Laboratorio escritura 27 de enero: Narrador omnisciente y descripciones

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato narrado en tercera persona por un narrador omnisciente. También hacer hincapié en las descripciones, que en la narrativa moderna hemos dejado un poco de lado por muchas razones. Pero una descripción no tiene por qué ser de un paisaje o de un personaje, puede ser de una acción, de sensaciones… dejemos volar la imaginación.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 25 de enero a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

8 comentarios

  1. Luis

    Luis Ezquerra Escudero
    La parroquia del barrio y el caviloso

    El antebrazo cubierto con la manga del tres cuartos azul oscuro dormita en el reposabrazos del banco de madera, alargado y estrecho, en madera de tejo brillante, y se extiende un largo de ocho creyentes y dos agnósticos sentados cavilando la dureza de la vida, cual banco de esta iglesia, en el que joven de alma y canas en sus sienes reposa sentando en silenciosa expresión, junto al pasillo central, estrecho y callado.

    Se apoya en respaldo de igual madera maciza con una nervadura en medio, mientras a la espalda yace un reclinatorio para postrarse en igual madera, pero sin acolchar ni otras mandangas. Eso sí, el detalle de la fe reitera la importancia de la impronta; en tal espalda del banco, bien fijada, se incrustan unos bastidores en los que emergen misales y algunas biblias manoseadas, que por más que sus tapas pretendan tonos plateados se atisba su deslustre, a criterio de una sola ojeada

    El sujeto se alisa las sienes en gesto instintivo, sienes protegidas por un abundante pelo negro ensortijado, mientras su cara mira al frente. Una ancha frente surcada por dos líneas no muy profundas, pero de estas de cavilar, sin una razón u objetivo. Una nariz romana, amplia y aguileña, bajo unos ojos de mediana estatura y flacos, con esa hambruna de la inteligencia que no conduce a ningún lado, pero que pretenden, acompañados por unos labios finos y una barba recortada y bien cuidada, avistar el sentido de la existencia.

    Espalda recta acompañando el respaldo, de rostro serio, pero no rijoso, denota una solicitud de perdón que titubea. Su abrigo permanece liso, sin barriga ni deformidades, atildado y pulcramente abrochado con botones oscuros, redondos y tradicionales. Observa, de frente, a manera indeterminada: el altar al centro bajo un mantel blanco con ribetes por los bordes, a la izquierda una pila bautismal ovoide de pura piedra, algo rudimentaria; tras el altar y a la vista, el Sagrario en plata y orfebrería de oro con su demiurgo bien guardado. Y atrás, en último lugar, se asienta la escenificación de la Última Cena en un retablo de madera bien pulida y tallada, un retablo de esquina a esquina acabado a manera de media luna por lo alto, de la que pende el Santo Cristo Crucificado como luz sobre tal cenáculo. Esta escenografía es contemplada y filtrada al albur del joven de sienes canosas.

    Una figura de oscuro emprende el pasillo desde atrás, avanza sin generar ruido ni eco. Viste sin mayor armonía: una sotana vetusta que queda en falda pues le acompaña un jersey de lana hecha a mano que luce bolitas centenarias. Sus pies, invisibles bajo la sotana, se sitúan al costado del caviloso sentado. Su benigna mirada lo repasa y, levemente, deposita su brazo izquierdo en su hombro derecho.

    —No te desalientes, dios siempre acoge a sus hijos.

    —No, no. Solo estoy descansando, no soy hombre de Dios.

    El hombre de castaños ojos benignos, cara alargada, barba ordenada, pero no recortada; con su pelo libre que alcanza su jersey azul oscuro retoma el pasillo y desaparece por el presbiterio, silencioso y tenue.

    El caviloso queda de persona única en la iglesia situada en la plaza del pueblo, una plaza pequeña y enlosada del siglo XXI, algo amorfa y sin esa personalidad que define al corazón de una pequeña villa.

    ¿Qué reflexión le aqueja o la ofrece tranquilidad? ¿Qué piensa? ¿Dónde dirige su mirada, su interés? ¿Ha conseguido esa perfección donde ya nada importa?

    Una campanilla de mano, labrada con motivos florales, cae al suelo desde el altar y repica su ligero badajo, una vez, una sola vez mientras se equilibra al costado superior de los dos escalones en mármol blanco que separan el presbiterio de la nave.

