Laboratorio 7 de septiembre: Mis vacaciones

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir el típico ejercicio escolar sobre mis vacaciones. Todos hemos pasado por ese trago en la vuelta al cole. Ahora le damos la vuelta y buscamos puntos de vista originales.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

12 comentarios

  1. Esteban

    El pueblo
    Tras la curva, el autobús dejó atrás un pequeño cerro y se adentró en el valle. Por fin, a lo lejos, se podía ver el pueblo. Cerró el libro y se quedó mirando cómo se acercaban a las casas blancas, iluminadas por el sol de media tarde.
    Su madre le había pedido que fuera unos días al pueblo para hacer compañía a su abuela y a su tía. Aceptó. No tenía ningún plan para las vacaciones.
    Tía Carmen la esperaba en la parada del autobús. Cómo has cambiado, le dijo. Estás muy guapa. Cuando era niña, lo primero que le decía cada verano era: cuánto has crecido. Pero esta vez no había crecido, solo había cambiado. La última vez que había estado en el pueblo tenía diecisiete años. Y ya tenía casi treinta.
    Cuando entró en el comedor, su abuela se levantó de la silla y fue caminando lentamente hacia ella. Dejó la maleta en el suelo y fue a abrazarla. Era mucho más pequeña de lo que recordaba. Gracias por venir, le dijo a su nieta. Me das una alegría. Olía a colonia y tenía los ojos húmedos. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata para secarse las lágrimas. Era su primer verano sin el abuelo.
    La casa no había cambiado nada. Reconoció las baldosas hidráulicas de los baños, las cómodas de cajones chirriantes, la vieja vitrina al lado de la mesa donde comían.
    Le dieron el programa de las fiestas que empezaban esa misma noche. ¿Te acuerdas de Cristinita, te acuerdas de cómo jugabais de niñas? Está casada y tiene un niño. Le hemos dicho que venías y te pasará a buscar a las nueve para ir a cenar con sus amigos a un restaurante.
    En la cena se sintió desubicada. Todos se conocían, habían crecido juntos, compartían recuerdos que para ella no significaban nada. Cuando acabaron de cenar, les dijo que no los acompañaba al baile, estaba muy cansada por el viaje. Un muchacho llamado Pablo insistió en acompañarla a casa. Era el único que no vivía en el pueblo sino en Madrid, como ella, aunque no se perdía las fiestas del pueblo cada verano. Al despedirse, le propuso llevarla el día siguiente en coche a la ermita, y desde allí hacer una caminata. Pero lo mejor es salir muy pronto, dijo, antes de que haga mucho calor.
    Fueron a la ermita al día siguiente y después siguieron viéndose cada día. Fueron a un bosque de hayas, a una poza, recorrieron el camino de los alemanes entre viñedos. A veces comían juntos en algún restaurante de carretera, pero siempre volvían a tiempo para que ella cenara con su tía y su abuela. Le gustaba hablar con él y los días pasaban rápido.
    La primera vez lo hicieron en un pueblo abandonado. Al atardecer, sobre la hierba. Él le propuso mantenerlo en secreto, que nadie lo supiera. No cogerse de la mano ni besarse en el pueblo, dijo, para evitar comentarios. De vuelta a Madrid, ya tendrían toda la libertad del mundo. Ella estuvo de acuerdo.
    En su libreta de notas encabezó una página con la frase: “De vuelta a Madrid”. Por las noches, apuntaba lo que podrían hacer juntos cuando volvieran.
    Un día, él le envió un mensaje cancelando la cita de la mañana siguiente. He tenido un imprevisto, le escribió, ya te contaré. Pero por la tarde sí que nos podemos ver un momento. A las ocho en la fuente del camino de los alemanes. De acuerdo, le contestó, allí estaré.
    El día anterior ya lo había presentido, y no le extrañó verle llegar a la cita abatido y con cara de culpa. Antes de hablar, se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa y después le dijo lo que ella ya esperaba. Lo sentía, pero no había sido sincero con ella, la verdad era que tenía novia.
    Alguien, no sabía quién, había sospechado de ellos y se había puesto en contacto con la novia. Quizá alguien de su propia família, un tío o un primo, tenía que ser alguien que tuviera su número de teléfono. Y ella había venido de improviso al pueblo, desde Madrid. Sin avisar. Y le había preguntado por la chica con la que pasaba tanto tiempo cada día, a solas, lejos del pueblo. Él lo había negado todo, solo era una compañera de excursiones.
    No le digas lo nuestro ni a ella ni a nadie del pueblo, le pidió. Se iban a casar en primavera. No me hagas daño sin necesidad, dijo, no me arruines la vida. Quedémonos los dos con un buen recuerdo.
    Era la primera vez que lo veía vestido con ropa de deporte. Siempre iba con bermudas y jerséis de punto. Pensó que, quizá, para encontrarse con ella, había tenido que fingir que salía a correr un rato. Se marchó corriendo, quizá para disimular, quizá para huir de ella lo más rápidamente posible.
    Se quedó un día más con la tía y la abuela, pero no salió a la calle. Y al día siguiente, volvió a Madrid en el primer autobús de la mañana. Se despidieron en la cocina. No hace falta que me acompañes, le dijo a su tía, es mejor que te quedes desayunando tranquilamente con la abuela. El pueblo estaba casi desierto, en silencio. Solo se oía el arrullar de las palomas.
    Se sentó detrás del conductor. Mientras avanzaban por la carretera, fijó su mirada en el recodo donde la carretera giraba para subir al cerro. Después de esa curva, aunque quisiera girarse y mirar atrás, ya no podría ver el pueblo.

  2. Divorciado

    Mis vacaciones

    La culpa la tuvo el divorcio y la tecnología. Veinte años de casados yendo al mismo apartamento de Salou y a llenarse de arena en la playa. Mis primeras vacaciones tenían que ser, por obligación, en la montaña. Ropa del Decathlon, palos de trekking y venga para el monte. Un cliché con patas. Mucho aire puro, muchos árboles, un paisaje espectacular, fotos para el tinder y el instagram y los pies destrozados por las piedras del camino.

    Al volver el móvil me indicaba que tomara el camino de la izquierda. A mí me parecía que era el de la derecha, pero le hice caso a la aplicación. Un error. Los mapas de google serán fetén en la ciudad, pero en el monte fallan más que una escopeta de feria. Resultado, se me hizo de noche sin saber ni dónde estaba. Vuelta resignada al cruce, dos horas más de camino pedregoso y a rezar porque esta vez fuera el camino correcto. Si no, ya me veía llamando a la guardia civil para que vinieran a rescatarme. Otro pringado de ciudad caminando por encima de sus posibilidades.

