Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión es escribir un relato en un escenario bucólico. Como sal y pimienta podemos usar ironía y, si nos vemos capaces, incluir muertos. Todo un reto.
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
La primera Navidad
Eso de la Navidad es cosa vuestra, yo no lo celebro -me había dicho Masahiro el domingo anterior-. Yo preferiría trabajar en Navidad porque tengo muchos encargos, pero los vecinos no me dejan porque los despierto demasiado pronto con el ruido del taller. Así que el jueves haré fiesta y me iré a la montaña como si fuera un domingo.
Le dije que me apuntaba.
Eran nuestras primeras Navidades separados, y había quedado con Sonia que le devolvería a los niños –así seguíamos llamándolos aunque ya eran adolescentes- después de la cena de Nochebuena. Así que después de cenar en casa de mi madre en el pueblo, con ella, mis hermanos, cuñadas y sobrinos, volví a Barcelona en coche. Al llegar, desperté a Sara y a Miguel, que se habían quedado dormidos durante el viaje, los subí casi a cuestas a casa de su madre –que hasta pocos meses antes también era mi casa- y me fui a dormir.
Había quedado con Masa a las ocho de la mañana, en la misma esquina donde nos encontrábamos para ir a la montaña casi todos los domingos. El andén de la estación de Metro estaba atestado de gente, el suelo crujía pegajoso bajo las botas y estaba lleno de botellas, latas, vasos y confeti. Esquivé varios charcos sospechosos. La mayoría de los que esperaban el metro en el andén eran adolescentes, algunos de ellos vestidos de forma elegante, como si fueran a una boda. Me crucé con un rubio de unos dieciséis, como mucho dieciocho años, vestido con traje negro, corbata y zapatos lustrados, que me señaló con el índice, fingiendo estar tan divertido por mi aspecto (botas, mochila, palos de montaña…) que tenía que llevarse las manos a la barriga por la risa. Imaginé la escena de una película en la que valía la pena darle un empujón y tirarlo a las vías.
Cuando entré en el vagón, me senté al lado de una pareja joven de aspecto sudamericano, completamente dormida a pesar del ruido. Vestían tejanos gastados, jerséis viejos y abrigos baratos. La cabeza de él permanecía milagrosamente recta recostada contra la pared, como un busto indígena. Los gruesos labios tenían el rictus de un tótem, y su piel oscura y tersa brillaba bajo la luz del fluorescente. Ella dormía con la cabeza apoyada sobre las piernas del chico, con las manos haciendo de almohada bajo su mejilla. Parecían una buena pareja. Pensé que, estando tan profundamente dormidos, probablemente se pasarían su parada y acabarían al final de la línea. Pero no supe encontrar ningún motivo para despertarlos. Cuando bajé en la estación de Camp de l’Arpa, continuaban durmiendo en la misma posición en que los había encontrado.
Había muy poca gente en la calle y sólo se veía a un taxi bajando por Paseo Maragall. A los lejos, un grupo empezó a cantar algo que yo no conocía o no era capaz de reconocer. Era justo el momento en que el fondo azul oscuro del cielo se iba aclarando poco a poco, y esperé a Masa en la esquina de siempre. Llegó puntual, también como siempre. Yui y Rai no me saludaron, dormitaban en la parte de atrás de la furgoneta. Sus pechos bombeando aire cálido, la calefacción del coche, el ronroneo del motor y las pocas horas de sueño, todo arrastraba a la somnolencia. Pero conocía mis obligaciones de copiloto e intenté provocar o hacer sonreír a Masa con cualquier cosa que se me ocurría. Puedes ir más de prisa, le dije, el día de Navidad la Colau ha prohibido poner multas a la urbana. Cuando atisbamos Montserrat, no se veía ningún vehículo más en la carretera. Todavía estaba nublado, pero poco a poco el sol iba ganando fuerza. Incluso se veía un arco iris, aunque difuminado. A pesar del cansancio, valía la pena no estar durmiendo.
(….)
Más que una cueva, era una hendidura profunda con forma de haba que se adentraba en la base de la montaña. Pero había una parte más plana en el centro donde cabíamos de sobra y podíamos sentarnos a comer. Teníamos pan con tomate, tortilla de patatas, latas, queso, empanadas y jamón ibérico. Saqué de mi mochila el mejor vino que habíamos llevado nunca a la montaña. Reñí a Yui y a Rai cuando acercaron su hocico a la comida y les señalé un rincón de la cueva. Como de costumbre no me hicieron caso y se pusieron detrás de nosotros, expectantes. Sentíamos su aliento en la espalda. Me recordaron a la mula y el buey del pesebre.