    Se arrebuja inquieto el joven canoso bajo su tres cuartos, pero no abandona el banco, su mano derecha ha empuñado el final del brazo del banco, pero se distiende, mientras otea la razón y causa del único ruido. La campanilla de mano dormita de pie, bien recta, como si siempre hubiera estado ahí, como si no hubiese caído, como si su estado natural fuese tal lugar: en el suelo, junto a la escalera. Recta, con su ligero mango y su boca de igual metal, de bronce cual espíritu bien forjado.

    Un ligero paso a su espalda, una leve brisa, y el brazo del hombre con sotana y ojos benignos, el hombre con jersey de lana y bolitas centenarias, su brazo izquierdo se apoya y sorprende al hombro derecho del hombre sentado.

    —Sí, él te quiere.

    —No, yo no…

    No muestran ningún gesto de contrariedad sus ojos de color avellana. Avanza otra vez hacia al presbiterio y desaparece.

    Desazonado, se levanta el joven canoso y se dirige a la puerta de salida mientras el ruido de la campanilla de mano repica otro escalón, como si fuese alma de descontento o desaprobación.

    Una señal.

    Alcanza la amplia puerta en doble hoja, más cuadrada que rectangular, y con un grueso pórtico en medio. Portón de maciza madera con gruesos flancos uniformes de un palmo, lisos y rectangulares de arriba abajo, y de izquierda a derecha. En su interior, labrada en forma de miríadas de pequeños valles cuadrangulares que bajan y se alzan hasta crear unas bonitas y lisas mesetas de líneas cuadradas, semejan caras diseminadas del cubo de Kubrik. En medio de cada hoja una fuerte nervadura plana divide la gran puerta por su mitad y alcanza el flanco, donde nace un pomo redondo en cada una de las dos escasas portezuelas, flacas y menudas que permiten pequeñas aperturas en cada hoja del enorme portón.

    El joven canoso ase el pomo de la portezuela izquierda, pero se gira al presbiterio, pesaroso. Allá emerge el beatifico hombre de sotana y jersey azul oscuro, tenue y leve. Sonríe como disculpando la huida.

    —No, yo no… —el joven canoso en siseo apenas audible.

    —Todo continúa igual, Pedro. Tres veces me has negado. Pero afuera luce el sol.

