Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir una escena de sexo. Nada más y nada menos.
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
Llamadme Abel (I) Preliminares
Alba llamó a la puerta de mi habitación, me preguntó si podía pasar, entró, se sentó en mi cama, me miró con cara de pena y me dijo que tenía que pedirme un favor.
Me explicó que cuatro parejas de amigos estaban aprendiendo bailes latinos con un profesor particular. Lo hacían el domingo por la tarde, y se iban turnando cada día en una casa diferente, todos eran del barrio y vivían cerca. Los ocho estaban estresados por los estudios y les servía para distraerse. Llevaban ya cuatro clases y estaban encantados.
No dije nada, pero levanté las palmas de las manos y con la expresión de mi cara le di a entender algo así como: ¿A mi qué me importa lo que hagas con los imbéciles de tus amigos?
El novio de Carla Ríos, que era la hermana pequeña de su mejor amiga, Teresa, se había roto los ligamentos jugando a fútbol, y Alba había pensado que yo podía substituirlo como pareja de baile de Carla para que al menos ella no se perdiera las clases. La próxima clase, según el turno rotatorio, les tocaba venir a hacerla a nuestra casa, yo no tendría que desplazarme.
– ¿A cambio de qué? –pregunté-.
Noté cómo le había irritado mi respuesta, pero intentó que no se le notara. Inspiró profundamente, las aletas de su preciosa naricita se abrieron, su pecho se expandió y dos deliciosos pezones se marcaron en la fina tela de su camiseta.
– Abel, entre hermanos creo que nos tendríamos que hacer favores sin pedir nada a cambio. Sabes que yo nunca lo he hecho contigo.
Tenía razón, Alba había hecho mucho por mí. Hacía tiempo que estábamos distanciados, pero durante años ella había sido mi protectora en la família. Si hubiera llevado la cuenta de los favores que me había hecho desde mi infancia hasta el principio de mi adolescencia, la cifra sería enorme. Durante aquellos años, la mayoría de sus buenas acciones cristianas estaban dedicadas a mí, el hermano encantador y luego descarriado. Buenas acciones siempre envueltas en aquel incomprensible e inagotable amor de hermana que tenía por mí.
– No -dije secamente, y continué leyendo mi libro-.
– Abel, inténtalo, por favor … estoy convencida de que además te lo pasarías bien.
La miré con una cara desbordada de incredulidad. ¿Qué tenía yo que ver con esos cretinos del OPUS?
– No lo digo por mis amigos, sino por las clases de baile. Acuérdate de lo bien que nos lo pasábamos cuando eras pequeño y bailábamos tu y yo en mi habitación. Bailas muy bien, seguro que te acuerdas rápidamente de todos los pasos. No me digas que no te gustaba bailar conmigo.
Qué miserable, recordar aquello justo en ese momento. Ella tenía diez años y yo siete cuando sus padres me adoptaron. Fui como el juguete de carne y hueso en que abocó su incipiente pulsión maternal. Y a ella, a pesar de su puritanismo extremo, le encanta bailar, y durante mi infancia nos pasamos innumerables horas escuchando música y bailando todo tipo de bailes en su habitación. Luego crecimos los dos, yo me rebelé contra el conservadurismo e hipocresía de mi familia adoptiva y, aunque ella continuó dándome apoyo durante algún tiempo, acabó alejándose también de mi cuando en me convertí en un antireligioso agresivo, como me llamó una vez.
Alba era tan dogmáticamente cristiana como el resto de su família, tan asquerosamente perfecta como el resto., rubios, altos, ojos claros y modales exquisitos. Pero también es la única de todos ellos que no soy capaz de odiar, porque es la única que nunca no me ha menospreciado o humillado.
– No -insistí, y volví a leer mi libro-
– Abel, ¿Te puedes venir a sentar aquí conmigo, en la cama?
Lo hice. Me cogió la mano. Era cálida y suave.
– Abel… Sé que en cuanto cumplas los dieciocho años te marcharás de casa, como de hecho ya has hecho otras veces, pero esta vez sé que será para siempre, porque ya serás mayor de edad y la policía ya no te podrá devolver a casa. Y supongo que no nos volveremos a ver nunca más. Sé que nos hemos distanciado, pero al menos podríamos tener algunos buenos recuerdos tú y yo. Nosotros dos sí que hemos pasado buenos momentos en esta casa, sobre todo cuando eras niño.
No cedí al chantaje. Acordamos ayudar a mi libre albedrío pactando una tarifa justa a cambio de que yo fuera voluntariamente a la clase de baile. Como bien había adivinado Alba, me quedaba poco para escaparme definitivamente de casa y necesitaba dinero.
Llamadme Abel (II) Nudo
Tres semanas después, Alba llamó a la puerta de mi habitación, me preguntó si podía pasar, entró, se sentó en mi cama, me miró con cara de odio y me dijo que tenía que pedirme un favor.
– Teresa Ríos os ha descubierto a ti y a su hermana Carla besándoos en su habitación.
– Teníamos que practicar la salsa entre semana, vosotros lleváis más clases que yo.
– ¡Abel, no me tomes por gilipollas!
– ¡Alba! No me lo puedo creer ¿Y ese lenguaje?
– Perdón, pero es que estoy muy enfadada. ¡Y preocupada! ¿Hasta dónde has llegado con ella?
– ¿Qué quieres decir?
– Lo sabes perfectamente, Abel. Carla tiene novio, tienen un proyecto, y quieren hacerlo… bien. Sabes que también son de la Congregación como yo, y los dos tienen creencias muy firmes. No sé cómo Carla se ha dejado seducir por ti.
– Tengo mis atractivos.
– ¡Abel, esto es serio! Dime, ¿lo habéis hecho ya? ¿Has llegado con ella hasta… el final?
– Todavía no.
– ¿Todavía?
– Todavía quiere decir que, de momento, no. En el futuro… quien sabe. Nadie conoce el futuro.
– Abel, ya sé que para ti la virginidad hasta el matrimonio no tiene ninguna importancia, pero para nosotras sí, es algo muy, muy importante. Sé que piensas que en la Congregación somos una secta, pero somos así, son nuestras creencias. No te digo que compartas nuestras creencias, pero respeta las nuestras. Carla es muy ingenua, todavía es como una niña.
– De acuerdo, cada uno que tenga las creencias que quiera. Yo tengo las mías, muy diferentes. ¿Alguna cuestión más? Si no te importa, estaba leyendo.
– Abel, no creo que Carla signifique nada para ti. Pero Teresa dice que su hermana está completamente fascinada por ti, ¡Tiene la sensación de que podrías hacer con ella cualquier cosa! ¡Por Dios, no sé cómo lo has conseguido!
– Porque soy un demonio. Es la fascinación del mal. Dios me hizo así, desde mi nacimiento.