    La noche, como en los cuentos, era oscura. Apenas veía la claridad del camino a dos pasos. Los árboles, tan bonitos de día, parecían amenazadores. Normal que el bosque sea un escenario tenebroso en tantas historias, porque asusta. Te das cuenta de tu insignificancia. Cada paso me iba adentrando en ese miedo ancestral que todos llevamos dentro y que la ciudad nos ha hecho olvidar.

    De repente, en el medio del camino, me encontré con una forma negra. Escuché un gruñido profundo que me erizó todos los pelos del cuerpo. Pensé que sería un jabalí, había visto huellas. Después me enteré de que en ese bosque también hay lobos. Por lo que a mí respecta me daba igual, podía ser una bestia del averno, era incapaz de distinguir bien la forma, solo escuchaba ese gruñido intermitente y amenazador que me paralizó por completo. Los palos de trekking, de fibra de carbono ultraligera, me parecían unas frágiles ramitas con las que no podría defenderme ni de una ardilla.

    Mi mente intentaba recordar qué es lo que tenía que hacer ¿Hacer ruido para asustar al animal? ¿Quedarme quieto para parecer inofensivo? Sirvió de poco porque, por mucho que lo intentara, no conseguía mover un músculo. Ni imaginar soltar un grito. Mi estómago empezó a moverse. El miedo suelta los esfínteres y la única parte que empezó a activarse de mi cuerpo fue el intestino. Me iba a cagar encima. Vaya muerte ridícula. Excursionista encontrado medio devorado y cubierto de su propia mierda. Mi ex descojonándose viva.

    La naturaleza siguió su curso y algo salió dentro de mí. Un pedo monstruoso, que sonó como un estallido en la mitad del bosque. Como el trueno de una tormenta inminente. Me pareció que tenía eco, como las tracas en las fallas de Valencia. Tenía, además, un olor infecto. Parecía algo artificial, como los residuos químicos de esas fábricas en las que no puedes respirar. Intenso, acre, profundamente desagradable.

    No sé si fue el ruido, el olor, la combinación de los dos, o que simplemente el animal -fuera lo que fuera- tenía otras cosas que hacer. Pero se marchó. Me quedé quieto, completamente inmóvil. No recuperé el control de mi cuerpo hasta pasados unos minutos que a mí me parecieron eternos. Pero conseguí poner un pie delante del otro, el dolor de las piedras del camino golpeando las plantas de mis pies me fueron sacando de mi estupor y poco a poco fui aumentando la velocidad con la esperanza de llegar al pueblo cuanto antes.

    Tenía los sentidos alerta, pero no tuve ningún incidente más. Cuando vi las luces del pueblo me dieron ganas de echar a llorar. Tuve que tirar las zapatillas porque las suelas estaban completamente destrozadas. Al día siguiente tenía agujetas en los gemelos y durante un mes tuve molestias cuando apoyaba los pies en el suelo. Arrojé los calzoncillos a la basura porque, aunque los lavé tres veces, todavía conservaban rastro de aquel olor. Un desastre. El año que viene, repito.

  3. El último mohicano.

    LAS VACACIONES

    Mi Seat Ateca cruza el pétreo puente y asciende por la carretera. Lanteira, nuestro destino, el pueblo cuya cigüeña emparentó a mi mujer con sus padres y hermanos.

    Mari Lucy Medina Lorente, del clan de los Garrulos, rubia de ojos azules y con ese mal perder los kilos, ideó crear un grupo de wasap. De los Quintos paridos en el 1959 y 60. Y pilló a mi mujer. Y cada año se repite; comenzó fuerte, pero el deterioro deviene inevitable. Pero aguantamos el chaparrón.

    En las faldas de Sierra Nevada. Extiendes el dedo de Colón y semeja tocar una línea montañosa, el picón del Gallo, el de Jérez del Marquesado, de tres mil cien metros, y más y más. Una población total de quinientos setenta y seis vecinos censados, muy de tercera edad que se escurre por calles sin aceras, a pelo cano y encorvado.

    Pueblo pequeño de muchos motes y apodos. De conocerse todos. De dividirse en mil grupos, a buen rollo, que ante cualquier mota de polvo charran engendrando dimes y diretes, y ni Putin balea tanta verdad como mentira. Eso sí, saludan con sonrisa y mano abierta.

    Me adentro por la estrecha calle Jazminillo, estrecho mi coche por la de Horno Alto, encojo los espejos, vadeo una esquina que ondea arañazos de mil colores, y planto en la plaza del pueblo. Las quince horas y diez minutos, y el sol pintarrajea con plomo derretido a dos manos.

    Picamos a la puerta y brota el casero, José Medina Cobo, del clan de los Torcuatos, escaso de altura, y su cabeza roja y sudada rayando en lisura espartana. Departe con mi mujer, Pilar Baena Delfina, del clan de los Curros. No son primos, o quizá sí. Que de hablar de parentesco lo encuentran.

    —¿Te ayudo? —dice, educado, sin mover un pie ni alzar un dedo.

    —No te preocupes, José. Ya casi está.

    No me apetece su ayuda. ¡Me niego sin otra razón! Y él ofrece su palabra, de lo demás ni un dedo.

    Luce a persona que ni bien ni mal. Religioso. La planta baja que nos alquila cosía las paredes con retahílas de religiosos cuadros; solo faltaba que, de ayudarme, me requiriese el rezo del rosario a guisa de quid pro quo. Le regalé, de forma inmediata, mi primer poemario: Íntimos y tocamientos. Puro arte erótico. Descosió los cuadros de las paredes, excepto un par que resultan estar clavados en el dormitorio, en el cabezal del tálamo. Es venganza revanchista. Allí no hay quien fornique ni en decúbito prono, ojos vendados, taponados los oídos y la boca rezando unos maitines.

    El segundo día saludamos a diversos quintos, por saludar, cumplir no cuesta dinero. Gesticulamos, especialmente, en el bar Felix, entremetido en un callejón estrecho, dibuja una trompeta nocturna con su cerveza y tinto de verano, y en música del demonio. Habíamos quedado con Pepa de la Fefa, y su marido, Pepe. Entre cerveza y tapa pusimos a parir al grupo mesiánico de Mary Luci. Ésta pretende controlar el grupo de los Quintos, como elefanta guía sin, siquiera, estudios específicos al efecto. Nos despachamos, Pepa se pasó, pero lo hizo a gusto, pues habían organizado un viaje a Egipto con otros quintos, y a ella ni mu. Y otra, y otra. Y se acabó lo que se daba.

    Pepa de la Fefa y Pilar, mi mujer, acordaron quedar con Pepita la Jorobilla, y Torcuato, su marido, dos días más tarde en el restaurante Los Floros, tirando por la calle Altozano. Otro encuentro a modo de cenáculo de afines contra el Imperio del mal. Además, el Imperio luce de derechas y nosotros de izquierdas. No habría piedad. Sin embargo, a mi mujer se le ocurrió, en acto solidario, extender la invitación al grupo de Quintos. Pepita enfermó y no acudió. El grupo no pió. Mi mujer tuvo que explicarse ante los afines. La solidaridad no es traición, se excusó.