  2. admin

    Todo el mundo tiene derecho a ser feliz

    La habitación es acogedora, pero impersonal. Paredes de tonos ligeramente ocres, dos cuadros de paisajes bucólicos. Una mesa baja con un florero que contiene margaritas y tulipanes, aparentemente frescos. Él ha participado en muchos estudios de fármacos y lo habitual es una típica habitación de hospital, no como ésta, que parece una sala de espera. Lo único que desentona es la silla donde está sentado, que se parece a la de un dentista.
    La puerta se abre y aparece un hombre de unos 40 años, moreno, con gafas, y llevando una bata blanca. En este caso sí que parece el típico investigador, bolígrafos en el bolsillo y con una carpeta en la mano. Sonríe mientras se acerca. Le sigue una chica algo más joven, con pinta de enfermera, que lleva una especie de carrito con dos monitores, algunos cables colgando, y unos vasos en una bandeja. El hombre le estrecha la mano y le felicita. No va a probar un medicamento que le vaya a provocar extraños efectos secundarios. Se trata de algo completamente diferente. Va a probar un nuevo tipo de droga, diseñada para mejorar la vida de las personas. No se parece a nada de lo que haya probado antes. Y lo va a probar antes que nadie. Todo el mundo tiene derecho a ser feliz ¿no cree? Él asiente -ya había leído todo eso antes en el folleto que le habían entregado- y tampoco se opone cuando le sugieren atar los brazos y las piernas con correas de velcro a la silla, para que no se pueda dañar a sí mismo si por lo que fuera tuviera algún espasmo. No ha pasado nunca pero mejor prevenir que curar ¿verdad? Él sabe que es una práctica habitual y no se preocupa. Lo que no sabe es que la decoración de la sala ha sido diseñada por un equipo de especialistas para proporcionar un entorno uniforme y anodino, ni que el investigador y la enfermera no son tales sino actores que encajan en los estereotipos más comunes y menos amenazadores. Quieren asegurarse que la prueba sea lo más neutra posible. Le colocan una cinta alrededor de la cabeza y diferentes electrodos en el pecho, brazo y piernas. Le dan un vaso con una pastilla y otro con agua. Adelante, le animan, será una experiencia que no olvidará. Él se toma la pastilla tranquilo, con cierta curiosidad, se ha tomado medicamentos que le hicieron vomitar y otros que le dieron dolor de cabeza durante una semana, nunca le habían pagado por pasar un buen rato. ¿Será de efecto rápido o lento? Casi no acaba de formularse esta pregunta cuando le invade una paz extraordinaria. Se siente mejor que nunca en su vida. Todo su cuerpo le manda señales de bienestar. Parece que su piel estuviera siendo acariciada en cada centímetro, pero de una manera agradable. Cada vez que respira es como tomar agua fresca cuando estás sediento. Pero no hay nada estridente, ni ansioso, ni arrebatador. Es algo tranquilo y pacífico. Como si siempre hubiera vivido con un ruido de fondo y hubiera desaparecido, como si se hubiera quitado unos zapatos que le estaban pequeños. Pero es solo el primer peldaño. Dos minutos más tarde, su conciencia se amplía. Su cerebro empieza a pensar en direcciones que no sabía que existían. De repente comprende todos las malas decisiones que ha tomado en su vida, por qué las ha tomado, y qué tiene que hacer para poner remedio. Se nota, de manera instantánea, mejor persona. Siente lo que debió sentir Buda al recibir la iluminación. Se ha encontrado a sí mismo, se ha dado un abrazo, y ahora se siente mejor, e invencible. El tercer peldaño no le encuentra desprevenido. Ahora su mente abarca el universo entero. Que es, lo ve claramente, algo único e interconectado. Somos ciegos que van tanteando las tinieblas, piensa, y ahora es capaz de ver el tapiz entero, desde fuera, con una precisión inexplicable. Entiende las fuerzas que gobiernan el macrocosmos y las intrincadas relaciones del microcosmos. Es como si Dios le hubiera dejado ver la trastienda de la creación. Todo está en su sitio y es terriblemente hermoso. ¿Es feliz? Sí, es completamente feliz. Nunca había sabido lo que era la felicidad, hasta ahora. Lo que no sabe es que todo lo que está sintiendo es, realmente, una ilusión. Un chute de endorfinas. Que ni es más sabio, ni está viendo sus defectos, ni la trastienda de nada. Un engaño. Tampoco sabe que, a los dos días de acabar el estudio, estará completamente enganchado a la droga. Que esperará en vano obtener otra dosis, porque nunca se comercializará. Porque está en unas instalaciones del gobierno y las sustancias que investigan tienen otros usos. Principalmente para conseguir información de detenidos o agentes dobles. Tampoco sabe que pasará el resto de su vida intentando volver a conseguir algo de esa felicidad que fue capaz de ver durante un instante, y que probará cualquier tipo de droga que se le ponga por delante, sin éxito pero sin pausa. Que acabará tirado por las calles como un muerto viviente con la desesperación pintada en el rostro y que finalmente morirá de un paro cardiaco tras mezclar todas las sustancias que había podido conseguir y chutárselas en la vena. Pero como todavía no lo sabe, ni se lo imagina, cuando se le pasa el efecto y el falso investigador y la falsa enfermera vengan a desenchufar los aparatos y a soltar las correas los abrazará con una sonrisa de felicidad suprema y lágrimas en los ojos y les dirá con toda la emoción de su alma: Gracias, gracias, gracias.