– ¡No hagas bromas con esto, por favor! Si Carla pierde su pureza, ya quedará marcada. Si su novio se entera, la dejará
– Saldrá ganando
– Abel, tu no lo entiendes. No somos como tú. Al menos piensa, si te queda algo de aprecio por mí, que todo el mundo me culpará por haberte pedido que fueras a las malditas clases de baile. Y será cierto, en realidad, yo seré la culpable. Abel, te lo pido por favor, aléjate de Carla Ríos, o al menos, no la desvirgues.
– No.
– ¿Cuánto quieres a cambio?
– No quiero dinero.
Llamadme Abel (III) Clímax
Años más tarde, cuando ya era un artista conocido, interpreté una performance que perseguía empatizar con mi madre biológica, la prostituta drogadicta que me abandonó al nacer, y mostrar mi rechazo por mi padre biológico, un putero. Durante varios días, me tendí desnudo en una cama y por un dólar cualquier visitante de la exposición podía hacer lo que quisiera con mi cuerpo, sin ninguna limitación. Me violaron y me dieron palizas, aunque también me abrazaron y me acariciaron con ternura.
Aquel domingo primaveral de mi adolescencia, fui yo el que pude disponer del cuerpo de otra persona, un cuerpo hermoso y profundamente deseado por mí, el cuerpo de Alba, mi hermana adoptiva. Ella había cedido sin protestar a mi miserable chantaje, aunque sí me pidió un límite a lo que yo podía hacer con su cuerpo: no quería perder su propia virginidad a cambio de salvar la de Carla Ríos. Me pareció justo y se lo concedí.
Mi hermana adoptiva entró en mi habitación a la hora convenida, un día en que estábamos solos en casa y nadie nos podría molestar. Al entrar, me miró con dureza, orgullosa, retadora, como una mártir que menosprecia a su verdugo. Le aguanté la mirada hasta que ella bajó la suya. Intuí que aquel menosprecio que quería transmitirme no era completamente inquebrantable.
Se había vestido de forma elegante y sensual: el cabello suelto, falda negra corta, blusa de seda escotada, medias oscuras, zapatos de tacón. No sé de dónde podía haber sacado toda esa ropa, ella que siempre vestía tan recatada. Pensé que se había vestido de aquella forma para que yo me excitara rápidamente y así acabar lo antes posible.
En realidad, no era necesario aquel disfraz, Alba no podría disimular su atractivo ni vestida de monja. Y menos, para mí. Aunque le confundían las miradas codiciosas que la seguían por la calle, en una tienda, en la playa, en cualquier sitio, no podía evitarlas. Por muy pudorosa que fuera, su deslumbrante belleza tenía una fuerza salvaje que ni siquiera su recatado puritanismo era capaz de esconder. Cabello de un rubio muy claro, ojos verdes, labios sensualmente carnosos, pómulos altivos, ojos almendrados y un espléndido cuerpo de walkiria. Tenía unos pechos más que medianos, exuberantes y firmes, pero no desproporcionados con el resto de su cuerpo, aunque sobresalían obscenamente al entroncar con un vientre plano como una tabla. Su silueta continuaba con unas caderas rotundas pero bien proporcionadas, un culo compacto y unas piernas largas y esbeltas.
Le pregunté gentilmente si quería bailar, y ella aceptó con una media sonrisa. Al ritmo de un lento, apreté nuestros cuerpos para disfrutar del contacto de sus pechos presionando el mío. Cuando acabó la música, continuamos abrazados, con mi mano jugueteando por su espalda y su cadera, mientras le besaba el cuello y le comía con glotonería el lóbulo de la oreja. La oí inspirar profundamente.
Sentí una oleada de amor. Besé las palmas de sus manos con devoción, su frente, sus párpados, recorrí con mis besos el contorno de su mejilla, su graciosa barbilla. Quería besarla y lamerla toda de arriba abajo, sin dejarme ningún rincón.
Ella había cerrado los ojos y se dejaba hacer. Me atreví a besar sus labios, primero muy suavemente y después, poco a poco, cada vez con más intensidad, mientras ella los mantenía apretados con fuerza y su respiración de agitaba. Con dulzura se los separé, con el pulgar le bajé el labio inferior, continué besándola con paciencia, mientras con el dorso de una mano le acariciaba suavemente los pezones. No pudo evitar que sus labios se aflojaran y conseguí introducir, poco a poco, y cada vez con más profundidad, mi lengua dentro de su boca.
Alba cada vez era más más incapaz de ceder al placer, y mientras continuaba acariciando sus pechos, con la otra mano empecé a tocarle el culo. Alba empezó a mover su lengua también, cada vez con más intensidad, jugueteando con la mía. Le subí la falda, empecé a acariciarle el pubis y la sentí ya completamente abandonada al placer, pasándome la mano por el cuerpo y besándome con pasión.
De golpe, se quedó quieta y me apartó. Se giró, se tapó la cara con las palmas de las manos y se quedó un rato dándome la espalda.
Respeté su momento tanto como duró. Al final, hizo un leve un gesto afirmativo con la cabeza, como quien si hubiera tomado una decisión. Se giró, se puso de rodillas y empezó a desatarme la hebilla del cinturón. La detuve. Yo no quería eso. La cogí de las axilas y la levanté. Quedamos cara a cara. No le dije nada, pero por mi mirada entendió que el trato no era aquel y no me podía engañar. El trato no era que ella se comportara como una puta sino que me dejara a mi hacer todo lo que yo quisiera con su cuerpo, siempre y cuando respetara su virginidad. Y tenía que cumplir el trato.
Mientras continuaba mirándola fijamente, empecé a desabotonarle la blusa. Cerró los ojos. Le quité la blusa y recorrí lentamente con él índice el perfil de sus senos disfrutando del contacto de la fila tela de los sostenes transparentes. Se los quité y acaricié sus pechos con suavidad. Continuaba con los ojos cerrados pero su pecho se agitaba al compás de su respiración. Tenía la piel muy blanca. Chupé sus pezones rojizos, los embadurné de saliva. Por la forma en que se alteró su respiración, supe que le gustaba, y eso me excitó todavía más.
Le quité con cuidado la falda, las bragas y las medias y la tendí en la cama completamente desnuda. Tenía el pubis afeitado, pero había dejado una coqueta y estrecha línea vertical de vello dorado, que ascendía por el monte de venus desde el extremo superior de la vagina en dirección al ombligo. Era una imagen magnífica. Besé con agadecimiento ese regalo que me había hecho, y empecé a acariciar su clítoris, aumentando el ritmo poco a poco. Estaba completamente lubricada.
En ese momento, sentí que se daba por vencida, consciente de que era imposible fingir que no sentí aplacer. Me ofreció su virginal cuerpo sin rencor, con la serenidad y dulzura con que una madre ofrece su pecho a su bebé para que saciara su hambre. Me lo ofreció con todo el generoso amor que todavía sentía por aquel niño angelical que ella había acogido, un amor tan robusto que había mantenido su apego inquebrantable hacia mí, a pesar del rechazo que le provocaba el adolescente hereje y demoníaco en que yo me había convertido.
