Laboratorio 4 de mayo: Accidentes

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato basado en alguien propenso a los accidentes. Animamos a buscar las diferentes definiciones que nos ofrece la rae sobre accidentes para buscar alternativas novedosas.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

5 comentarios

  1. Luis

    El especialista

    Lamentarse, ¿para qué? Lo que tiene que acontecer, pasa y punto. Es matemático, cada vez que abro la nevera cojo una cerveza, la tomó con limón y dos cortezas. ¿Por qué? Porque dos y dos son cuatro, y punto.

    Discurrió rutinaria mi existencia hasta los veinte. Esa noche, y tras una pesadilla con su augur aventurando el infausto destino, me alisté como especialista. Reté a las matemáticas, mi enemigo irreconciliable. Mi destino es mio. Craso error, pero me apetecía.

    Eran veinte años y con novia. Lisa, una chica a lo Homer. Cerebrito y solidaria. Se ufanaba de fea y no depilarse, todo cabeza.

    Y rodó bien mi decisión. A la primera, en la película «Idiota, no lo hagas». Me tiré de una bicicleta eléctrica cuesta abajo y, sin acabar el curso de una semana, salió bien la caída, pero detrás corría un patinete alocado que debía frenar en seco, y salir disparada la chica que lo conducía. Pero esta se quedó en blanco, era la amiga de un amigo del director y no tenía pajolera idea de especialista. Se cagó encima, y me destrozó el tobillo derecho.

    Pero el director era un genio, y consideró que yo era aprovechable en «Idiota, no lo hagas». Sería una paradoja que un cojo con un patinete “normal”, sin pilas, alcanzase la bicicleta eléctrica, y se abalanzase sobre un zombi-cangrejo. No lo dudé pues me dobló el salario, mil euros. A la postre, quedé con el pie tieso como una mojama.

    Lisa quedó descontenta. Lo del pie, bueno, pero el cine era una adicción, el azúcar de la tarta. Adormecía la mano. Y obedecer al director, falta de carácter.

    Este director me recomendó a un director morboso. Disfrutaba gritando a los cojos para que corriesen como galgos. En el thriller: «Murió hasta el último cojo», dijo que creía en mí. Yo debía correr como un conejo a la par que saltar de tejado en tejado, pues me perseguía el asesino de cojos con un gancho de degollar cerdos. Era terrorífico, el último salto quedo corto, apenas husmee el tejado, seis metros de largo. Y sentí mi pierna derecha rompiéndose como nuez en cascanueces, y chillé a dolor de bestia moribunda.

    Pero el director, un genio, me aprovechó. Fui nombrado rey de los cojos. El asesino odiaba al rey de los cojos. Necesitaba matarlo para provocarse un orgasmo psicodélico. Un trauma infantil. Pero debía decidirlo ya. Fue levantarme, rota la pierna y cojo, y nombrado rey, y ya que el asesino esperaba en el tejado, proseguir la escena como si nada. Cuatro mil euros y una mariscada. Quedó destrozada la pierna y cortada.

    Lisa estuvo sin hablarme dos semanas. Que sin pierna, ella fea y yo cojo, bueno. Pero seguir en el cine, vender azúcar a la gente que no usa la mano, era infantil.

    Mas en mi haber, dos películas. Ya afamado se me ofreció un papel en «El salto del idiota». Fue un director forofo del realismo puro. Sin pierna izquierda y con una moto trucada a dos mil caballos debía volar por encima de un puente cortado. Cincuenta metros de corte. Sin tobogán de entrada y sin tobogán de salida. A pelo, todo llano.

    Quince segundos con los ángeles. Como Dios. De la hostia no me acuerdo. Desperté sin sentir ni la pierna ni el brazo izquierdo, con sensación de levedad. De estar y no estar. Este director se acojonó y desapareció. No era un genio, desechó las posibilidades de un señor sin piernas y brazo izquierdo.

    El sindicato de especialistas intervino, no en vano fui objeto de portada en innumerables gacetas deportivas, y exigió una solución digna. Hasta el ministro de Cultura me felicitó y atiborró de promesas.

    Lisa ya me consideraba un vendedor de azúcar, vendido al sistema. Buscaba algo distinto, con mano y todo lo demás. Eso dijo, “y todo lo demás”, sin especificar.

    Y estoy descontento. Tenía derecho a la gloria. Todo trabajador tiene derecho a promocionarse ¿no? Aquí me quejo, de este agravio sin excusa.