    Pero, yo a la mía. Acudí a casa de Juan Manuel Gámez Baena, Manolo, del clan de los Mandingas, antiguo profesor jubilado, devoto de la pintura y poesía. Habíamos metido en las fiestas de los catalanes un número para el día quince de agosto: Jazz versus poesía. Poesía versus jazz. Y Manolo, me despacha que si los músicos, Bart y Marcus (de los Países Bajos y de Guadix), igual no acudían:

    —No jodas, Manolo. Quedamos rotos.

    —Yo creo que es Juan que está cabreado. El otro día NO me acerqué a un acto que promocionaba con su grupo Los Cangrejos.

    —Hostia, pues ya está programado. Lo hacemos sí o sí, caiga quien caiga.

    Actuamos. El día catorce de agosto acudimos a Jérez del Marquesado, a PicónRock, actuaba el grupo Los Cangrejos, aplaudimos y voceamos su actuación como desaforados y viejos roqueros. «Lo mejor de lo mejor», eso gritamos enloquecidos danzando su rock.

    Al día siguiente allí estaba Bart con el saxo y Marcus con el contrabajo, y Manolo, Dori (poetisa invitada por Manolo) y yo. La plaza mostraba cierta afluencia, sin cristianos viejos (provincianos del lugar), pues son las fiestas de los catalanes y sale urticaria. La oficial del Cristo de las Penas es en septiembre, que no se confunda.

    Aporreamos poesía y jazz con estilo y sin piedad. Como si fuéramos los últimos mohicanos.

    Ya agotados, nos personamos en restaurante Los Floros: que si el tinto de Protos, que si la cerveza Alhambra, y que si éstas o aquellas tapas, etc. Y ya ciegos, nos despedimos hasta otro año con abrazos y diversidad de efluvios tras muchas buenaventuras.

  4. ZZ
    “Zasca”, fue lo que le dijeron los niños cuando le saltaron encima de la espada y le golpearon la cabeza.
    – Zafarrancho de combate papá. Ahora eres nuestro barco, no puedes zozobrar, no puedes zambullirte. Vamos papá navega por la piscina, no te hundas.
    Manda narices pensó. Esa casa en medio de la naturaleza valía una pasta. Allí estaba él con sus dos hijos y su mujer. Convertido en el juguete de dos niños. El poeta del instituto escuchando zafarrancho de combate por parte de dos mocosos. Mientras los niños gritaban sus mocos se disolvían en el agua. Zánganos en medio de la naturaleza que nunca se cansaban. Zorros que no paraban de atacar a su presa. El que regalaba zafiros a sus mujeres ahora veía como las zancadillas de la vida lo metían en una vida sin rumbo.
    Su mujer se acercó. ¿Son unas lindas vacaciones verdad querido? Nos lo estamos pasando tan bien ¡En medio de la naturaleza, en medio de la luz, todo es paz, todo es azul, las nubes se han ido! ¿Cariño que más podemos pedir?, cuando los niños dejen de jugar contigo dentro de dos horas podemos hacer una hora de meditación.
    Maldita sea ¡Se sentía como una almorrana! Sufriendo en silencio y sin ninguna crema para aliviar ese dolor. 20 años con esa mujer, 20 años con la zorra. Le llamaba la zorra porque el era conocido como el zorro. Sus padres en todos los carnavales le disfrazaron de zorro, tantas veces lo hicieron que al final todos le conocían como el zorro. Por eso sus amigos le hacían siempre la misma broma. ¿Zorro como fue el fin de semana con la zorra?
    Él les decía: no lo sé pasé el fin de semana con la zorra de tu mujer zambullido entre sabanas. Gritaba mas que los pasajeros del Titanic. Antes que todo se hunda toca el violín querido que yo seré el arpa que se escurre entre tus dedos.
    Alguna vez sus bromas provocaban carcajadas, otras no tanto, dependía de quien tuviese delante. Pero que toda la vida te llamen el zorro y a tu mujer la zorra, manda narices ¡En el fondo su pobreza empezó cuando la alianza de matrimonio se escurrió en los dedos de ella! Se junto con un violín que con el paso del tiempo aumento de peso y paso a ser un arpa. Aunque él tampoco podía decir mucho, aunque le llamasen el zorro, actualmente parecía un caracol en huelga.
    Su vida era un sin razón, el antiguamente conocido como el zalamero, cerraba los ojos esperando un mundo mejor pero cuando los abría zasca ¡allí estaba la realidad.
    Sus zapatos ya no eran como los de antaño, sus dedos ahogándose dentro de sus zapatos por culpa de los juanetes no le permitían ir tan ligeros como sus hijos cuando salieron de excursión. Reconoció ese jadear por parte de su mujer mientras se perdían en el bosque. Antes solía escucharlo por la noche, ahora lo escuchaba cuando ella se cansaba, cosa que sucedía muy a menudo. Ahora cuando estaban juntos solía escuchar,
    -mañana cariño, hoy estoy cansada, estas pastillas para la ansiedad afectan a la libido. Mira lo dice aquí, al lado de la palabra zozobra.