El sol nos daba de frente, pero nos calentaba sin cegarnos. Delante de nosotros se desplegaba un valle profundo, pequeños bosques de hayas y castaños, alguna masía dispersa y un riachuelo. A lo lejos, se veían nítidamente los Pirineos nevados.
Habrá mucha gente comiendo ahora mismo en mejores restaurantes, pero no tendrán mejores vistas que nosotros – le dije a Masa. Asintió lentamente con la cabeza. Nos quedamos comiendo y mirando el paisaje en silencio. Este vino está muy bueno -dijo después mirando el fondo vacío del vaso-. ¿Queda más? Claro, respondí. Después de servir otro vaso, acerqué el mío al de Masa para brindar. Feliz Navidad, le dije.
Yui y Rai dormitaban.
Madre e hija. Hija y madre
—De verdad, mamá, de verdad. Queda con alguna amiga, esas pasadas de rosca.
Diecisiete años hablan por tez clara, pero pelirroja, bronceada la cara, pero de ojos verdes, quejosa, mas avanzando por un camino con ligero cemento, atardece el sol, tras esas pocas ganas que acompañan. Su madre es su madre, es un ápice más alta, hace morena, es su madre, hace unos años de más, hace pelo moreno con tintes azabaches, largo y agitado por un suave y pérfido céfiro, es brisa que por su camiseta deletrea un “carpe diem”.
Metros atrás se pierde un pueblo familiar, encaladas las casas, blancas y tejas rojas, sin apenas aceras en los odónimos, ya de fulanito como de menganito, ora calle, calleja o callejón del perro o gato. Huérfano de Bulevares y Avenidas. Avanzan por un ligero cemento que anda de camino estrecho bordeado de olivos y almendros, ribazos y espárragos trigueros. Avanzan mientras les surge a su izquierda las bardas blancas, encaladas de cal cubriendo el adobe, y el adobe cerrando los difuntos, y los difuntos bajo los abetos, y el cielo de gris paloma, y la paloma tintada de grises, como si cagase y, pecadora, difuminase la tapia con pecados de mosquitos.
Hoy no es día de celaje.
—Ya queda poco, Raquel. Estamos llegando.
—Ya lo sé, mamá. Vivo aquí ¿sabes?
—Colabora un poco. Solo quiero cambiar, que toquemos en el Barrio, con tantos recuerdos de yo niña. No es mucho pedir.
—Claro que no, mamá. Dos friquis con los violines a cuestas, si nos ve alguien… Esto pinta ridículo. No sé, quizá a tu edad no lo veas.
Se alza a la derecha un ribazo mal trazado con piedras de campo, y a mano, sin más. Y una morera que, apoyada en el mismo, cubre de amplias sombras y manchas el camino. Tras la morera llegan al Barrio. Un pequeño río, nombrado río del Barrio, como una acequia grande, como un riachuelo pequeño, allí donde las antiguas comadres peroraban las tardes al socaire de sábanas y trapos que colgados respiraban aire. Una alameda amplia y umbrosa, hojas que a la tierra enamoran entre susurros de celestina brisa, escondite de pájaros sin vuelo, se esconden con sueño. Feraz hierba alfombra el verde manto al socaire de estirpes y clanes: grama, caléndula, diente de león, hierba verde, verde yerba, y otras que luchan por sus vidas. Diversos troncos talados casi a ras de suelo, a modo de pequeños taburetes de orquestas polifónicas.
La alameda, el dicharachero riachuelo, una fuente rústica con su tranco a la orilla, zarzas, toronjil y menta de río, mosquitos y libélulas. Y una mariquita para acá y allá, muy perdida, pinta la mota en un mantel surtido de colores salvo el rojo y negro, muy perdida, aletea nerviosa.
—Jope, mamá, pero si hay mosquitos mogollon, me comen peor que lobos, queda piel de leprosa, y de eso nada. Lo único bonito son mis piernas. ¡Mamá, por favor!
Se asienta en un tocón, su madre, y empuñando el violín comienza sonata Claro de Luna. La tranquilidad voltea tenue y ligera, brisa que al cielo sosiega y entre álamos rasga acordes canoros con dejes de antaño y nostalgia, y respira el susurro del riachuelo que en remanso se acalla, y aquieta manso. Beethoven rememora esas notas que en sus tardes, bajo álamos permanecía a tiempo quedo, como en ensoñaciones transcurría, y un viento que, armónico, paseaba; y los trinos a violines de jóvenes al vuelo.
—Ahora tú. Cuanto antes acabemos mejor para tus bonitas piernas.