    La cosa pintaba bien. Por unos o por otros me ofrecieron un gran papel. Recuerdan ustedes: «Los señores de la mesa cuadrada», de Monty Python. ¿Si? Pues yo participé en la misma. Un éxito sin precedentes. Cuando me lo ofrecieron me sentí en el cenit de mi carrera.

    El caballero negro. Sí, yo era el caballero negro, en la lucha perdía las piernas, los brazos, pero amenazaba al rey Arturo: “no pasarás, antes lucharé con mis dientes”. “Nunca pasarás”.

    Me costó lo mío que me seleccionasen. Tenía un brazo y querían uno sin piernas ni brazos. Me caí tres veces por la escalera y no contento con tanta mala suerte, trastabillé en una carpintería con esa mala suerte que fui a dar con su sierra eléctrica, y zas, me quedé sin brazo derecho.

    Pero era un especialista. Vaya excusa. No podía salir mi cara, sino la del actor encargado. ¿Qué? Lo único bonito que me quedaba, bueno, y mi sexo. Además, Lisa, se ilusionó con mi éxito y me preguntó si podía presentarle a los directores (eran dos).

    Qué descontento quedé. Se negaron a ascenderme a actor, y ahora Lisa me tilda de azúcar engañoso mientras se pega el lote con un director novel que graba sin cámara; y mis amigos discapacitados se la pelan a dos manos. Un desatino del destino, prefiero el manicomio.

  2. Julián

    PUTA VIDA QUE PENDE DE UN HILO

    —Ha muerto.
    —…
    Mi mujer llora al teléfono, gimiendo, devastada, con un hilo de voz. Marta ha muerto. No volveré a ver sus ojazos enormes que son un espejo de cómo se sentía. Nunca más me dará la mano por la calle para buscar mi protección. Ya no me dará sus papelitos doblados mil veces donde escribía para el mejor Papá del mundo. Ya no sentiré sus bracitos rodeándome el cuello en un abrazo que siento su amor. Ya no la volveré a ver cuando duerma la siesta y embobado seguiré su respiración tranquila. Ya no cocinaremos juntos los sábados por la noche al amasar la base de la pizza para hacer figuras imposibles y me mirará para tener mi aprobación, mira papá, esto es Mickey mouse, mira, estoy haciendo una espada. Ella no podía saber que yo disfrutaba más que ella, que en esos momentos estaba en la gloria y me esforzaba para poder congelar el instante, para no olvidarlo, fijarlo en mi memoria y poder poner en mi epitafio, yo disfruté esos momentos, los tuve y los retuve y quisiera que todo el mundo haya tenido la oportunidad de poder saborearlos, de disfrutarlos, de tenerlos, y de retenerlos porque esto es lo que da sentido a la vida. Soy yo el que debería haber muerto, cambiarme por ella, porque yo ya he conseguido el nirvana, el éxtasis, ha sido Marta la que me los ha dado.
    —Se ha quedado sin hermano.
    Habían sido apenas unas décimas de segundo, una eternidad que había estado cayendo en el abismo y de pronto una bocanada de aire que me insufla la vida de nuevo, quise gritar de alegría, saltar sobre la mesa, bailar una danza ritual alrededor del fuego agradeciendo a los dioses que me hubieran devuelto a mi hija.
    Para acto seguido enfadarme con mi mujer por haberme confundido, gritarle que eso no se hace, la angustia que me había creado. Decirle que me importa una mierda el ese chico, que se muera, que se pudra en el infierno, me da igual que muera cien veces para que viva mi hija.
    —Vaya, lo siento mucho—conseguí articular en un tono neutro.
    En ese momento estaba recordando que la noche anterior mi mujer me había dicho que al hermano de su amiga lo habían sedado y que en cualquier momento moriría, que tenía afectados muchos órganos y que los médicos no habían podido hacer nada.
    Y entonces me enfadé conmigo mismo por mi propia confusión, me sentí estúpido, ¿cómo es que había pensado que había muerto mi hija?, me sentí ruin y miserable por haberme alegrado de la muerte de ese chico.
    Mi mujer colgó el teléfono.
    Me sentía mal por no haber podido consolar a mi mujer, ella necesitaba palabras amables, necesitaba mi apoyo y mi cariño. Pobre chico, había luchado mucho contra el cáncer y era muy joven, demasiado joven para morir, y pensé en sus padres, en su hermana, sentirían lo mismo que yo hacía unos instantes, quise tener la energía para consolarlos a todos ellos, porque yo ya había pasado por ello. Pero me quedé en silencio, inmóvil, sin energías y atormentado por la cascada de emociones que habían pasado por mi cabeza sin saber qué pensar de mí mismo ni reconocerme. Vacío, sin fuerzas pero con la certidumbre que la vida puede dar un vuelco en cualquier instante. Puta vida que pende de un hilo.