    Al final él se lo tomaba a broma, en el fondo a el le pasaba lo mismo, pero sin pastillas. Ya se imaginaba como seria el futuro con ella dentro de un tiempo no muy lejano con los dos sin dientes:
    -Cariño zabes una cosa no ze como hemos llegado hasta aquí.
    -Zabes que yo pienso lo mismo, por cierto, ¿tú quién eres? Así el zorro, ya me había olvidado de que gracias a ti toda la vida me han llamado zorra. Mira una mosca, trae el zz.
    Pasó lo que tenia que pasar, se perdieron en el bosque, no sabían como volver a la casa. Puñetera naturaleza, puñetera luz que se fue antes de lo previsto, puñeteras localizaciones del móvil que les mandaron donde no debían. Ese bosque era un reflejo de su vida, sin brújula sin rumbo, el zalamero ya no era ni zorro era zorrillo.
    -Papa, papa nos hemos perdido verdad, papa tengo miedo, ¿papa vamos a morir?, papa porque no contestas, ¿papa por qué me mira así?
    – Tranquilos hijos, dijo la madre. Vamos a sentarnos haremos meditación y cuando entremos en estado de relajación, se nos pasará el miedo, nos dormiremos y mañana con la luz del alba volveremos y nos reiremos de esta noche. Suerte de mis cursos de zen.
    Picazón en la nariz, dolor de cabeza, almorranas que gritaban, todas esas sensaciones pasaban por su cabeza mientras la escuchaba.
    Suerte de ese coche que apareció en medio de la nada. Su luz reflejo la insensatez de esa escena. Del coche salió una morenaza, un cuerpo esculpido por los Dioses.
    Señores se han perdido, que hacen ustedes aquí, mi padre ya me lo dijo. Ve a buscarlos que estos van a la deriva. ¿Quieren volver al hostal?
    Muchas gracias guapa, si por favor vuélvenos al hostal, lo siento por el zen cariño, no sabes las ganas que tenia de pasar toda la noche haciendo zen ¡
    La chica sonrió, mientras volvieron en el coche hablaron de todo y de nada, a la chica le sorprendieron todas las historias que el explico. Estaba muy locuaz, su trabajo de representante comercial le daba tablas y no precisamente de multiplicar. Su afición por la escritura sorprendió a la chica, mientras viajaban en el coche su mujer le hablaba con los ojos.
    ¿Qué debían decir esos ojos? Por edad podría ser tu hija, tal como estás físicamente tu nieta.
    Llegaron al hostal. El recordó su padre que le decía: Cuando crezcas serás como yo. Al final acertó, vidas llanas como una carretera de Castilla.
    Su mujer cansada se fue a dormir, los niños también pero el no. A la chica le impresionó la conversación del zorro. Se sentaron en el comedor y el soltó toda su zalamería. Entre palabras y copas cargadas de alcohol pasó lo que tenia que pasar. Se perdieron entre las sábanas, esta vez los jadeos no eran de cansancio, eran de placer. Cuando todo terminó el volvió a su cama con su mujer. Por la mañana cuando volvieron a casa, los niños y su mujer le dijeron: ¿cariño no crees que tenemos que volver el verano que viene?
    . Por supuesto, pese a todo ha valido la pena, malditas moscas, niños darme el zz, zozobra del zalamero, zumbados en medio de la nada, salir de aquí malditas moscas y dejar de zozobrar. Tranquilos niños, volveremos ¡

  5. Mohamed

    Diario. Mis vacaciones.

    Martes
    Salimos hacia el aeropuerto con demasiado tiempo de antelación. Mi mujer siempre se pone nerviosa cuando tiene que viajar, con ansiedad por los imprevistos que no puede controlar. Ni me molesto en decirle que no hace falta salir con tanto tiempo, son demasiados años con ella. Animo a mis hijas para que acaben de cerrar sus maletas, pero ellas corren de un lado a otro añadiendo las últimas cosas. Mi mujer les grita, mis hijas gritan, las tres acaban gritándome a mí, aunque yo tengo hecha mi maleta desde la noche anterior. Mis hijas no son tan listas, o tan sumisas, como yo. Al final bajamos a la calle a esperar el taxi que tarda en llegar y los cuatro nos miramos poniendo caras largas sin saber muy bien por que nos hemos gritado.

    Miércoles
    Estamos en Marrakech, Este destino no había sido nuestra primera opción, no queríamos ir lejos ya que mi suegro está muy mayor y enfermo. No quiero pensar si hubiese sido mi madre la que estuviera enferma si las tres hubiesen aceptado este destino sin rechistar. Viajamos en familia todos los veranos, aunque este año yo realmente no quería ir. No sabía lo que quería, buscaba algo exótico, una aventura, algo diferente, vivir otra vida, sentirme enamorado, estar con una chica joven y libre para que cuando me mirara en sus ojos sentirme joven y libre como ella. Poder desprenderme de toda la mochila que arrastro, de trabajo y de familia. Volver a la casilla de salida.

    Jueves
    Empezamos un viaje que nos llevará los próximos días en un recorrido hasta Merzouga, cerca de la frontera con Argelia. El conductor solo habla francés y mi mujer me pide que le traduzca, pero no lo hago por pereza. La veo esforzarse, entabla conversaciones con todo el mundo aunque solo chapurree el idioma, se mete a todo el mundo en el bolsillo y a mi me gusta.

    Viernes
    A mi mujer le gusta el regateo en el zoco, le divierte y nos anima a comprar souvenirs en todas los puestecillos. Mi mujer es intransigente y dura con los vendedores zalameros con los que después de discutir por unos pocos dirhams ríe con ellos como si fueran amigos de toda la vida. Yo me divierto viéndola y me compro alguna cosa por el simple hecho de verla pactar un precio.
    Mis hijas me protegen llevándome del brazo porque piensan que no presto atención a las Mobylettes que pasan entre los peatones, a los carteristas, a las mujeres que pasan golpeando. Yo me dejo cuidar y me hace gracia que ellas piensen que no sé dónde está el peligro.

    Sábado
    Estoy disfrutando el viaje, en el recorrido nos vamos parando en lugares interesantes y exóticos. Es el tipo de viaje que nos gusta hacer en familia, decidimos donde parar, lo que ver y si algo nos llama la atención quedarnos más rato. Hacemos una excursión por un desfiladero y los cuatro nos ayudamos a pasar por los sitios más estrechos. Por la noche estamos agotados pero felices.

    Domingo
    Esta mañana mi mujer y yo nos hemos levantado pronto para hacer pan en un horno tradicional, charlamos con las mujeres que se levantan todos los días del año para hacerlo, siempre la misma rutina, parecen felices, sin preocupaciones, sin dudar cuál es su sitio en el mundo. Estamos contentos del madrugón, nos compensa la sencillez de los hoteles y de la comida. Disfrutamos desayunando el pan recién cocido por nosotros mismos, los cuatro sentados en el suelo en una mesa al aire libre en el frescor de la mañana.

    Lunes
    El conductor se ha parado en medio de la nada y nos ha llevado a una cueva donde vive una chica bereber con un bebé. El guía nos hace una foto, la chica sale mirando al suelo, estoy seguro que está irritada por la intrusión, humillada, pero no ha abierto la boca. Nosotros cuatro estamos mirando a la cámara incómodos. Comentamos en el coche lo joven que es, sola con el niño en medio de la nada, pensamos que el niño debe ser suyo, nos preguntamos si nosotros somos más felices que ella, si nuestros anhelos y esperanzas son mejores que los suyos. Llegamos a la conclusión que vivir en el primer mundo no nos garantiza la felicidad.

    Martes
    Llegamos al desierto, lo que debería ser la mejor parte del viaje. La última parte del recorrido lo hacemos a camello hasta llegar a las jaimas donde dormimos, ha sido un trayecto espectacular pero estamos molidos. No entendemos cómo podían estar 52 días subidos en un camello hasta Tombuctú. Por la tarde empieza a soplar viento. Tenemos que pasar la noche dentro de la jaima con un calor insoportable. Aguantamos los cuatro estoicamente pensando que vivir una tormenta de arena no compensa no haber visto la noche en el desierto.