Recorrí devotamente todo su cuerpo con carícias, besos, lo lamí, lo chupé, lo mordí. Nos volvimos a besar. Después lamí sus labios genitales ya completamente mojados y por último, fui aumentando gradualmente el ritmo con el que mi lengua removía su clítoris. Puso sus manos encima de mi cabeza, me acarició el pelo, gimiendo cada vez más agitada, hasta que un largo grito me indicó que había llegado al final. Fue un orgasmo largo y glorioso. Dejé que volviera poco a poco de su clímax, sin molestarla, planeando entre suspiros hasta que su respiración volvió a normalizarse y volvió a abrir los ojos.
Me miró con expresión de agradecimiento y supe que había conseguido justo lo que quería, que se corriera como una perra en celo. Ahora solo quedaba culminar mi placer.
Empecé a frotar mi pene en su coño completamente mojado. Restregué la punta del pene en su clítoris, ella se abandonó al placer, se apretaba los pechos y gemía sin pudor. Metí la punta del pene en su vagina, sin llegar a desvirgarla, pero aunque notaba el placer que ella sentía, también noté cómo se inquietaba por el temor a que la penetrara completamente. Cuando entré un poco más, abrió los ojos y me miró con cara de terror.
Acerqué mi boca a su oreja y le dije: no te preocupes, voy a cumplir el trato.
Le di la vuelta bruscamente y la puse boca abajo en la cama. Su cuerpo desnudo de espaldas era también espléndido. El culo era recio y respingón. Le separé las nalgas y le escupí en el ano. Con el dedo, froté la saliva en el agujero y hurgué hacia dentro. Gimió. Sus piernas temblaban. Puse la punta de mi polla encima del lubricado agujero de su culo y jugué a entrar y salir. Se me puso todavía más dura. Alba se removía inquieta debajo de mí, gemía, pero no se atrevía a quejarse, la única condición del trato era que no la desvirgara. A pesar de eso, se giró para quedar cara a cara, como pidiéndome clemencia con una mirada de lástima. Estaba bellísima.
La empujé suavemente por la espalda para que quedara estirada de nuevo, y me tendí encima de ella, encajando mi polla encima de la raja que separaba sus nalgas. Quedaba perfectamente apretada. La agarré de los hombros y la levanté un poco para que quedara en posición de plancha y su tronco quedara alzado. Así podía cogerle los pechos por detrás y manoseárselos mientras restregaba mi polla en la raja de su culo hasta correrme encima de su pálida piel.
El reloj no disfruta del sexo. Como pan nuestro de cada día, dice Larissa. El placer son nuestras manos y dedos. ¿Cada día? ¡No! Seamos sibaritas.
Más larga, sí, me gustaría. Pero, sobre todo, descarada y malhablada, y ese toque sentimental, sin empalago, pues resta masculinidad. Discrepo de Pepe, su verga sibarita, ¿jueves y sábado? ¡Cada día! Carpe diem ¿no?
Ya, la boda.
Sí, la boda.
En la boda. Inmaculado el vestido. Un blanco voluptuoso, esa castidad de novia rogando ser viciosa. Y Larissa no era virgen, pero el voluptuoso blanco, de un casto que ya te digo, me aceleraba cachondo.
¿Virgen al matrimonio? Qué tía que se precie lo hace. Ninguna. Es una costumbre de papá Estado, y de papá patriarca. Mi sexo me escuece tanto como a los tíos.
Mi Pepe lo percibía y me buscaba, y yo acudía. En el cañar, extraño, allá por Horta, detrás del Colegio del SAFA, entre pequeños huertos. Me buscó y lo arrastré al cañar, iba oscuro el día, respiré sus ganas y mis adentros se fundieron como nieve en la canícula. Lo arrastré al cañar. Su deseo, mi deseo, sexo dentro.
¡Qué desastre! Larissa con su falda, mi mano bajo sus bragas, su húmeda fuente bullía, sus hebras rizadas erguían el triangulito negro marcado. Y su culillo respingón que mi otra mano sobaba, obscena e impúdica. Me estiró de la cremallera, la descapulló y broto mi ego como gladio romano al fragor de la estampida. Joder, qué ganas, qué salido, a meterla y meterla, pues se salía. Allí, de pie, ¡qué mierda!
La primera vez y a medias. Que no. Lo ansiaba metido, a tu hombre hay que ordeñarlo, gastarlo, desde dentro. Ese domingo la liga había sido para el Deportivo, y el Barça segundo; ¿qué podía ir peor? El desvirgue, bueno, a medias, que Pepe es del Madrid; así: gorda, pero corta.
Las siguientes veces, jadeamos en el auto, entrecruzados y siempre encima, sobre el picadero de Pepe, intentando cambiarle las marchas, bien y mal follando.
El casorio. En la cama el blanco voluptuoso quería sembrarlo, tan inmaculado. El blanco de Larissa cincelaba una vestal, y deseaba a Eva pecaminosa. Vestida, tirada en el lecho, levantado su blanco con descaro, y yo sin slip, con la verga atea asaltando su casto virginal.
Pero en el mundial de futbol había ganado Brasil, y Ronaldo con dos goles. Y había jadeado y gemido Larissa peor que si se hubiese tirado a Jhonny Depp, su gigolo platónico. Es brasileira, y yo, aragonés en Catalunya, en esa ambivalencia identitaria. Repaso su rostro enjuto, sus labios apretados, folla para adentro, está y no está, ¿jode con Brasil, Ronaldo o Depp? Y se escapa mi macho encelado.
«Cabrona, fóllame. Anda, folla mi polla. Jadea o grita, vamos, ese puto Brasil, incapaz de trajinar siquiera un mal polvo. Brasileira, ¿dónde está la puta hembra?».
Provocador y jodido, Pepe; estoy salida, le aprieto y araño. Soy brasileira, y oprimo mi boca, nunca he gritado. ¿Por qué? Mis nalgas navegan, samba para mis tetas, mi vientre y mi culo, para la niña, yo, y mi Pepe. Es mi cabrón. Yo soy su hembra, guarra y señora. Mi marica de playa.
«Viado, te follo, sí, te follo, te araño, te aprieto. No seas marica, anda ya, puto mío, ¿dónde está ese cabrón? Esta brasileira quiere su macho más adentro».
Oh, qué corrida. Joder con la Larissa obscena, jadea e insulta que te cagas, nos hemos desvirgado en el blanco, ella de puta y yo de maricón. Su vestido inmaculado queda manchado a conciencia. De macho y hembra. Se ha desbocado. El desvirgue de falo y coño. ¡Qué gran polvo de boda!
Madrid 0 – Barcelona 4.
Pepe en la ducha. Me ojea cabreado. Reniega de que su brasileira sea del Barça, qué frustre, le saco la lengua. Aprieta sus labios, enrabiado, yo relamo mis labios despacio con mi lengua viperina.