  3. Carlos Gallego

    LLAMADA

    Llevo un buen rato aquí, mirando la pared. Mis ojos saltan del teléfono mural a un número garrapateado a lápiz en la pared. Sería imposible no verlo, su negro grafito destaca en la blancura de la pared. Me sorprende que sea tan blanca. Alguien lo ha escrito ahí, sin ningún respeto por la pintura.
    Miro los números, los sumo, leo la cifra al revés. Pienso en marcarlo. ¿Qué es lo que quiere él de mí? El Accidente, yo lo llamo así, lo prefiero al plural, porque parece difuminar la evidente de su existencia. El Accidente nunca viene solo, lo hace en una sucesión que me arrastra. Una serie de incidentes que funcionan como los carteles que indican el camino en una carretera. Carteles incomprensibles que me llevan. Nunca sé cuál es el mensaje que ocultan.
    No son decisiones, no son encrucijadas, no son señales. Son accidentes. Me gustó la palabra, la tomé prestada de un psicólogo que visitaba hace años. Me dijo algo así como que hay personas que son propensas a los accidentes; quería tranquilizarme, por entonces, yo vivía mi particularidad de una manera dramática, ahora me dejo arrastrar. De todas formas sentí cierto alivio, se trataba de una propensión. Siempre reconforta que nos den una explicación sobre el absurdo de la vida.
    Todo empieza con algo insignificante, un incidente normal de los que pueden ocurrir a menudo, pero pronto siento cómo se forma el encadenamiento. Hoy. Me he levantado como cada día, he seguido la misma rutina, los mismos horarios. He salido a la misma hora, he andado por las mismas calles, he cogido el mismo tren. La variación ha aparecido cuando el tren ha dejado de funcionar una parada antes de mi destino. Se ha detenido en la estación y yo he sabido que no volvería a arrancar. No quería llegar tarde. He bajado y he buscado la salida que da a la calle Nueva, la de la acera oeste estaba cerrada, he tenido que salir por la otra. Aquí ya tenía claro que otra vez se aproximaba el Accidente.
    En la calle he mirado el reloj. Parado. Las agujas se han detenido en las 7:03, pero no sé si ha pasado un minuto o quince. Se ha apoderado de mí la sensación de irrealidad. El móvil no funciona, aunque lo dejé cargando por la noche. He de apretar el paso, sortear unas obras en la acera que parecen abandonadas. Las vallas me han obligado a bajar a la calzada, y casi me atropella una moto al cruzar la calle Vieja. Desequilibrado he dado de bruces con la puerta de un bar. Me he torcido el tobillo. Dentro del bar he visto un reloj que dice que no llegaré a tiempo. No vale la pena tener prisa hay que dejar que los acontecimientos me digan lo que quieren de mí.
    El bar donde estoy es muy viejo. Mal iluminado, como si quisieran ahorrar en la factura de la luz. Me recuerda los bares de hace años, de cuando era joven. Le pido un café al camarero, un cortado con la leche natural. El camarero lo prepara, se mueve mecánicamente. Mientras espero miró a mi alrededor. Mesas vacías, una televisión sin sonido, dos tragaperras amenizando con cantos de sirena. Es lo único que rompe el silencio. Al final de la barra, a mi izquierda, se abre un pasillo que lleva a los lavabos, y en su entrada hay un teléfono de pared. Es un aparato antiguo, un modelo de baquelita negra. Es raro, pero no me sorprende. ¿Puedo llamar? El camarero me responde con un encogimiento de hombros y un ligero asentimiento. Le pregunto si tengo que pagarle algo por la llamada y me responde que no lo sabe, que no sabe lo que cuesta una llamada. Pienso que tal vez el teléfono estaba allí antes de que el camarero llegara al bar, tal vez antes de que llegase el bar.
    Y ahora sigo mirando al teléfono y al número de la pared; escrito con unos trazos pulcros, no rápidos y descuidados, está allí para que lo vea, para que pueda ser usado, para que lo marque. Alargo la mano; entonces, el timbre del teléfono empieza a sonar y me saca de mi pensamiento. Miro al aparato como si fuera un enorme bicho que cruzase la pared gritando. Acabo de estirar el brazo y descuelgo el auricular.
    -¿Sí? Diga.
    -Perdone. He visto un número escrito en la pared y lo he marcado. No sé por qué lo he hecho.
    La voz de la mujer tiene algo que no puedo reconocer, no sé si es angustia o engaño.
    -No se preocupe, la entiendo. ¿Dónde está usted?
    -Estoy en un bar destartalado, en la esquina de la calle Nueva con la Vieja.