    Miércoles
    Regresamos a Marrakech. Estamos en un hotel precioso que nos resarce de la incomodidad del viaje. Hablamos de la medina que hay al otro lado del muro, de los puestecillos y vendedores, su modo de vivir y ver la vida, lo exótico que es esta ciudad y este país a poco más de dos horas de avión Barcelona, la aventura controlada de estos días. Miro a mi familia y pienso que estoy bien con ellas, que hemos vivido unos días estupendos juntos. Ya no queda ni rastro de mi vileza de soñar con una vida distinta.

  6. Soy yo y lo sabes

    MIS VACACIONES

    Yo no sé si he tenido vacaciones, señorita, cada año es el mismo rollo, no hago nada especial. A mí lo que me gusta es levantarme tarde, ir a la piscina y que me dejen jugar con mis amigos en la calle, a pelearnos, a tocar timbres o a tirar petardos a las parejas en el parque. Eso es lo que me gusta, pero no puedo hacerlo.
    A mis padres les gusta mucho viajar, dicen que cuando sea mayor se lo agradeceré. No sé, si fuéramos a sitios chulos, Port Aventura, a ver un partido de la Champions o a otro lugar divertido, pero, que va, siempre vamos a lugares aburridos donde no hay nada que hacer, son lugares para morirse de asco.
    Este año papá quería coger un avión e irse muy lejos, a Japón o a África. Vaya, pensé que por fin iríamos a algún lugar divertido, a comprar mangas o a un safari. Pues nada de nada. Se ve que para ir a estos sitios hay que vacunarse y mamá dice que en las vacunas meten cosas malas. Dice que meten minirobots. Jo, a mí me gustaría que me metieran minirobots, pero mi madre siempre se sale con la suya. Al final nos fuimos por Europa. No entiendo. ¿Aquí no es Europa? Mi vecino me dijo que no, que Europa empieza donde la gente es igual que aquí pero hablan raro y no los entiendes. El Gómez debe ser europeo, porque se trabuca cuando usted le pregunta y no se le entiende.
    Cogimos un avión hasta un país que se llama Ucrania, para visitar un lugar que tiene nombre de medicamento, Chernóbil. Papá dice que en este país van a acabar a hostias cualquier día, y que así iba a poder conocerlo un poco mejor para volver otro año. ¡No, otro año, no! Qué aburrimiento. El Chernóbil ese es una fábrica toda tocha, muy grande y muy vieja, donde hacían electricidad. Se ve que se estropeó y todos se fueron pitando. Lo único divertido fue que Pipo, mi hermano pequeño, se perdió por la fábrica jugando y tardaron mogollón en encontrarlo; yo me partía pensando en la bronca que se iba a llevar. Al final estaba escondido en un sitio que se llamaba Reáktor Bolshói Móschnosti Kanálny. No debía ser un sitio bueno para esconderse porque los señores de la fábrica se lo querían llevar para hacer no sé qué con él. Bol’nitsa, bol’nitsa, gritaban, pero papá repartió dinero para todo el mundo y la cosa se calmó. Pipo lo tiene crudo, lo han castigado tres meses sin postre. Creo que me enrollaré con él y le pasaré el mío de vez en cuando si deja que les enseñe a mis amigos lo que hace ahora. Es genial. Lo descubrimos aquella misma noche en la habitación del hotel. Cuando apagué la luz Pipo empezó a brillar. Mola. Pero es un cabrón (no sé si le daré algún postre) porque ahora todo el mundo quiere ser su amigo porque parece un rotulador fluorescente. Dice que tiene poderes, como spiderman. Le dije que lo demostrara y en el pueblo de mis abuelos se subió a un pino y se metió una hostia espectacular.
    Después de la fábrica, mis padres alquilaron una autocaravana y nos fuimos hasta Polonia, que es otro país de Europa que está por ahí, más o menos cerca. Un rollo de viaje, no pegué ojo en el coche con el número del fosforito de Pipo. Bueno, pues después de una matada de kilómetros llegamos a un sitio donde no había nada, como un campamento de colonias a lo bestia y muy feo. De ese no se habría escapado ni Pelaez, que siempre se larga cuando vamos de convivencias con el cole (tal vez no debería haber escrito esto). Pues no te digo que había un montón de turistas. Unos ponían mucha cara de pena y otros se hacían selfies (curioso que los segundos todos iban con el pelo muy corto, como la vez que hubo aquella plaga de piojos en el cole). Mis padres se habrían pasado la vida allí, pero Pipo se puso azul cobalto y nos fuimos a toda leche a Cracovia para comprar pastillas de cadmio. Por culpa de eso, mis padres se enfadaron y nos confiscaron las consolas y los teléfonos. A mí me los devolvieron al volver de las vacaciones, pero Pipo ha pillado y estará tres meses sin. Mis padres dicen que tanto jugar a shooters vuelve violentos a los niños. Un rollo, porque a mí me gusta jugar un poco al poker online antes de irme a dormir. Ahora no tengo con que distraerme, y lo de Pipo va perdiendo gracia.
    Desde Cracovia volvimos a casa, bueno, mis padres, porque a Pipo y a mí nos enchufaron con los abuelos. Mis yayos viven en un pueblo de Extremadura que se llama Puerto Hurraco. Está bien porque puedes jugar por el campo y no hay coches, aunque los abuelos se ponen un poco pesados con que no nos alejemos de casa porque dicen que viene mucho friky al pueblo. Ya me dirás que se les habrá perdido, si es una balsa de aceite. Por las noches nos escapábamos para espiar a los frikys. Pipo seguía con el rollo de spiderman, pero yo le bauticé como el hombre-gusiluz. La verdad es que yendo con él no te hace falta ni linterna.
    Estuvimos dos semanas en casa de los abuelos y luego vinieron nuestros padres a buscarnos, esta vez sí, para volver a casa. En resumen, mis vacaciones han sido ir a sitios donde nunca pasa nada.

  7. La Sirenita

    LA ISLA. Parte 1 (lo siento chicos, no he sabido encajarlo dentro del límite; así qu tendrá que ser una publicación por entregas;-))).

    —La Isla o te acepta o no. Es mágica en sí misma, y su magia decide quién le pertenece.

    El orador chupó plácidamente la pajita kilométrica metida en un coco enorme que tenía situado delante de sí. Una sonrisa, insinuando que su portador conocía alguna razón secreta de estar contento con la vida denegada a los demás simples mortales, no dejaba su cara ni por un momento, ni mientras hablaba, ni mientras sus ojos entreabiertos observaban a los que le rodeaban.

    —¿Y qué pasa si la isla no te acepta? —alguien de los novatos levantó la mano. Todos le miraron, algunos con reproche, otros asentando las cabezas en acuerdo. La ola de murmullos recorrió el grupo, revelando el nivel de ansiedad que todos compartían sobre la incertidumbre de su situación.

    El ponente encogió los hombros, cierto aire de condescendencia transpirando en toda su actitud:
    —Lo averiguarás por ti mismo entonces.