De pie y flamígera, Raquel, embiste el clasicismo al compás del río que por la pendiente salta, trompetea y crea un salto que al metro escaso choca primoroso entre arcos y cromatismos, intima con las sombras a ritmo de “Pedacitos de ti”, de Antonio Orozco; “fuego abrazo añil…., yo estoy hecho de pedacitos de ti, de tu voz, de tu andar…., del reír, del caminar”.
Dos lágrimas que por la fuente se deslizan. Las sombras entre luces afinadas se entremeten, la madre e hija, al mismo son: “Resistiré”. Se revuelve, es música, pare luces y sombras, madre e hija, se queda y se marcha, “…soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie”…., “…y aunque los sueños se me rompan en pedazos, resistiré…” Las luces ventean su adiós a las sombras núbiles. “Resistiré para seguir viviendo…” Y la fuente lagrimea al andante riachuelo que acompaña su caída y crea remanso. Musita a sentimiento, como piel que agita los poros y discurre emocionada.
Y de pronto un silencio acontece en tal profundo sentir.
—¿Por qué a Londres?
—A Barcelona o a Madrid ni de coña. No me hacen las banderitas, ni en plan progre ni castizas.
—En todos los sitios… —se achica la voz materna como siseo que en la alameda se pierde.
—Lo sé…—y emotiva, la alameda, platea hojas que abrazan las últimas luces.
EL MITO
Cielo. Azul e infinito. Tan grande, tan amplio, tan majestuoso. Un gran arco profundo que da refujio a nubes y pájaros. Las nubes son huidizas, vienen y van para no volver nunca, son cambiantes como las mujeres. Los pajaros pueden parecer frívolos, pero en realidad son más leales: esos sí que vuelven. Sin embargo, corta es su vida. En realidad, el camino de casi todo en este mundo es bastante breve. Incluso este campo no era tan llano no hace tanto. Pero no hay ya nadie viviente quien recordara el túmulo que una vez se ergía aquí hacia el cielo. Mi túmulo.
Solo el cielo permanece. El cielo e yo. Y estoy harto ya de tanto azul y tanto infinito. pero no hay manera de deshacerme de ellos. Estoy aquí, inmovil y impotente, atado a este lugar, a este campo, y a este cielo, y ni siquiera puedo cerrar los ojos. No tengo ojos para cerrar. No tengo nada. Solo el firmamento azul y mis recuerdos infinitos.
Una vez era un héroe. Vencía dragones y defendía el mundo del cáos. El pueblo me adoraba y todas las muejres eran mías. pero yo decidí que me era poco. No eran suficiente la fuerza, el poder, y el amor. No quería ser como dios. Necesiaba ser El Dios. Pero nadie me había advertido que habia que temer a los deseos propios.
Dejé de ser un héroe. Al principio pensaba que era temporal. Una depresión, un ataque de debilidad. Esperaba a que el mundo sumergido al cáos lanzaría una suplica a ser salvado, y me haría levantar de mi sepultura, y recuperaría mis fuerzas, mi poder, y mi lugar en el órden de las cosas. Pero me culparon de la masculinidad tóxica, las mujeres decidieron que no necesitaban rescate, y a los dragones declararon ser una especie en el peligro de extinción.
Así que aquí estoy, sin cuerpo y forma, en una tumba de que nadie recuerda, ni muerto ni vivo, abrumándome con la inmensidad del cielo eterno hasta aburrirme, odiando a las nubes y envidiando a los pajaros. Privado del amor de mujeres, caído en el olvido, abandonado por el pueblo desagradecido. Quería ser un dios y me convertí en un mito que no conoce nadie. Un mito para el mundo determinado que ya no necesita héroes.
Comida Campestre
Desde mi posición, cerca del riachuelo, puedo ver un fértil prado moteado de blanco. Pequeñas madejas de lana pastan perezosas aquí y allá, mascando verdes briznas de jugosa hierba primaveral. El cielo límpido parece reflejar a las mansas ovejas, tales son las nubes que se divisan en lo alto, como graciosas bolitas, algodonosas y mullidas, campeando por el inmenso azul.
Por la ladera del monte veo bajar un ligero reguero de líquido carmesí; tierra y muerte, que se vierte sobre el agua del río. Asoman de ésta, las cabecitas brillantes de montones de peces en busca de insectos con que saciar el hambre. Maná caído del cielo, barro y dolor hecho alimento, la sangre de mis hermanos, manjar para peces. El mal ignorado por truchas, lampreas y sábalos, o quizá esturiones o barbos, qué más da, todos ellos dándose un festín con nosotros, como en una orgía ritual.