  3. Carlos Gallego

    Día de la patria

    No quiere entrar en el laberinto, sabe que por las callejuelas acortaría camino, pero le gusta pasar por la plaza, allí la ciudad se abre y deja por un momento de ser una claustrofóbica sucesión de paredes. Quiere olvidar por unos minutos el olor a meados y vómitos. Cruza un carril, sortea un taxi y se dirige hacia el mosaico geométrico que domina el espacio. Por todos lados hay restos del naufragio. Un zapato sin su par, un bolso de mujer, gafas, teléfonos, manchas de sangre… lastre perdido por la multitud en pánico.
    Frente a los hoteles, delante de las oficinas bancarias, en cada puerta de cada maldita franquicia de comida basura o de moda para esclavos, alguien barre vidrios rotos. Los cristaleros sonríen sin disimulo, hacen su agosto, aunque hoy es trece de octubre. Sigue adelante y esquiva un buñuelo de plástico que aún apesta a quemado, una vez fue vez un contenedor de basura. Siente envidia y mucho cansancio. Es un viejo de cuarenta años. En su barrio, a su edad, lo normal es esperar el nieto que algún niñato le ha hecho a tu hija o estar bajo tierra. Piensa que antes había más viejos, que el mundo corre furioso. A los treinta controlas el tráfico en el barrio, sólo has de preocuparte de que no venga otro y te abdique metiéndote diez gramos de plomo en la cabeza; a los treinta y uno, alguien lo ha hecho. No es su caso, él creyó que era diferente, que saldría del barrio a su manera. Sí, lo hizo, para coger el tren cada madrugada y volver agotado a la noche.
    En el centro de la plaza, las palomas se arremolinan a sus pies aún somnolientas. Le gustaría quedarse allí, volver a ser un niño que devora todo con los ojos. Recuerda la primera vez que vio aquel lugar, cuando se acercaba el final de los días buenos, aunque él no lo supiera. El colegio les llevó a visitar el museo de arte azteca, después comieron en la plaza, elotes y tortillas con longaniza, todos apiñados a la sombra de la imponente estatua de la Malinche. No había salido más de un par de veces del barrio de chabolas. Recuerda subir al tren, pegar la nariz al cristal, ver todas aquellas casas tan altas. Ahora el centro de la ciudad le parece otro escaparate más, que espera a que un día alguien le lance una piedra. El verano estaba cerca y se ocultaron del sol del mediodía a los pies del monumento. Con el tiempo supo que no hay ciudad sin escultura de la Malinche, pero entonces le pareció la mayor maravilla del mundo. Allí estaba la heroína de la reconquista, un brazo en jarras y el otro en alto, sosteniendo la cabeza de Hernán Cortés.
    La estatua queda atrás y entra en la calle de las zapaterías, el suelo refulge como un cielo estrellado. Los dependientes barren y maldicen. Una brigada de limpieza aparta los restos de una trasnochada barricada. Su mente sigue en la plaza, años atrás. Ve a doña Nayeli, oye su voz de pito que recita la lección …y los españoles junto con los pérfidos tlaxcaltecas enfrentaron a los guerreros nahualtl en Otumba. Y dicen que nunca hubo mayor fragor en la batalla. Un puñado de feroces encabezados por Zihuacatzin se batió contra una horda de miles de castellanos y traidores, y fue que lucharon con tanto ardor estos valientes que los corazones de los enemigos se encogían, pero a cada hombre que derribaban, diez les salían al paso, y entonces fue que la Malinche, a quien todos tenían por servil, arrancó una espada del pecho de un guerrero caído y cercenó el cuello del malvado y con un gesto altivo mostró la cabeza del desdichado y la sangre se heló entre sus huestes que salieron en toda dirección… Lo contaba doña Nayeli haciendo aspas con los brazos, con lágrimas en la cara y el corazón henchido de patriotismo. Toda la clase se daba codazos y reía, él miraba el pelo rubio de Quetzali Mas y las pecas de Meztli Ribes y poco le interesaban las exageradas hazañas que contaba la señorita. Qué importa nada. Qué importaría si las cosas hubieran sido diferentes. Ni siquiera es un mestizo, apenas un despojo en otro despojo urbano de la desangrada Europa.
    Deja la calle principal y entra en los callejones. Dobla la esquina del quiosco y ve el rótulo del bar. Mete la mano en el bolsillo para sacar las llaves. Apoyado en la persiana metálica está Youalli, más encorvado que de costumbre, como si aguantara todo el peso de tanta miseria. Está sucio, siente su olor incluso antes de que llegue a su nariz. Youalli, nunca ha tenido suerte, es otra bestia de carga que se debate en las arenas movedizas. Le mira la mano.
    – ¿Dónde vas con la pipa?
    No dice nada, busca sus propias respuestas en el suelo, en el espacio que hay entre sus pies.
    – You, que haces con ese arma en la mano.
    – Voy a disparar a mi chica. La he pillado con otro. Sí, la voy a freír.
    – Eso no parece buena cosa, hermano.
    – ¿Sabías que me la pegaba? Le voy a disparar.
    – ¿Y qué vas a hacer después de matarla?
    -Me voy a México, siempre he querido conocer el primer mundo. Allí no me pillan, dejaré de ser un esclavo.
    Suena una sirena y levanta la persiana.
    -Mejor tira para dentro, tomamos un trago y me lo cuentas.

  4. Irina

    Diagnóstico

    El desierto era blanco. Se extendía de un extremo del infinito hasta el otro, oleaje del degradado entre sutilidades del tono. 255, 255, 255. Todo luz, si confiamos en RGB. Pura ausencia del color, si nos aferramos a CMYK. Diferentes sistemas de creencias para describir la misma realidad. Un techo inmaculado, aparentemente recién pintado —todo según el pastón que se pagaba por la clase de este establecimiento— sin ni siquiera un rasguño, ni una insinuación a una telaraña o alguna otra forma de vida, algo a que anclar la vista mientras la espera se hacía interminable.