«Cabrona», grita.
«Este Lewandowski me pone», grito.
Descarada. Quedo en bragas, últimamente me busca poco. Estos españoles son algo chochones. Ya te digo; enrabiado y desnudo delante del espejo se dispone a afeitarse. Un pelín maricas estos españoles. Desnuda, pego mi felpudo a su culo, restriego y restriego, lo atosigo.
«Uno, dos, tres, cuatro. Oh, cuánto goles, y qué manera de meterlos. Qué gusto, qué orgasmo. ¿No te importa, cari? Que te dé, que este culito blanco no pase hambre».
Cero a cuatro. Mierda Vinicius, y Mbappé no vale un chavo. Y Larissa, culé. Y me da por culo. ¿Sumisas las brasileiras?, un carajo. Me fustiga, da por culo de verdad. Sabe cómo joderme. Retuerce su coño por mi culo, una, dos, tres y cuatro, si pudiera me lo metería. Una gata, me araña la espalda.
Pero, mi verga pasa de mí, al carajo mi cabreo, se excita como una mona.
Pepe se gira para cogerme por atrás, me amotino, le apreso su banana show, la acerco a mi concha y me la restriego. Acerco mi boca a la suya, y con mi lengua relamo la suya, su boca de orangután, y nuestras lenguas se baten y enredan, y reventando se pervierten. Pero a mi machito le doy un respiro. Me pongo delante.
«Dios, dios, no la tienes muy grande, pero cómo embistes cabrón, por cada gol del Barça me embistes diez veces como un verraco».
«Como King-Kong».
«Qué tierno, Pepe. Un poco marica sí que eres».
La elegida
Está buscando a la elegida. Nada de deslizar a la izquierda compulsivamente. Examina cuidadosamente las fotos. Todas. Busca las señales que le que le digan que, efectivamente, es la que está buscando. De momento, no ha seleccionado a ninguna. No sabe exactamente qué está buscando pero cuando lo encuentre, lo sabrá.
Ocurre un lunes por la mañana. Lo primero que le golpea es la mirada. Siente que el pulso se le acelera. Tiene una sonrisa misteriosa, como la del cuadro famoso. Mira todas las fotos y ahí está, en la base del cuello. Parece un tatuaje, algo parecido a la rama de un árbol, pero que él quiere creer que no es la rama de un árbol. Le da al botón de like, por primera vez en meses.
El match ocurre casi de inmediato. Tiembla al escribir un ‘hola’ tímido y cauteloso y se sorprende la facilidad con la que la conversación arranca y se mantiene. Hablan de música, de libros, de su pasión por Lovecraft. Conciertan una cita. Cenará con ella y ahí sabrá, definitivamente, si es la elegida.
Se compra una camisa nueva. Limpia la casa. Esconde sus libros más extravagantes, ediciones antiguas de libros de magia extravagantes. Deja una cuidada selección a partir de lo que han hablado por la aplicación. Duda y finalmente no se pone perfume. Se mira en el espejo y se guiña a sí mismo el ojo.
Ella llega un poco tarde. Él, ya sentado en la mesa, la ve entrar en el restaurante. A su paso parece que se congelara el tiempo. En persona su mirada todavía es más electrizante. Se levanta y le da dos besos. Ella sí lleva perfume, de toques cítricos con un fondo acre, casi sexual, que lo marea.
Teme quedarse mudo, pero enseguida surge la química. A veces uno acaba las frases del otro. Ríen y se miran mucho. Él está temblando por dentro. Ella le acaricia la mano, como sin querer, en varias ocasiones. Está ardiendo por dentro. Tiene fiebre. Apenas bebe el vino de su copa, ya está embriagado.
Es ella la que le sugiere ir a su casa. Le da un beso, breve, en la boca. Sus dientes son blancos como la luz de la luna. En el taxi mantienen la compostura, pero ella separa las piernas y le susurra cosas en un idioma desconocido, pero cuyo significado entiende a la perfección. Por momentos, le cuesta respirar.
En el ascensor se han abrazado torpemente, casi con ternura. Sin darse cuenta ya están en su dormitorio. Ella toma su mano y la introduce por debajo de sus pantalones. Frota su sexo con la palma abierta. Está húmeda. Saca la mano y la limpia con la lengua, golosa. Le desabrocha los pantalones. Se siente poderoso, imparable. La desnuda sin dejar de mirarle a los ojos.
Todo su cuerpo está tatuado. El dibujo principal, un pulpo que parece otra cosa, de cara antropomorfa, cuyos tentáculos irradian su espalda, suben hasta el cuello, rodean sus senos y su sexo. Recorre los tatuajes a mordiscos. Ella gime y arquea la espalda. Se sube encima y quiere penetrarla, pero ella le da la vuelta y lo tumba en la cama.
Se sube encima de él y absorbe su pene. Se agarra de sus caderas, intenta chupar sus pezones, se deja arrastrar por la corriente eléctrica que recorre su médula espinal. Ella gime, lleva el ritmo como si fuera una diosa, incrementando las acometidas, frotando su pelvis con ansia, grita con fuerza, y su vagina estalla en unos espasmos que hacen que él se corra sin poder impedirlo, que grite también, sintiendo que las fuerzas le abandonan, en un placer que le lleva al borde del desmayo.
Ella apoya las manos en su pecho y sonríe. Sus dientes, vistos de cerca, son puntiagudos y afilados. «Ha sido increíble. Me ha encantado. Pero me he quedado con hambre. Lo entiendes ¿verdad? Creo que empezaré por el corazón» Suspira. Empieza la letanía «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn». Deja de sonreir y lo mira, intrigada. Continúa salmodiando, recitando los antiguos conjuros, las palabras de poder que ha encontrado en antiguos manuscritos. «Creía que ese conocimiento estaba olvidado. Pero te reconozco como acólito y cumpliré la palabra dada, tal y como se estableció en el antiguo pacto.» El hambre no ha desaparecido de su mirada, pero cree observar una mirada de respeto.
Sabe que no empezará por el corazón, sino por las extremidades. Arrancará sus dedos y roerá sus huesos poco a poco. Seguirán brazos y piernas. Tardará un ciclo lunar completo en acabar con su cuerpo. Finalizará, como dicen las escrituras, con el corazón. Cada día repetirán la sesión de sexo, en una escalada de placer que le llevará al paroxismo. Está feliz, ha encontrado a la elegida.
OH, DIOS MÍO
—No te vayas.
Sus brazos de acero me abrazan, mi espalda contra su pecho —el encaje perfecto de la cucharita, el sueño postcoital de cualquier mujer anhelosa de satisfacer la llamada de su puta oxitocina— mientras sus manos rudas acarician mis pezones, doloridos y vibrantes aún después del juego. La sensación vuelve a encenderme, a desear a que desplace a una de las manos más abajo, donde mi excitación empieza a arder de nuevo, pero, intentando a igualar mi respiración, me quedo quieta. Nuestras reglas no contemplan la iniciativa por mi parte. Y me va bien así. Me iba bien.