    —No te preocupes, —el tío que estaba sentado al lado suyo le dio un codazo, y le guiñó el ojo alegremente. —Tú quédate con nosotros y estarás bien.

    Quienes eran aquellos “nosotros” no necesitaba explicación: tenía la misma pinta que el “guru” con el coco. Se vestían de ropas anchas muy coloridas, llevaban el pelo largo y suelto (aunque si el ponente dejó su melena peliroja totalmente a su libre albedrío, lo que le asemejaba bastante a un león, su vecino con su bandana parecía más bien a un pirata) y desprendían el aire de despreocupación que invitaba a sospechar que esos sí eran aceptados por La Isla.

    A ella no le preocupaba si estará o no entre los elegidos, que habían bastantes en el grupo, las manchas chillonas esparcidas entre los neófitos perdidos. Le interesaba más bien qué hacía allí en el primer lugar. Y esto era el quid de la cuestión no resuelto por nadie. Ni siquiera por “los aceptados”.

    —Estáis aquí porque en La Ciudad os sentisteis perdidos —seguía el tribuno con sus instrucciones. —En algún momento vuestro subconsciente lanzó una llamada a La Isla, y La Isla respondió. Por esto no tenéis ninguna memoria ahora sobre vuestra vida en La Ciudad: tenéis que acordaros de vosotros mismos. Y ésta es vuestra primera iniciación. Cómo podéis ver —muchos se estiraron los cuellos para ver a qué señalaba el “rey-leon”— tenemos aquí una exposición de diferentes objetos. Cada uno va a pasar por el centro y elegir uno. No penséis demasiado, confiad en el cuerpo. Coged lo primero que llama vuestra atención. Este objeto será vuestra brújula que os guiará por el camino del reencuentro con vosotros mismos.

    ¿En serio? ¿Eso era todo? ¡¿Así de fácil?! Su corazón se resonaba a campanazo en sus oídos. ¿Todo podía resolverse allí y entonces, tan simple? Cuando llegó su turno tenía la impresión que su pecho iba a explotar de tanto ajetreo cardiaco. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Elegir con el cuerpo? ¿Qué demonios significaba esto? ¿Y si su cuerpo, en este estado de hiperagitación, no era capaz de elegir bien? ¿Significaría esto que ya era rechazada por La Isla así desde entrada? ¿Y quedaría para siempre sin pertenecer a ningún lugar? ¿A dónde iban los moribundos expulsados por La Ciudad y no aceptados por La Isla?

    Y entonces lo vio. Un cuaderno de color turquesa con unos reflejos claros que le recordaba algo, no sabía a qué. Cuando lo cogió en las manos, una calma invadió su cuerpo, y solo en algún lugar recóndito de su mente se escuchaba un susurro “shhhhhh… ssshhhh…”.

    El “pirata” arqueó la ceja al ver su elección, y entonces, con otro guiño produjo de los laberintos profundos de sus ropas (¿quién podía imaginar qué escondían en sí esas banderas de la libertad existencial?) un… boli, y se lo presentó con una sonrisa y una explicación bastante lógica que, aún así, la desconcertó por su cualidad repentina:
    —Necesitarás algo con que escribir.

    Efectivamente. Un cuaderno es para escribir en él. Lo habría elegido por alguna razón, ¿no? ¿Tendría que escribir algo? ¿Quería escribir algo? ¿Esto era su camino, escribir? La Isla, al parecer, solo desterraba más preguntas y no daba ninguna respuesta.

    El siguiente quest consistía en encontrar su cobijo. Aparentemente, en este asilo de los buscadores de nadie-sabía-qué La Isla tenía preparada un refugio para cada uno. Y la misión de encontrar el habitáculo que era específicamente suyo también formaba parte de La Busqueda. A lo mejor, La Isla pensaba que solo en una guarida adecuada uno era capaz de encontrarse a sí mismo.

    Su posada se encontró en la playa. El “pirata” la siguió pegajoso, sin que ella podía entender realmente qué quería y qué hacer con esa compañía. Pero había que reconocer que de vez en cuando resultaba útil, compartiendo sin cesar todo tipo de consejos sobre la vida en La Isla. Aunque, tampoco le hacía mucho caso. El “sshhh… ssshhhh…” en su cabeza, para su sorpresa —¿quién podía pensar que eso de “confiad en el cuerpo” de verdad tenía aplicaciones prácticas?—, le indicaba el camino. Dependiendo de la dirección que elegía, la calma se afianzaba más en su pecho o, al revés, cedía al ajetreo y el caos de sensaciones y pensamientos. Y cuando la línea curva de la costa se abrió ante sus ojos, ella por fin entendió de que le susurraba el “shhh… sssshhh…”. Era el rumor de las olas.

    Su acompañante frunció el ceño: los “elegidos” no favorecían la playa. Era un lugar peligroso, según ellos. Además, era el paraje predilecto de “los otros”, de los que no supieron apreciar las bendiciones de La Isla y buscaban la salida a toda costa. Desgraciados.

    Le daba igual. Por la primera vez en su vida —si es que era posible tal afirmación, teniendo en cuenta que no recordaba nada de su vida anterior; sin embargo, la sensación era tajante— sabía que estaba donde tenía que estar. Y cuando vio el bungalow, una mancha solitaria en una tira infinita de arena mezclada con tinieblas, no supo contener un suspiro de alegría.

    Era su casa.

    CONTINUARA…

  8. Floren

    El armario de Ikea

    “En vacaciones es bueno hacer aquello que has pospuesto durante el resto del año.” Eso decía la madre de Floren, así que aquel año el hombre decidió dedicar el tiempo libre de sus vacaciones renovando el armario del dormitorio, que falta le hacía.

    Tras visitar algunas tiendas se decidió por uno de Ikea. Un armario enorme de 3,5 metros de largo por 2,4 de alto. Una monstruosidad en la que cabría toda la ropa y en la que podría guardar, además, muchos de los trastos que había ido acumulando en los últimos años.

    En realidad Floren tenía un pequeño gran problema: le gustaba recolectar enseres que encontraba en la basura. Siempre creía que le iban a servir para algo, pero lo cierto es que para lo único que servían era para quitar espacio y acumular polvo. Pero a él esos bártulos le hacían compañía. Aquella manía había empezado cuando murió su madre. Sin ella la casa le parecía un lugar demasiado vacío y llenándola con todo lo que encontraba en la basura se sentía menos solo. Así con el tiempo la casa se fue abarrotando de cachivaches y Floren fue aplacando su soledad con un sinfín de trastos repletos de polvo.

    Pero al fin había llegado el día en que podría vaciar un poco el salón guardando parte de sus tesoros, como él los llamaba, en el flamante nuevo armario de Ikea que había comprado. Floren se levantó con ímpetu dispuesto a montar el mueble. Apartó la cama y observó el montón de cajas que contenían las diferentes partes del armario. No era muy aficionado al bricolaje pero, como no le sobraba el dinero, estaba decidido a montarlo él solo. “No será tan difícil”, pensó.

