo al entrar.
Sentado en la banqueta de plástico
se apoya el cañón de la escopeta
en la boca seca y aprieta el gatillo.
Un golpe, estruendo que lo dispara
contra la pared. Ese olor a pólvora,
la luz encendida que no se apaga
cuando tendría que ser oscuridad.
El techo del cuarto, ese extender
los brazos y palpar sangre, carne
abierta, hueso astillado, tendones.
El manto de dolor que lo envuelve,
hedor metálico, fragor de mierda
y orina y humedad donde quiso
marcharse de la vida con postas,
sin carta de adiós ni testamento.
Y la muerta esperada que no llega.