—¿Por qué? —indago, aunque sin esperanza de recibir la contestación que me satisfaga.
Él me susurra al oido, las oscilaciones del aire perfilando mi oreja provocan una chispa de electricidad que recorre mi cuerpo:
—Un viaje no es una solución. Estás huyendo. Pero no puedes escaparte de ti misma.
Puede que tenga razón. Lo más probable es que tenga razón. Pero no es la respuesta que quiero oír. Y eso me hace replicar:
—No, es todo lo contrario: espero a encontrarme.
***
El látigo quema mi piel, el zumbido del dolor agudo ensartando mi cuerpo de arriba abajo. Respiro hondo, dejándome llevar por el dolor, uniéndome con este hilo que me atraviesa y me deshace en mil pedazos. Cada mordisco de la soga es una nota más en la sinfonía de las sensaciones en que me disuelvo hasta que no queda nada de mí. Soy una nube emborrachada.
Él se acerca a mí por detrás, con un gesto de autoridad indiscutible me hace agachar, poniendo mi culo en pompa, y planta un par de azotes en mis nalgas.
—¿Qué, perra, te gusta, ah?
No, la verdad es que no. El spanking no me excita para nada, este tipo del dolor no me lleva a ningún trance, como lo hace el látigo, y nunca he entendido porque las azotadas le pone a la gente tanto. ¿Y lo de llamarme “perra”? En otro momento estaría desgarrada entre indignación y la sensación del ridículo. Pero estoy ida ya, sujetando a los barrotes para no desplomarme. He dejado de ser yo, no tengo cuerpo, soy una gaseosa.
Él con una mano me coge el pelo, sin piedad y consideración alguna estirando mi cabeza por atrás, y con otra estruja uno de mis pezones entre sus dedos hasta que suelte un grito que reverbere por toda la mazmorra. Gritar me ayuda a transformar el dolor en algo más, en algo que va mas allá del placer. Siento como unos chorros se deslizan entre mis piernas. ¡¿En serio?! ¡No me puedo creer que me está pasando esto! En mi vida no me sentido tan excitada.
Él se inclina hasta mi oreja y con su voz ronca, la furia contenida en la onda sonora, me pregunta:
—Dime, perra, ¿qué quieres que te haga?
No puedo contestar. El pudor no me deja. Descontento con mi silencio, él estira mi pezón, y la última barrera que me contenía aún dentro de una forma nebulosa se estalla con mi grito y me esparce por el espacio. Dejo de existir.
—Lo que quieras, —contesta alguien que está en mi lugar— hazme lo que quieras.
***
—Estás huyendo.
Pero, ¿se han conspirado todos o qué les pasa con sus dale-que-te-pego-estás-huyendo?
—Posiblemente. Pero a veces la huida es la única vía hacia la salvación.
—¿Y de qué quieres salvarte?
La cara de mi amiga es un rostro de una reina. Ella toma su juego muy en serio.
—De perderme a mi misma.
Mi oponente eleva una ceja.
—Pero, cariño, ¿acaso la sumisión no se trata precisamente de esto?
Eso, lo que digo, un juego muy serio.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero lo que me da miedo, no, ni siquiera es miedo, me aterroriza de desintegrarme en la oscuridad por él y dejar de ser yo. Dejaré de existir no solamente para mí, para él también.
Los ojos de mi amiga me miran comprensivos.
—¿Cuánto tiempo lleva sin decir nada?
Encojo los hombros.
—Una semana. O más. No lo sé. Lo de siempre. Nada nuevo.
***
Cada roce de mi piel contra la suya crea una vibración entre nuestros cuerpos que va más allá del puro deseo sexual. Siento su erección en mi entrada y mis entrañas arden de las ganas de sentirlo dentro de mí. Muevo mis caderas para incitarlo a la acción, pero su mirada impetuosa me para en seco. Supongo que no es el momento para sacar a mi brat fuera.
Se inclina para clavar a mis brazos con uno suyo por encima de mi cabeza, y me derrito como mantequilla. Los enlaces de los hilos milenarios de instintos, miedos, deseos y culpas se apoderan de mí. Si no puedo hacer nada, si todo lo que pasa está fuera de mi control, entonces puedo permitirme ser suya y no ser responsable de nada.
Su ojos implacables me miran sin dejarme ninguna escapatoria.
—¿Qué quieres que haga?
—Lo que quieras, hazme lo que quieras.
En una embestida me deshace. Mi cuerpo se desintegra en un estallido de las sensaciones. Dejo de existir. Pero estaba equivocada. No es oscuridad. Es pura luz en la que me convierto mientras lo que queda de mi consciencia pulsa con cada ataque suyo “Soy tuya. Soy tuya. Soy tuya”. No hay nada más, solo esta expansión luminosa sin fin en que nos hemos convertido.
Y en algún lugar dentro de esta nebula oigo como me susurra:
—¡Como me encanta! ¡Me encanta dártelo todo!
Quiero agarrarme a la melodía de sus palabras, disolverme en ellas, pero algo que aún queda de mí dentro de esta maraña de cuerpos, sensaciones y luz, maliciosamente me quiere recordar que lo más probable su “todo” y mi “todo” son unas cosas muy distintas.
***
—No quiero que te vayas.
Me agarra en la entrada, abrazándome inesperadamente cuando ya estaba a punto de abrir la puerta.
Mi corazón se para ante el precipicio.
—¿Por qué? — imploro, y ahora es mi voz la que es ronca.
—No quiero perderte.
Llevo tanto tiempo anhelando oír esto. Pero algunas palabras siempre están pronunciadas demasiado tarde.
Me giro. Cojo su rostro en mis manos. Le miro en un intento inútil de recordar cada detalle insignificante, sabiendo perfectamente que la memoria los borrará encantada en un lapso del tiempo imperceptible. El precipicio se abre. Me rindo.
—Yo tampoco, —replico. —Yo tampoco quiero perderme.
Deshago su abrazo. Salgo, cerrando la puerta tras de mí y sin mirar atrás.
Éxtasis
El tacto de ella era suave. La piel resplandecía con un brillo dorado por el aceite de masaje. Acercó los labios al pezón izquierdo. Estaba duro y frío. Se untó un poco de gel en los labios y recorrió con ternura las rugosidades del pezón, sintiendo una erección casi instantánea.
Agarró con ansía el pecho derecho y pasó la yema del pulgar por el otro pezón que también estaba rígido y voluptuoso. Se detuvo un momento a mirarse en el espejo, le excitaba verse reflejado mientras practicaba sexo.
Después, de nuevo acercó la boca a uno de los pechos. Acarició con la lengua la oscura areola jugando a no tocar la lasciva redondez central que le enloquecía, demorándose como un niño con un helado en el que tiene, en el centro, un trocito de chocolate; quería sentir la excitación creciente.