Hago un esfuerzo por recordar más nombres de peces de río, todo vale con tal de no pensar en lo que está pasando, pero estoy bloqueada. Centro la mirada en las ondas concéntricas que se han formado sobre las aguas con el frenesí del banquete. Quiero entrar en una hipnosis profunda, quiero entrar en la nada, en la paz de la mente vacía. Veo hojas que bajan por el río como diminutas canoas. Yo quisiera dejar mi alma diluirse en las aguas, llegar hasta el lecho del río, depositarme ahí como ninfa herida y dormir para siempre. Troncos y piedras. El rumor del río y los lamentos, los quejidos, los jadeos. El viento que azota el cabello.
Veo a perros pastores sin dueño. El pelaje negro y blanco brilla tan intensamente bajo los rayos del sol que ciega. Los canes retozan y se atiborran. No ladran. Se entretienen descarnando brazos, piernas y torsos. Se revuelcan sobre la hierba fresca. Juguetean con pedazos de carne robada a los cadáveres. O sestean, ignorantes a las súplicas. Saciados, ahítos de comida. Liberados de sus obligaciones, dejan pacer tranquilas a las ovejas, que cada vez están más lejos de mi posición, subiendo colinas ya inalcanzables, buscando nuevos brotes que arrancar de la tierra inmaculada. La otra, la tierra mancillada, bajo mis uñas que se agarran a ella intentando no sentir.
Ojalá dejar de sentir.
Unas hormigas se interponen en mi visión. Las veo pasar delante de mí en hilera ordenada. Ellas nunca pasan hambre, pero este año será el mejor de todos. Imagino sus galerías repletas de comida. Tan llenas que la tierra se hinchará formando montículos. Protuberancias colmadas de sangre y vísceras. Semejantes a las que puedo ver diseminadas por todas partes. Frenéticas elevaciones negras y brillantes que dan mayor colorido al verde intenso del prado. Son colonias de hormigas, cientos de ellas sobre muñones y cabezas, desgarrando, arrancando ínfimas porciones de carne para almacenar en sus hogares. “Somos hormiguitas”, decíamos cuando almacenábamos comida por si acaso… Y el “por si acaso” ya llegó y toda esa comida se echará a perder.
Sobre mí oigo graznar a cuervos. A duras penas puedo ver a algunos buitres girando bajo la esfera celeste, oteando el prado, buscando formar parte de un festín al que nadie ha sido invitado. Y oigo a los lobos, los de cuatro patas. Sus gemidos, gruñidos y aullidos mezclados a los de ellos, a los de dos patas. Animales todos. Buscando cómo saciar su hambre de sangre.
Siento cosquillas en la oreja izquierda. Intento girar la cabeza para ver. Tierra dulce y húmeda se me pega en los labios. Paso la lengua por esa tierra que me vio nacer y me verá morir. Espero que pronto. Querría alimentarme de gusanos y no dejar que ellos se alimentaran de mí. Como están haciendo. Ahora. Masco la tierra y trago. Trago. Trago. Trago.
Una flor amarilla frente a mí. Delicada. Bailando la danza del viento. ¿Se burla de mí? Las embestidas continúan. Pero ya no siento sus vergas. No siento en el pelo el pegajoso sudor que emana de los cuerpos podridos de odio. No siento. No siento las náuseas en la garganta por el peso de sus babas cayendo sobre mi rostro. Ya no siento. Las manos áridas, ásperas como lija, ya no las siento rasgando mi cuerpo. Ya no siento. Ya me voy.
Oigo el canto del petirrojo que me eleva sobre el campo, sobre el verde infinito y el azul río, eterna fuente de vida que dejo en esta tierra. Me elevo sobre los cadáveres, sobre la muerte que se queda sobre la yerba. Vuelo alto, lejos de ellos, de lobos, hormigas, perros y asesinos. No cierro los ojos, quiero que miren. Que miren por última vez el fucsia del atardecer que se graba como un fantasma en mi retina.
Vuelta a casa
Me despierto con rocío en las manos. Preparo la mochila en cinco minutos y apago bien lo poco que queda de la hoguera. Disimulo mi rastro. Restos de paranoia enquistada. Tras un suspiro me como la última galleta del paquete. Me pongo en marcha rápido, antes de que apriete el calor. Ayer me hubiera dado tiempo a llegar, la noche era fresca, hubiera dormido en una cama, pero he hecho bien en esperar.