    ¿Cuánto tiempo ya había pasado, cuánto llevaba aquí? ¿Dos horas? ¿Cinco? Contando el bombardeo de las pulsaciones que ni pensaban a disminuir, a pesar de la artillería pesada de los medicamentos.

    Los ejercicios del dichoso mindfulness no ayudaban. Sus manos tocaban las sabanas, y él solo pensaba que no eran suyas, sabiendo por alguna razón misteriosa que el número de hilos no era adecuado. ¿Desde cuándo le preocupaba el conteo de hilos? Las sabanas también eran blancas, por lo menos él lo suponía —todo aquí debería ser blanco, ¿no?— pero lo cubrieron encima con estas telas azules semitransparentes desechables que usan hoy en día los médicos por todas partes, y esto no ayudaba para nada a calmar sus pensamientos. Y la maldita mascarilla —la reminiscencia del COVID que en este mundo paralelo aparentemente seguía existiendo— le molestaba, le picaba la nariz, y con cada segundo le crecía el deseo insuperable a quitar el insoportable artilugio. ¿Qué idiota dijo que llevar la atención a las sensaciones corporales tiene que apaciguar a los nervios? Nada, nada en este cuarto que en vano pretendía ser una habitación del hotel de lujo (él sí que sabía mucho de las habitaciones de hoteles de lujo) era capaz de distraerle de la campana que seguía resonando en su pecho con insistente aceleración, trayendo a su consciencia una y otra vez la inminente pregunta:

    ¿Voy a morir?

    Todo el mundo sabe por quién doblan las campanas.

    ¿Cuándo había empezado este calvario? ¿Cómo pudo pasar que él, con su cuerpo entrenado, tan versado en los últimos hallazgos de biohacking, había acabado aquí? Su vida parecía tan perfecta. Todo estaba bajo control.

    Vale, ella le había dejado. Dijo alguna tontería que no era capaz de sostener su falta de predisposición hacia la verdadera intimidad. ¿Quién sabe qué demonios significa esto? Él incluso al principio se sintió aliviado. Porque, hablando claro, no hay quién entienda a las mujeres. Ella tarde o temprano volvería. Siempre volvía. Mientras tanto nadie le comía el tarro con el rollo de conectar con sus emociones y la empatía. Él tenía reuniones que atender.

    Ella le bloqueó en whatsapp.

    Pasaban semanas. Meses.

    Al principio cuando notó por la primera vez el subidón del pulso no se preocupó. Con su ritmo de vida, con su nivel de actividad era normal, ¿no? Pero los artefactos tecnológicos de ultima generación revelaban cosas raras. Ningún esfuerzo físico, incluso cuando se ponía al límite, no hacía a su corazón disparar más allá de los niveles esperados. Pero por la noche, cuando su cuerpo por fin encontraba la paz tan buscaba, su tórax de repente se explotaba, como si alguien desde su pecho le radiografiaba con urgencia en el código Morse:

    ¡Vas a morir!

    Le decían que era ansiedad.

    ¿Qué ansiedad? No tenía nada de qué preocuparse. Todo iba según el plan.

    Pero le han robado su paz.

    El silencio aquí, se suponía, tenía que favorecer a la recuperación de los pacientes. Mucha pasta, buena insonorización. Pero hoy solo le ponía de nervios. Y la llegada del doctor, también sin ningún ruido, sin ningún aviso sonoro previo, como si aquel fuera un vampiro, solo aumentó la tensión en él. ¿Iba a acabar su sufrimiento aquí?

    —Bueno, tengo una buena y una mala noticia.

    ¡¿En serio creía que esto era una manera de empezar la conversación con un paciente cuyo pulso ya iba más allá de 170?!

    —La buena noticia es que su corazón está bien. Puede tener una vida muy larga.

    ¡¿Perdón?! ¡¿Y qué le pasaba entonces?!

    —La mala noticia es que todas las pruebas que le hemos realizado indican que tiene una condición mucho más grave contra la cual la medicina contemporánea, desafortunadamente, es impotente.

    El corazón, con todas sus pulsaciones descontroladas, se le cayó abajo a las profundidades de la existencia de las cuales él ni sospechaba.

    —¿Tengo cancer?

    —¿Qué? Noooo, que va. Con cancer nosotros aún sabríamos qué hacer.

