«Pelota de trapo» de Javier Huaman
Lanzó la pregunta como quien tira un avioncito de papel.
―¡Niños, qué les gustaría ser de grandes! Los alumnos levantaron sus frágiles brazos para responderle a su entusiasta profesora. Sin embargo, de todo ese mundo pueril y lleno de griteríos; Hans parecía estar incomodo con la pregunta.
―¿Te pasa algo querido?
―Maestra, yo no quiero ser grande, a mi me gustaría quedarme así como estoy para siempre; es más, me gustaría que ningún niño del mundo creciera.
―¿Pero corazoncito del señor, por qué dices eso? ―arrulló la maestra, tratando de calmar las temblorosas palabras del más pequeñín de todos.
―Es que los niños con el tiempo cambian, maestra; cuando ya son adultos beben, fuman, y le pegan a sus esposas.
La garganta se le tupió a la profesora, en todos sus años de magisterio jamás había escuchado tal confesión. Hubo un silencio cómplice que apagó las frases: “Voy a ser médico, yo abogado, y yo bombero”.
La maestra quiso zanjar el tema, pero Hans levantó la manito y rompió el aire cargado del salón.
―Maestra, en mi casa, papito mandó a mis dos hermanos mayores a un colegio militar “para que se hicieran más hombres”, sí, eso escuché. Y a mi hermanita que quiere ser pianista, mi mamita la quiere casar con el hijo de un señor que tiene carro, viste muy elegante y frecuenta mucho mi casa. Todos los días escuchó los gritos e insultos de papito, y mamita solo habla de la boda. ¿Qué habrán planeado para mí? No lo sé. Por eso maestra, yo no quiero crecer, así estoy bien.
El timbre de salida sonó y una explosión de jubilosos zapatos remeció los cementos del colegio; Hans, con sus delgadas piernitas doradas por el verano, se sumó a aquella algarabía y huyó. El sol reía a media tarde, Hans iba fantaseando que era un superhéroe, imaginando que tenía una capa y estaba en una misión espacial hacia Marte. ¡Sí, voy a viajar! Dando brincos y saltos por los jardines recién regados, empezó a tararear canciones de sus series y películas favoritas. De su mochila “Sport Billy” sacó una pelota de trapo, la pateó contra un arco de fútbol pintado en una pared. ¡Gol! Gritó hinchando su pechito de pajarito, la pelota fue rodando despacio por la falda del cerro, perdiéndose entre las puntiagudas piedras. Un perro ladró como advirtiéndole la presencia de un extraño. Hans no hizo caso; se sentía libre y feliz; llegó al borde del rio y obedientemente se sentó.
Horas más tarde, sus padres muy preocupados llegaron al colegio a preguntar por qué Hans aún no llegaba a casa. Les respondieron que ningún niño se había quedado en la escuela. La angustia inmediatamente los atrapó. Mamá pensó en las terribles noticias de todos los días en los diarios; Papá juró que agarraría y mataría a ese pedófilo.
A unas horas de Lima ―en el otro extremo de la ciudad― Maruja Palma, una educadora a punto de llegar a los sesentas años, y siempre señorita; estaba al volante de un Mazda color plomo. Toda la panamericana sur se le aparecía lánguidamente iluminada por la agonía del sol. Mientras veía sus manos inquietas en el timón, pensaba en las sinceras palabras del alumno en clase, y una incontinencia de pensamientos y preguntas se le vino encima. «Sé que estoy cometiendo un delito, pero acaso no es también delito lo que hacen esos padres. Dejar ese niño demasiado inteligente y lindo, en manos de esos idiotas, no me lo perdonaría jamás».
El pequeño copiloto la miró y asintió como si le leyera el pensamiento.
―Uy, me olvide de algo. ―Dijo el pequeño querubín.
―¿Qué cosa cariño?
―Mi pelota de trapo, maestra.