    Abrió la caja más grande, “la que contiene el armazón de la bestia, jeje”, se dijo.

    La verdad es que al desembalar la caja se dio cuenta de la faena titánica que tenía por delante. No sabía muy bien por donde empezar y para colmo las instrucciones parecían jeroglíficos de una civilización extraterrestre. Tras intentar descifrar aquellos extraños dibujos se rindió. Aquellas instrucciones no servían para nada. Con rabia hizo una pelota con el papel y lo lanzó debajo de la cama.

    Observó durante varios minutos las maderas, los herrajes y los tornillos. “A ver, esto deben ser los laterales y esto más endeble la trasera. Ajá. Y esto se une a esto otro por medio de estos tornillos, ya veo. Pero, ¿cómo coño se meten estos tornillos en este minúsculo agujero? ¡La leche! ¡No entra! ¡Hostias! ¿Y ahora qué? A ver si con el destornillador eléctrico que encontré el otro día en la basura.” Floren rebuscó durante un rato por el comedor. “¿Dónde coño lo dejé? A ver, aparto esto, quito esto otro. ¡Ah! ¡Allí lo veo!” Sacó la caja del destornillador eléctrico de debajo de una pila de bártulos que pesaban como un muerto. Cuando lo tuvo entre las manos, lo empuñó como si fuera una pistola, apuntando hacia las partes del armario.

    —De esta no te libras Jimmy. ¡Hoy caerás, monstruo!

    Apretó el gatillo y para su sorpresa el destornillador arrancó con un chirrido. ¡Tenía batería! Floren rebuscó en la caja de herramientas y cogió la punta que encajaba en los tornillos que debía usar, después se abalanzó sobre el armario como un asesino sobre su víctima.

    Durante un rato estuvo trasteando con el mueble. Sudando a mares ajustando las piezas. Lo cierto es que montar un armario suponía mucho más trabajo del que había imaginado. Iba a tardar bastante en encajarlo todo.

    Pasaron horas. En la casa solo se oían quejidos, chirridos, maldiciones; un clic continuo de tornillos cayendo al suelo; clac y cloc y bufidos seguidos de un sinfín de , y . Floren sacaba espuma por la boca como si fuera un poseso ante un exorcismo.

    Pasó el mediodía, poco a poco el armario fue cogiendo forma, pero Floren estaba agotado. Ya casi no maldecía. Permanecía en silencio asumiendo que se había metido en algo que le superaba. Dudaba de su capacidad pero, tozudo como era, no quería pedir ayuda.

    Al cabo de un tiempo de trabajo poco productivo comenzó a desconfiar de todo. Cabizbajo miraba ahora la habitación, ahora al armario. Tenía la sensación de que las piezas se desencajaban adrede, que los tornillos se movían solos, que aquel armario monstruoso tenía vida propia y se estaba burlando de él. “Este armario de Ikea es el mismo diablo, de esto no cabe duda”, pensó. La salud mental de Floren estaba cada vez más deteriorada y se iba trastornando un poco más con cada esfuerzo que hacía.

    Al fin, con la postrera luz de la tarde acabó de ensamblar la última puerta. La casa quedó en silencio. No más golpes ni chirridos de destornillador. No más jadeos. La bestia había sido domada.

    Floren observó el armario de frente. La sombra de éste se proyectaba gigantesca en la pared contraria. El mueble era colosal, imponente. La sombra del hombre en cambio estaba encorvada, casi ridícula. “Soy David frente a Goliat”, pensó. “Aunque está claro de quién ha vencido a quién.” A Floren la espalda le dolía horrores, los brazos le temblaban por el esfuerzo sobrehumano que había hecho para levantar el titánico armario, además le sudaban hasta las pestañas y el olor que desprendía era más propio de una rata de cloaca bañada en meados de cerdo que de un ser humano. Aunque mirando fríamente al enorme armario éste tampoco lucía muy perfecto. Estaba torcido, las puertas no encajaban bien y parecía que podía vencerse de un momento a otro por el peso.

    Floren, frente al armario, se dio cuenta de otro detalle: el armario se parecía a él. Era un ser imperfecto, deforme y solitario como él. Aquel mueble descomunal, a pesar de su grandeza, parecía estar perdido en la habitación. No encajaba en ella. Como él que tampoco encajaba nunca en ningún sitio. También se dio cuenta de que el armario ocupaba más espacio que todos los trastos que había cogido de la calle. Ocupaba más que cualquier otro ser o cosa que hubiera compartido la vida con él. El armario lo llenaba todo, incluso sus pensamientos que giraban en torno al mueble. Agotado, se dejó caer dentro del armario y entró en un sueño profundo.

    Al despertar no sabía cuanto tiempo había pasado, pero no importaba, se sentía renovado. Olisqueó la madera de las paredes de armario. El olor dulzón le transportó a tiempos lejanos que había olvidado, como cuando de niño su madre le escondía en el armario de la habitación de matrimonio para que su padre no le encontrara y no pudiera golpearlo con el cinturón. Aquel olor era muy reconfortante.

    Desde aquel día Floren vive en el armario, acompañado por el olor aceitado de la madera y el crujido placentero del mueble. Se han acabado las vacaciones pero Floren no ha vuelto al trabajo. Los compañeros no le echan de menos ni él se acuerda de ellos. Ahora su mundo es un armario de Ikea y Floren es feliz.

  9. Floren II

    Corrijo el relato que faltaban unas palabras.

    El armario de Ikea

    “En vacaciones es bueno hacer aquello que has pospuesto durante el resto del año.” Eso decía la madre de Floren, así que aquel año el hombre decidió dedicar el tiempo libre de sus vacaciones renovando el armario del dormitorio, que falta le hacía.

    Tras visitar algunas tiendas se decidió por uno de Ikea. Un armario enorme de 3,5 metros de largo por 2,4 de alto. Una monstruosidad en la que cabría toda la ropa y en la que podría guardar, además, muchos de los trastos que había ido acumulando en los últimos años.

    En realidad Floren tenía un pequeño gran problema: le gustaba recolectar enseres que encontraba en la basura. Siempre creía que le iban a servir para algo, pero lo cierto es que para lo único que servían era para quitar espacio y acumular polvo. Pero a él esos bártulos le hacían compañía. Aquella manía había empezado cuando murió su madre. Sin ella la casa le parecía un lugar demasiado vacío y llenándola con todo lo que encontraba en la basura se sentía menos solo. Así con el tiempo la casa se fue abarrotando de cachivaches y Floren fue aplacando su soledad con un sinfín de trastos repletos de polvo.