    —¡Doctor! ¡Deja ya de rodeos! ¡¿Qué tengo?!

    —Está Usted enamorado.

  5. Julián

    EN EL BAR

    Después de comer el grupo de amigos se fue dispersando, unos alegaron tener que estudiar, otros que tenían que ir a su casa y Carla fue la única que se ofreció a hacer compañía a Julio hasta que tuviera que irse a la estación. Carla era una amiga de una amiga de Julio, solamente hacía unas pocas semanas que se habían conocido, se sentían bien las ocasiones que habían hablado, se atraían mutuamente pero ellos no se habían dado cuenta aún, al menos no tanto como en realidad era. Pasearon y charlaron por el barrio de Santa Cruz hasta que el frío empezó a calarles los huesos y entraron en un bar que desde fuera y a través del cristal que cubría toda su fachada ya se intuía de tercera categoría, lúgubre y poco iluminado.

    El local era apenas una barra con cuatro taburetes desordenados y el suelo plagado de servilletas arrugadas. Al fondo unas pocas mesas de formica marrón ocupadas por un par de clientes silenciosos y un ludópata enganchado en la máquina tragaperras. Sobre la barra había un mostrador iluminado con cubetas de comida que a esas horas no parecían demasiado apetitosas y como si quisiera robar más sitio a la barra el grifo de cerveza apenas dejaba sitio para apoyar los codos pero aún así se acomodaron en ella. Las paredes estaban desnudas, solamente destacaba iluminado un anuncio de Coronita hecho de pequeños neones en forma de cactus y la silueta amarilla de una botella con el cable que bajaba hasta un enchufe.

    Sentados en los taburetes su vista se fijó en la máquina de café, inmensa y brillante, que desentonaba ocupando un lugar privilegiado detrás de la barra. Se sacaron los abrigos y ambos pidieron café casi de manera instintiva con la idea de calentarse. El camarero tenía una calva incipiente pese a su juventud y a pesar de que parecía ausente se movió rápidamente dándoles la espalda dispuesto a preparar el pedido. Carla miró a Julio mostrándole las dos manos con las palmas hacia arriba, haciendo una mueca arrugando el labio superior y las cejas, negando con la cabeza haciéndole entender que no quería café y los dos riendo dijeron al camarero que olvidara los cafés que realmente querían una copa y Carla propuso pacharán.

    El camarero sin girarse ni decir nada dejó de manipular la cafetera como si hubiese estado esperando a que cambiasen de idea y levantó su brazo hacía un estante sobre la cafetera donde se encontraban alineadas las botellas de alcohol. Se dio la vuelta y sacó dos vasos bajos de cristal muy bonitos como si estuvieran tallados, puso varios cubitos en cada vaso y sirvió con parsimonia levantando la botella un poco más de la cuenta como si fuera un ritual y los tres se quedaron mirando en silencio mientras se oía el chasquido de los cubitos de hielo al entrar en contacto con el alcohol.

    El camarero estuvo toda la tarde moviéndose tanto detrás de la barra como por el bar atendiendo el pequeño tránsito de clientes y rellenándoles el vaso de pacharán en varias ocasiones. La pareja estuvo ausente de lo que pasaba a su alrededor enfrascados en su charla, nunca habían coincidido a solas y la conversación entre ellos fluía sin parar, los temas se iban sucediendo con naturalidad y sin saberlo ambos se estaban seduciendo, solamente les iba distrayendo de tanto en tanto el estruendo que hacía la máquina de café cuando molía el grano o cuando la máquina tragaperras cambiaba la melodía cuando el ludópata conseguía algún premio.

    A medida que iba pasando la tarde Carla y Julio se veían iluminados mutuamente como si tuvieran un halo de luz o un foco que hacía que brillaran. Por un momento creyeron que estaban solos en el mundo y había desaparecido ese bar con todos esos ruidos. La alegría que les envolvía y la conversación sin fin hizo que no se dieran cuenta que se estaban enamorando. A Julio no se le ocurrió cambiar de planes y quedarse en Sevilla, aunque solo fuera una noche más, es lo que tiene la inexperiencia de la juventud que cree que no hace falta hacer ningún esfuerzo para cambiar el destino porque piensa que el mundo gira a su alrededor. Cuando dieron las siete salieron del bar y en la calle alargando el momento de la despedida hicieron planes para volver a verse en breve, pero ninguno de los dos pudo imaginar que no lo harían hasta 30 años más tarde.

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