Tenía el miembro erecto y lúbrico. Se sentía a punto de estallar pero necesitaba que el ardor fuera insoportable, necesitaba abrasarse para penetrar a la mujer con fruición. Quería montarla como un animal desbocado que se precipita hacia el éxtasis supremo; para ello debía ir poco a poco, saboreando cada parte de ella.
La lengua se acercaba con lasitud al botón anhelado, deleitándose con el tacto de la piel hasta que finalmente lo rozó, suavemente al principio, luego lo introdujo en la boca y jugueteó con él como si fuera un caramelo dulce y jugoso, mientras que con una mano acariciaba el otro pecho, masajeando con ternura el pezón y pellizcándolo con mimo.
¡Oh! La polla estaba inquieta. La erección empezaba a ser insoportable. Sonrió. Siguió saboreando los pezones de la mujer, ahora el izquierdo, ahora el derecho. Después subió lentamente por el escote, el cuello color chocolate que refulgía por los aceites perfumados, hasta llegar a los labios ligeramente abiertos.
Besó con ímpetu a la mujer, después lamió con dulzura la lengua de ella, rozándola al principio, casi ahogándose con ella después. Mordisqueó los labios con avidez, humedeciendo con saliva, cálida y pegajosa, toda la boca. Después se entretuvo en el cuello, la zona clavicular, el escote y de nuevo los pechos que eran como dos frutos maduros, tersos y llenos.
No podía más. Tenía que penetrarla, necesitaba introducir la polla dentro de ella y empotrarla como un semental, pero todavía no era el momento.
La mujer tenía las piernas abiertas y se detuvo a mirar la vulva. Era soberbia, de un rojo marchito, con los labios exteriores finos, sin vello por el rasurado, El clítoris sobresalía, pálido y rosado, de entre los labios interiores, los cuales eran a penas perceptibles. Aquella vulva era divina, tan bella que se le escapó una trémula lágrima. Sintió deseos de gozarla. Rozó los labios vaginales de la mujer con la boca y después con la punta de la lengua. Tenían un sabor salado y algo acre. Jugueteó con las ondulaciones de los labios hasta llegar al clítoris. Lo lamió con suavidad al principio, después hizo ventosa con la boca y lo succionó como si fuera una ostra recién abierta. La saliva ayudaba a lubricar la zona, mientras él chupaba y sorbía con deleite aquél delicado botón rosado mientras notaba el palpitar de la sangre acumulada en el glande y los testículos. La polla le dolía de tan empinada que la tenía. Finalmente se bajó los pantalones y liberó el pene que despuntó ante la vulva como un mástil engalanado ante un ejército.
La verga no tenía prepucio, de pequeño le habían circuncidado por la fimosis. La observó reflejada en el espejo. Le pareció hermosa. Se sintió orgulloso de aquel falo que tan buenos momentos le hacía pasar. Hoy iba a ser uno de esos días, uno de los mejores, sin duda.
Se lubricó el pene con el gel y cogió la cuerda que tenía preparada, Se la colocó en el pescuezo. De pronto empezó a sentir el ahogo, la había ajustado bien. Se apresuró a penetrar a la mujer. El cuerpo estaba frío y rígido, aunque el rigor mortis empezaba a bajar y las paredes interiores de la vagina estaban ya un poco blandas, aun así tenían la suficiente dureza para sentir la polla agradablemente aprisionada.
La soga en su cuello se tensaba con los embates, le costaba respirar. se estaba ahogando. El calor subía. Cada vez más intenso. El placer, multiplicado por la asfixia, le hacía cerrar los ojos; comenzaba a perder el sentido. El corazón martilleando en las sienes, le estallaba la sangre en el pecho.
Siguió penetrando al cadáver mientras cada vez se perdía más en un éxtasis extremo que parecía no tener fin. Boqueó en busca de aire, embistió más y más al cuerpo.
Parecía una bestia hambrienta, engullendo un aire que no conseguía llegar a los pulmones, jadeando en busca de oxígeno, sumida en un delirio orgiástico que invadía todos sus sentidos. Tras varios minutos de lujuria, acometidas y ahogo se transformó totalmente en un ser enloquecido que empujaba, penetraba y bufaba sonoramente. Los ojos bañados en lágrimas, alucinados, saliéndose de las órbitas. La sangre golpeando en las sienes, bullendo a borbotones por sus venas hinchadas. La soga descarnándole el cuello.
De pronto le entró pánico porque realmente se estaba asfixiando. Intentó aflojar la soga pero ésta estaba tan apretada que solo consiguió hacer la herida más profunda. El nudo corredizo se movía más y más dentro de la carne, oprimiendo y desollando, casi a punto de partirle la nuez debido a que él seguía, como un autómata fuera de control, follando al cadáver, totalmente enajenado.
Incapaz ya de percibir el olor a podredumbre, ni a sexo y ni al Vaporup que disfrazaba de menta la morgue, todos sus sentidos subyugados por el orgasmo, el cual llegó apoteósico e inagotable; el hombre se desplomó entre espasmos, colmado por un éxtasis insoportable, mientras su vida se desvanecía.
Quienes, al día siguiente, se encontraron el cadáver, aseguraron que éste estaba girado hacia el espejo mirando el reflejo del cuerpo sin vida de la mujer, el cual tenía los ojos fijos en él. También juraron que el reflejo de ella en el espejo tenía en el rostro una mueca semejante a una carcajada y que parecía agarrar la cuerda con la mano derecha. En realidad la soga estaba atada a un armario que estaba encima del espejo, por lo que aquello parecía una locura. Rectificaron, dubitativos, diciendo que seguramente había sido una ilusión óptica…
Seguramente.
El caballero de la quinta fila
Por entonces, yo protagonizaba una obra basada en Madame Bovary que representábamos en el Teatro Royal. Hacía ya tiempo que había dejado de ser una cara bonita y un culo que tocar y podía permitirme el lujo de elegir papeles y directores. Iba disparada hacía el estrellato, sentía que estaba cerca de la cúspide de mi carrera; tanto de actriz como de amante. Encadenaba éxitos de taquilla con obras alabadas por la crítica y el público, y a mis pies se postraban los hombres. No importaba su condición. Yo saltaba de uno en otro sin piedad. Compañeros de profesión, millonarios, intelectuales, políticos, criminales y banqueros; bello o poderoso, cualquier hombre se rendía ante mí.
Cuando subía a escena, el mundo me adoraba. Se me pone la piel de gallina al recordarlo. Brillaba, era el centro del universo. Cuando bajaba del escenario, seguía envuelta en luz, una luz cegadora. Ahora lo recuerdo con tristeza, más de un suicidio se cometió por mí, o por mi ausencia. En aquellos días no me preocupaba lo más mínimo.