No vienes nunca hijo, ya no te acuerdas de tus padres. Ya sabes lo que pasa, te lias con una cosa y con otra lo vas dejando hasta que ya no lo puedes postergar más, las cosas cambian y te pones en camino. Me entran tentaciones de entrar en la ciudad antes de subir al pueblo, visitar nuestra casa, mi antigua habitación. Pero las ciudades todavía son peligrosas, me lo recuerda la cicatriz del hombro, y sigo el camino secundario a través de unos campos que antes eran cuadriláteros de cultivos y que ahora están medio salvajes, pero todavía conservan restos del antiguo orden. Seguramente todavía podrán cosecharse cuando llegue la temporada.
No, no he venido por eso. No solo. También, pero es secundario. Subo la cuesta con el ánimo dividido. Quiero llegar ya y que el camino no se acabe nunca. El pueblo aparece al doblar el camino. Una iglesia pequeña y una docena de casas, un pueblo perdido al que solo se puede acceder a través de un camino de barro que se puede bloquear fácilmente. Un bosque cercano, terreno cultivable y, con un poco de suerte, algunas gallinas y, si dios todavía está en alguna parte, alguna oveja o una vaca. Yo, que siempre he odiado la vida en el campo, espero con ansiedad que no haya ningún problema para poder instalarme.
La puerta está abierta. Entro sin pensar porque si no todavía sería capaz de dar media vuelta y volver por donde he venido. Ya estoy aquí, digo en voz baja. Dejo la mochila en la entrada. Mi padre está sentado en el sofá, frente a la tele.Encuentro a mi madre en la cama de matrimonio. Está echada encima de la colcha, como si se hubiera tumbado a reposar. Sabía que estaban en el pueblo cuando sucedió el evento, pero no cómo me los iba a encontrar.
Valoro la opción de enterrarlos en el jardín, pero decido que los llevaré al cementerio del pueblo. No sé por qué, me parece más adecuado. Podría cargarlos en la carretilla, pero apenas pesan y los llevo en brazos. Primero a mi padre, luego a mi madre. Creía que quince años de apocalipsis me habían vuelto una piedra, pero lloro durante todo el camino. Los meto dentro de dos nichos vacíos, hay muchos disponibles. Como si el enterrador supiera lo que tendría que venir. Acabaré buscando al resto de vecinos, pero será otro día, en otro momento. No me siento con fuerzas pero preparo un poco de mortero y coloco las lápidas. Busco por los alrededores y consigo armar un ramo de flores raquíticas y descoloridas, que coloco en el suelo. Sigo llorando, lentamente, sin estallidos. Os quiero, digo en voz baja. Ahora podré venir a veros todos los días. Aunque ya no tenga sentido.
Vademecum
Lea todo el prospecto detenidamente antes de empezar a usar este medicamento.
Qué es Bucolicox 5 mg y para qué se utiliza
Bucolicox pertenece al grupo de medicamentos llamados idilicolíticos. Bucolicox está indicado en los estados de ansiedad y aburrimiento provocados por dilatados periodos urbánicos. La bucolina, principio activo de este medicamento, actúa sobre todo el organismo, mejorando la función respiratoria y el estado mental y emocional.
Advertencias y precauciones
Consulte a su médico o farmacéutico antes de empezar a tomar Bucolicox.
No tome Bucolicox
-si es alérgico al campo y la montaña
-si le producen profundas molestias o reacciones alérgicas los mosquitos, moscas y demás insectos
-si padece severos problemas en su sentido olfativo frente a olores producidos por materia fecal animal
Cómo tomar Bucolicox
Siga exactamente las indicaciones proporcionadas por su médico o farmacéutico.
La dosis recomendada es:
Adultos y adolescentes: dependiendo del grado de hartazgo urbano, una pastilla cada 7 o 15 días;
Niños: la dosis antes indicada puede duplicarse en función del mayor o menor uso de aparatos con pantalla.
Si olvidó tomar Bucolicox
Puede duplicar la siguiente dosis sin problema.
Si toma más Bucolicox del que debe
Raramente se producen intoxicaciones por ingesta de Bucolicox. En estos casos, suspenda el tratamiento, regrese rápidamente a la ciudad y busque un atasco o baje al metro.
Posibles efectos adversos
Al igual que todos los medicamentos, Bucolicox puede producir efectos adversos, aunque no todas las personas los padezcan:
Efectos frecuentes: Irritaciones cutáneas, cansancio en piernas y agujetas, empachos, quemaduras solares leves
Efectos menos frecuentes: ampollas en pies y manos, sarpullidos, insolaciones y quemaduras de primer grado
Efectos muy raros: anafilaxia por picaduras de insectos o arácnidos, contusiones por agresiones de animales y ermitañismo.
Otras presentaciones
Puede encontrar Bucolicox en dosis de 2,5 mg y de 10 mg.