  4. Irina

    CADENA DE FAVORES

    No tenía que haber recogido aquella servilleta. Ahora lo veía claro, pero por alguna razón cada vez que pensaba en poner la mano en el bolsillo, sacar el maldito papelito y tirarlo… no hacía falta ni siquiera ningún cubo de basura, nada, lo tiraría así, al suelo, a la calle, con cero remordimientos ecologistas, lo dejaría en un banquillo, en una mesa de una terraza que en plenitud se desplegaban en su camino, lo metería furtivamente en el bolsillo de alguien más: cualquier cosa con tal de deshacerse de esa cosa demoníaca pero… cada vez que esos pensamientos se manifestaban en su cabeza su mano no se movía. Es como se le hubieran cortado la conexión entre el cerebro y las extremidades: la señal no llegaba. Mientras tanto su vida se iba cuesta abajo con la velocidad de un cohete.

    Primero su mejor cliente, el de los más antiguos, de los que traían más pasta y daban menos por el culo, llamó en un estado de furia, tal que casi salía el humo de los altavoces del teléfono, y gritando le acusó de todos los pecados, profesionales y no mucho, y sin darle ninguna oportunidad ni de averiguar qué exactamente había ocurrido ni buscar posibles soluciones, anunció que renunciaba el contrato y colgó sin más. Antes de que pudo marcar el número de alguien quien le podría explicar qué coño había pasado, un idiota con un cafe hipster en mano, yendo a toda pastilla sin mirar por dónde se movía, se chocó contra él, vertiendo todo su latte de calabaza —o quién sabe qué otra cosa rara hoy en día bebía esta gentuza— no solamente sobre su ropa (¿¡cómo iba a presentarse ahora ante la junta de una de las corporaciones más grandes del país?!) sino también sobre su móvil. El último —¡oh, pobres artilugios de la tecnología sensible!— parpadeó y entró en una depresión, mostrando a través de la pantalla negra su opinión sobre los asuntos mundanos.

    En lugar del coche en el sitio donde lo había dejado le esperaba el alegre aviso de la grúa. Ahora definitivamente llegaba tarde a la reunión, y por lo tanto perdía a otro cliente, sin embargo aún así hizo un intento con el transporte público. En el metro se recordó por qué durante tantos años prefería desplazarse con el coche, incluso por la ciudad cuando todo el mundo se opinaba que era una locura. La muchedumbre desquiciada se movía como un rebaño de dinosaurios, lo empellaron como si fuera un saco de patatas, le pisaron el pie que ahora tenía sospecha de fractura de un dedo, le robaron la cartera y encima una tía histérica le acusó a él de hacer lo mismo con la suya.

    Mientras en la comisaría le torturaban haciendo una y otra vez repasar sus testimonios y firmar todo tipo de declaraciones, solamente un pensamiento palpitaba en su mente.

    Una maldición. Una hechizo. Un embrujo.

    No tenía que haber cogido aquella servilleta.

    Le preguntó a el de la policía si lo del derecho a una llamada se le aplicaba a él. El tío le miró con una mezcla de incredulidad y lastima, y le recordó de que no estaban en el país de los gringos. Pero luego, aparentemente, la lástima ganó sobre otros sentimientos, y le dejó su propio móvil.

    Sus manos temblaban mientras marcaba los números apuntados sobre la maldita servilleta.

    —¿Sí?

    La voz femenina era agradable y en otras circunstancia él tal vez se habría imaginado una pava para ligar, aunque todo el mundo en realidad sabe que esto de las voces es un asunto engañoso.

    —Perdona… no me conoces pero… he encontrado tu número de teléfono en… en… —desesperadamente estaba intentando recordar el nombre del bar.

    Al otro lado se oyó un respiro.

    —Tío, ¿tus padres nunca te habían dicho no recoger las cacas en la calle?
    —Eeeehhh…
    —¿Para qué coño tenías que tocar aquella servilleta?
    —Eeeeehhh…
    —Ahora tienes dos opciones.
    ¡Wow! La cantidad de opciones le pareció abrumadora. En su estado de desesperación incluso una ya era una salvación.