En el montaje de Bovary, el director había ideado la escena del coche de caballos en forma de monólogo. Los focos se cerraban sobre mí y comenzaba una evocación del recorrido del carruaje por las calles alrededor de la catedral de Ruan. La escena era un crescendo que alcanzaba su clímax cuando rasgaba la carta de despedida que iba a entregar a mi amor. Lo dicho y lo callado excitaban por igual a la mente de los espectadores. Era mi escena favorita. Era el momento en que me convertía en una verdadera dómina que administraba el placer a los que sorbían mis palabras mientras me devoraban con la mirada.
Debió ser a la semana de estrenar. Las críticas estaban siendo favorables, como era de esperar, pero no me satisfacían. Mi vanidad no se colmaba, los críticos no me ensalzaban lo suficiente. Sé que mi enfado venía de la frustración de ver que algo se me escapaba del personaje, ese derrumbe de defensas, la pérdida de control, todo eso me era ajeno. Lo achacaba todo a la envidia de los articulistas, pero la verdad era que no podía entrar en la contradicción de Emma. Un jueves, en la sesión de la noche su secreto me fue revelado.
Mi interpretación estaba siendo técnicamente impecable, sin embargo me carcomía la percepción de ser un robot sin alma; mi personaje era más real que yo. Llegó la escena del carruaje. Mi marca se situaba en el proscenio, enfrentando cara a cara al público. Fui hasta ella con la fingida fragilidad de quien es derrotado por la pasión. Al llegar, hice una pausa dramática y clavé la mirada en las primeras filas del público, buscando establecer contacto con la ansiedad de la platea. Mi recurso nunca fallaba, suspendía el tiempo durante un instante y después con voz quebradiza empezaba mi monólogo. En sus butacas, los hombres se revolvían incómodos, sus cuerpos hablaban sin palabras. Y entonces, en el deambular de mi mirada, mis ojos se cruzaron con los suyos.
Era un caballero de mediana edad. ¡Qué término más horrible y poco descriptivo! Era un hombre, no un jovencito, un cuerpo que respiraba plenitud y un halo de atracción que nunca había visto antes. En la penumbra no podía adivinar por completo sus rasgos, pero sabía que eran firmes. Sus ojos me respondían con una energía que me penetraba. Mi silencio dramático se hizo largo, en exceso, hasta arrancar algún murmullo. Giré el rostro para poder ser capaz de comenzar mi texto. Mientras lo hacía, sentía por fin estar metida en el cuerpo de Madame Bovary, me había vestido con su deseo implacable. Las palabras resbalaban por mi garganta, caían sobre mis pechos y bajaban hasta el vientre como caricias. Estaba atrapada en el carruaje con aquel hombre. Sus manos, que veía descansar en el reposabrazos de la butaca, recorrían mi cuerpo, levantaban mi vestido. A veces lo hacían con suavidad, otras con rudeza. Se abrían paso a la fuerza hacia mi sexo, y cuando parecía que iban a llegar, se detenían, perdían la urgencia y me dominaban. Me obligaban a esperar, y yo deseaba su demora tanto como la odiaba. Un fuego palpitante ascendía desde mi sacro por la columna hasta romper mi voz, convertirla en un hilo de sonidos suplicantes, quería que sus manos ahogaran mi boca, sentir que sólo era un animal que aspira los aromas de otra bestia. Nunca había deseado algo tanto como abrazar al caballero de la quinta fila.
Terminé la escena impaciente, aceleré la obra para que acabase y pudiera bajar al patio de butacas. Cuando por fin lo hice, no encontré a nadie.
A la mañana siguiente leí las críticas mientras desayunaba. Afeaban el ritmo de la representación, lo tildaban de histérico, pero también todas coincidían en calificar de magistral la escena del carruaje. Estaba irritada. Irritada por haber sido arrancada de mi castillo de poder, y por saber que había necesitado a aquel hombre para alcanzar mi mejor momento en un escenario. Y por necesitarlo ahora. Había quedado para comer con un ministro, no sé de qué, un tipo que me perseguía como mi sombra, al que ya había sacado todo tipo de regalos sin ofrecerle nada a cambio, sólo desprecio. Anule la cita. El recuerdo del desconocido no me dejaba estar con otro hombre. Me encerré en la habitación hasta la hora de la función, intentando pálidamente imitar los juegos que imaginaba en sus dedos.
Subí al escenario dispuesta a encontrar de nuevo aquella conexión con Emma y a no dejarme arrastrar por el torbellino en las siguientes escenas. Llegamos al coche de caballos, me coloqué en el borde del escenario y volví a verlo. El desconocido estaba allí. Parecía que siempre lo hubiera estado. La misma butaca. Vestía un traje de corte más elegante, como si hubiera querido celebrar la ocasión. Adoptaba la misma postura dominante, como si el mundo se plegara a su alrededor, y me penetraba con su mirada concupiscente. Regresé al carruaje junto a él. Regresé a sus brazos. El desconocido movió las manos en su asiento, y yo las sentí correr por mis costados; llegar a mis caderas y deslizarse hasta mi entrepierna. Tartamudeaba, ruborizada, excitada hasta el punto que mis movimientos eran torpes. Mi cuerpo quería perder toda rigidez, caer al suelo hecho agua. Sólo mi garganta seguía seca, mi voz la rasgaba con el deseo. La escena acabó. Un momento de absoluto silencio en el teatro. El público no estaba demasiado seguro de a qué había asistido. Inmediatamente, explotó una ovación.
Como el día anterior, busqué al desconocido al acabar la función, tampoco lo encontré. Todos venían a felicitarme y se extrañaban de mi pésimo humor. Esa noche no pude dormir, la pasé procurándome el placer que él debería haberme dado.
El ritual se repitió durante los siguientes días, una liturgia de placer, un juego de desengaño. Nunca en mi vida he vuelto a experimentar esos sentimientos. Era la amante sumisa de un fantasma, una romántica y una perra al mismo tiempo. Intenté aplacar el deseo con otros hombres. Llené mi habitación de jóvenes fogosos, de perversos ancianos; de uno en uno, o muchos a la vez. Nada podía calmar mi sed. Los acababa expulsando a golpes y me sumergía en una autocompasión tórrida que duraba hasta que mi cuerpo se agotaba y me dormía.
Lo busqué al final de cada sesión.
Pedí a todos que le entregaran un recado, que consiguieran que accediera a verme. Todo fue inútil. Sin entenderlo, fui acostumbrándome a todo esto, lo convertí en el fuego que alimentaba mi interpretación. El motor de mi arte. Ahora las críticas llovían desaforadas, era la sensación del teatro, la mujer capaz de transmitir el desasosiego sexual como si fuera una enfermedad contagiosa que te mata en silencio. Fueron las dos semanas mejores y peores de mi vida.
Era un jueves. Me acerqué al proscenio. Miré. No estaba. Mi silencio se hizo eterno. No conseguí retomar el papel hasta que entre el público empezaron los comentarios. Perdí pie, hice parte del monólogo de rodillas, con una voz que parecía salir del cuerpo de una momia, ronca por el amante perdido. Tuve muy malas críticas.
Cada vez que piso un escenario, con disimulo, escruto la quinta fila, en busca del caballero, que ahora debe ser un anciano, sintiendo aún una punzada en mi vientre. A veces pienso que no fue más que un sueño.
Viajes inacabados:
Son las 9 de la mañana. Me llamo Antonio. Hombre canoso, media altura, la barrera de los 50 años se me acerca peligrosamente, procuraré saltarla con ejercicio, buena alimentación y un poco de suerte. En todo caso no descarto el Botox si mi esfuerzo no da los resultados esperados. Padre de dos hijas adolescentes: Ana y María. Buenas estudiantes ellas, aunque están en ese periodo que antes llamábamos la edad del pavo, por suerte para mí el objeto de su rebeldía freudiana no soy yo: es su madre.
Mi mujer trabaja en una guardería. Se llama Luísa, nos conocimos en la escuela y toda una vida juntos. No voy a decir su edad, pero cuando yo supere la barrera de los 50 ella muy lejos no estará. Media altura, conserva ese cabello rubio que me impactó. Senos pronunciados, montañas en las que, aunque no por conocidas dejo de perderme en ellas a menudo. Tiene mas curvas que las carreteras del Garraf, labios sensuales que piden un mínimo de tres besos al día. Ojos que te desnudan cuando te miran, un color verde que se fija en mi retina. Podría seguir, pero entraría en una fase de excitación que dificultaría mi capacidad para seguir este relato.
Almuerzo con mis hijas y mi mujer. Un café con leche y un croissant de chocolate. El chocolate se deshace entre mis labios, lo degusto lentamente, dejando que el chocolate y mis papilas gustativas entren en un punto de placer máximo, cuando llego al clímax, me doy el gusto de otro trocito de croissant. Procuro que mi mujer y mis hijas no sean testimonio de este placer, de este” menage a trois” entre el croissant, el chocolate contenido en su interior y servidor. El croissant me pide que culmine., así que no puedo hacerle esperar. Me tomo el café con leche, para que en el interior de mi boca se monte una orgia de gustos del que mi mujer y mis hijas no son testimonio. No quiero voyeurs en este momento. Ellas solo ven una ligera sonrisa que surge de mi rostro.
Cojo mi maleta, mi chaqueta, el paraguas por si llueve y me despido de mi familia.
Estoy ya dentro ya de mi coche. Un Peugeot que me hace sentir fuerte, seguro. Me convierto en un pequeño animal. Salgo a la carretera dispuesto a arrasar. Vivimos en un pequeño pueblo de la Mancha de cuyo nombre si puedo acordarme: Villa fogosa. Mi trabajo en una empresa de curtidos está a unos 30 kilómetros de mi casa. Estoy en medio de la carretera, es una recta inacabable, no puedo estar así, me dormiré. Prefiero desviarme por una carretera secundaria. No creo que la principal se dé cuenta. Así que me desvío por la carretera del bosque. Esto es otra cosa, una curva a la derecha, otra curva a la izquierda, las rodeo, las abrazo con el morro de mi coche. La carretera se excita me dice: cuidado con los cuernos, así lo dice ese cartel donde en medio del triángulo se dibuja a un Bambi adulto. De ven en cuando las curvas se vuelven rectas, en ese momento acelero, veo que los arboles se excitan a mi paso y mueven las hojas. El viento les ayuda un poco, testimonio de mi excitación, el muy sinvergüenza me acompaña. He dicho que no quiero voyeurs, aunque sean invisibles, además su silbido le delata. No hay nadie en la carretera así que aprovecho para mostrar mi excitación y empiezo a soltar la bocina sin medida. Espero que no pase nadie en sentido contrario. Veo un cartel: máximo 69, será mejor seguir recto y no darse la vuelta. Por fin culmino y llego a mi trabajo. Las curvas me han dejado extasiado.
Me siento en mi mesa, en mi despacho de contable. No se estarme quieto, así que entro en la fábrica. Nadie me ve cuando cojo esas pieles que se utilizan para fabricar bolsos y zapatos. Pieles salvajes, duras que levantan sus hilos al paso de mis manos por ellas. La piel salvaje huele un poco mal, no me importa, para que su aliento mejore y se sienta mejor le tiro un poco de sal. Le pido si quiere mas y me dice que sí. Estamos solos en un rincón de la fábrica. Lejos quedan los mirones, los que se quieren añadir a la fiesta y las otras pieles envidiosas de mi amor. Al final llego a un orgasmo de placer, espero que nadie nos haya escuchado. Me reincorporo, pongo todos mis sentidos en el mundo real y devuelvo la piel a su sitio en la fábrica.
-Hola chicos, ¿todo bien?, me voy al despacho, ya sabéis lo que dicen, los contables que vida más aburrida¡
De vuelta a mi sitio, cojo el ordenador. Las teclas me piden que apriete con mas fuerza. Yo les digo que sí, pero también tengo miedo de romperlas con mis manos. Estoy rodeado de papeles. Los dejo caer, para ver como al hacerlo se solapan uno encima del otro y se refriegan entre ellos. Su amor durará poco, lo que el rozamiento del aire les permita antes de llegar al suelo. Pero mientras disfrutar de vuestro momento.
Justo en el momento que los papeles caen al suelo dejo de teclear con fuerza el ordenador. Para que nadie sepa el momento que he vivido le doy a la tecla suprimir.
Pasó el resto del día en mi anodino trabajo, pero cada vez que el aburrimiento me invade vuelvo a dejar caer los papeles y a teclear con fuerza.
De ven en cuando me dejo caer por la maquina de la empresa. En ella tenemos croissants de bolsa y café con leche de máquina. No es lo mismo que el almuerzo de casa, pero para un rápido de mezcla de sabores me es suficiente. Así paso todo el día. Cuando termino el trabajo cojo de nuevo mi coche. La carretera aún no se ha recuperado de mi paso, así que decido coger otra carretera secundaria. Vuelvo a abrazar las curvas, a acariciar las señales, intento no superar los límites de velocidad y de excitación, Le pido a mi coche dureza y firmeza, pero si llego antes se perderá todo el placer de este momento.
Cuando llego a mi casa las niñas no están. Nos hemos quedado solos mi mujer y yo. Mi mujer lleva una blusa muy sensual. Me mira mientras la lluvia golpea con mas fuerza. Me señala la cama mientras sus piernas se separan al ritmo de la música que suena en la casa. Coge mi mano, no sé si me van a quedar fuerzas, pero lo intentaré. Nos vamos a la cama. Por cierto, voy a cerrar la puerta. Si quieres saber lo que pasa allí dentro tendrás que imaginártelo, si quieres aún queda café con leche, subiremos la música para que no te desconcentres con nuestros gemidos. Cierro no quiero mirones.