    —Vuelves al bar, te sientas en la misma mesa —¡la misma! ¿entiendes? es importante— coges otra servilleta, escribes tu número de teléfono sobre ella, y te piras de allí sin mirar atrás. Y a esperar la llamada del próximo pringao.

  5. admin

    Multiplicación de los milagros

    – Desde cierto punto de vista todos somos un accidente. De los millones de espermatozoides solo uno llega a la meta…
    – No es lo mismo y lo sabes
    Lo que más tengo grabado en la memoria es el humo. Fumábamos mucho en aquella época, las mujeres también. Creíamos ser modernas destrozando nuestra salud.
    – Digo desde cierto punto de vista…
    – Yo no debería haber nacido. Mi padre utilizaba condones de primera calidad, no en vano era el cura del pueblo. Pero se rompió. Ya tenía apalabrado y pagado el aborto con un médico de confianza cuando a éste le dio un infarto. Al final mandó a mi madre a la ciudad para tapar el tema.
    – Eso son casualidades…
    – Deja hablar a la compañera.
    Bendito Toño. Revolucionario y buena persona, qué combinación más jodida. Cuando murió me quedé huérfana. Cuanto lo lloré.
    – Cuando se veía claro que iban a entrar las tropas fascistas me metieron en un camión para Rusia. Pero me escapé en el último momento. Nos habían dado una chocolatina y yo quería dársela a mi madre, después ya no pude volver. Ese camión fue bombardeado y no sobrevivió nadie.
    – Vale, de acuerdo, has tenido mucha suerte ¿y qué?
    – La misión es arriesgada y nos va a hacer falta mucha suerte. Yo soy la más adecuada, la tengo desde que nací.
    No iba a decir que estaba harta de que todo se fuera a la mierda por una serie de gallitos inútiles que querían hacerse los héroes. Yo era la única cualificada.
    – La superstición es la hermana pequeña de la religión. A ver si ahora vamos a tener que ir con una pata de conejo.
    – La suerte, como todas las cosas en la vida, sigue una distribución de Markov y cada uno está en el percentil que le ha tocado. Supongo que aquí todos habéis leído a Markov ¿verdad?
    Que van a leer esta banda de imbéciles si solo se habían ojeado el manifiesto comunista. Cuatro eslóganes, odio a los ricos, mucha rabia acumulada y nada que perder. Con estos bueyes tenía que arar la revolución. El capitalismo iba a ser eterno, pensé entonces. Como ves, no me equivoqué en lo más mínimo.
    – Claro, compañera, todos estamos de acuerdo con los escritos del camarada Markov ¿verdad?
    – Hombre, si lo dice Markov, visto de esa manera…
    – Claro hombre, es una misión muy jodida, cualquier accidente y todo se va a la mierda.
    – Por eso hay que echarle cojones…
    – Yo creo que mejor suerte que cojones
    – Igual tienes razón, no te digo que no ¿votamos?
    Esa fue mi primera misión. Tuve éxito, está en los libros de historia. De ahí me vino el mote que acabaría siendo mi alias en la clandestinidad, la buena estrella, Estrella la buena y al final, simplemente Estrella. Ni yo me acuerdo ya de mi nombre verdadero.
    Nunca fue cuestión de suerte. Pero así fue todo mucho más fácil. Mi padre no era cura ni usaba preservativos. Sí me escapé de un camión pero no fue bombardeado, los que viajaban en él fueron uno de los muchos niños de Rusia, así que una ración de fortuna sí que me tocó en el pastel. Cada vez que me salían bien las cosas se iba alimentando la leyenda.
    ¡Que importante es el relato! No era una mujer inteligente que amenazaba sus frágiles egos de machitos atormentados. Era un amuleto que, metido en cualquier salsa, hacía que el guiso supiera mejor. Procuraba quedarme en segundo plano y que las medallas se las llevaran otros. Una hormiga común, una soldado, nunca una reina.
    En eso sí, en eso fui completamente estúpida. Una idealista total. Siempre he creído en la causa. Lo sigo haciendo. No puedo caminar sin andador, me duele todo el cuerpo, y me han cambiado la válvula del corazón dos veces. Pero sigo dando guerra. Pero eso es secreto de sumario. Te lo contaré otro día. Pero ¡Ay! si ahora tuviera tus años… más de uno no iba a dormir tranquilo en su cama. La lucha nunca termina.

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