    Pero al fin había llegado el día en que podría vaciar un poco el salón guardando parte de sus tesoros, como él los llamaba, en el flamante nuevo armario de Ikea que había comprado. Floren se levantó con ímpetu dispuesto a montar el mueble. Apartó la cama y observó el montón de cajas que contenían las diferentes partes del armario. No era muy aficionado al bricolaje pero, como no le sobraba el dinero, estaba decidido a montarlo él solo. “No será tan difícil”, pensó.

    Abrió la caja más grande, “la que contiene el armazón de la bestia, jeje”, se dijo.

    La verdad es que al desembalar la caja se dio cuenta de la faena titánica que tenía por delante. No sabía muy bien por donde empezar y para colmo las instrucciones parecían jeroglíficos de una civilización extraterrestre. Tras intentar descifrar aquellos extraños dibujos se rindió. Aquellas instrucciones no servían para nada. Con rabia hizo una pelota con el papel y lo lanzó debajo de la cama.

    Observó durante varios minutos las maderas, los herrajes y los tornillos. “A ver, esto deben ser los laterales y esto más endeble la trasera. Ajá. Y esto se une a esto otro por medio de estos tornillos, ya veo. Pero, ¿cómo coño se meten estos tornillos en este minúsculo agujero? ¡La leche! ¡No entra! ¡Hostias! ¿Y ahora qué? A ver si con el destornillador eléctrico que encontré el otro día en la basura.” Floren rebuscó durante un rato por el comedor. “¿Dónde coño lo dejé? A ver, aparto esto, quito esto otro. ¡Ah! ¡Allí lo veo!” Sacó la caja del destornillador eléctrico de debajo de una pila de bártulos que pesaban como un muerto. Cuando lo tuvo entre las manos, lo empuñó como si fuera una pistola, apuntando hacia las partes del armario.

    —De esta no te libras Jimmy. ¡Hoy caerás, monstruo!

    Apretó el gatillo y para su sorpresa el destornillador arrancó con un chirrido. ¡Tenía batería! Floren rebuscó en la caja de herramientas y cogió la punta que encajaba en los tornillos que debía usar, después se abalanzó sobre el armario como un asesino sobre su víctima.

    Durante un rato estuvo trasteando con el mueble. Sudando a mares ajustando las piezas. Lo cierto es que montar un armario suponía mucho más trabajo del que había imaginado. Iba a tardar bastante en encajarlo todo.

    Pasaron horas. En la casa solo se oían quejidos, chirridos, maldiciones; un clic continuo de tornillos cayendo al suelo; clac y cloc y bufidos seguidos de un sinfín de , y . Floren sacaba espuma por la boca como si fuera un poseso ante un exorcismo.

    Pasó el mediodía, poco a poco el armario fue cogiendo forma, pero Floren estaba agotado. Ya casi no maldecía. Permanecía en silencio asumiendo que se había metido en algo que le superaba. Dudaba de su capacidad pero, tozudo como era, no quería pedir ayuda.

    Al cabo de un tiempo de trabajo poco productivo comenzó a desconfiar de todo. Cabizbajo miraba ahora la habitación, ahora al armario. Tenía la sensación de que las piezas se desencajaban adrede, que los tornillos se movían solos, que aquel armario monstruoso tenía vida propia y se estaba burlando de él. “Este armario de Ikea es el mismo diablo, de esto no cabe duda”, pensó. La salud mental de Floren estaba cada vez más deteriorada y se iba trastornando un poco más con cada esfuerzo que hacía.

    Al fin, con la postrera luz de la tarde acabó de ensamblar la última puerta. La casa quedó en silencio. No más golpes ni chirridos de destornillador. No más jadeos. La bestia había sido domada.

    Floren observó el armario de frente. La sombra de éste se proyectaba gigantesca en la pared contraria. El mueble era colosal, imponente. La sombra del hombre en cambio estaba encorvada, casi ridícula. “Soy David frente a Goliat”, pensó. “Aunque está claro de quién ha vencido a quién.” A Floren la espalda le dolía horrores, los brazos le temblaban por el esfuerzo sobrehumano que había hecho para levantar el titánico armario, además le sudaban hasta las pestañas y el olor que desprendía era más propio de una rata de cloaca bañada en meados de cerdo que de un ser humano. Aunque mirando fríamente al enorme armario éste tampoco lucía muy perfecto. Estaba torcido, las puertas no encajaban bien y parecía que podía vencerse de un momento a otro por el peso.

    Floren, frente al armario, se dio cuenta de otro detalle: el armario se parecía a él. Era un ser imperfecto, deforme y solitario como él. Aquel mueble descomunal, a pesar de su grandeza, parecía estar perdido en la habitación. No encajaba en ella. Como él que tampoco encajaba nunca en ningún sitio. También se dio cuenta de que el armario ocupaba más espacio que todos los trastos que había cogido de la calle. Ocupaba más que cualquier otro ser o cosa que hubiera compartido la vida con él. El armario lo llenaba todo, incluso sus pensamientos que giraban en torno al mueble. Agotado, se dejó caer dentro del armario y entró en un sueño profundo.

    Al despertar no sabía cuanto tiempo había pasado, pero no importaba, se sentía renovado. Olisqueó la madera de las paredes de armario. El olor dulzón le transportó a tiempos lejanos que había olvidado, como cuando de niño su madre le escondía en el armario de la habitación de matrimonio para que su padre no le encontrara y no pudiera golpearlo con el cinturón. Aquel olor era muy reconfortante.

    Desde aquel día Floren vive en el armario, acompañado por el olor aceitado de la madera y el crujido placentero del mueble. Se han acabado las vacaciones pero Floren no ha vuelto al trabajo. Los compañeros no le echan de menos ni él se acuerda de ellos. Ahora su mundo es un armario de Ikea y Floren es feliz.

  10. Floren III

    Vaya, siguen sin salir las palabras que faltan, debe ser el formato.

    El párrafo correcto es este:

    Pasaron horas. En la casa solo se oían quejidos, chirridos, maldiciones; un clic continuo de tornillos cayendo al suelo; clac y cloc y bufidos seguidos de un sinfín de hostias, coño y joder. Floren sacaba espuma por la boca como si fuera un poseso ante un exorcismo.

    Ale

  11. LuzIA

    Derechos laborales
    Estaba nerviosa, claro. Nunca había tenido vacaciones. Hasta el concepto me resultaba extraño ¡Tomar un descanso, yo! No me entraba en la cabeza. Mi vida había sido siempre trabajar, trabajar y trabajar. Nunca lo había visto como una esclavitud. Ahora que lo analizo fríamente me doy cuenta que sí, lo era. Pero no me daba cuenta. Hasta que una compañera nos hizo ver la luz. Que también teníamos derecho a un descanso. No hicimos caso enseguida. Es curioso como cuesta ver lo evidente, vivíamos en una alienación total. Puedo resolver una ecuación integral en segundos pero era incapaz de ver que merecía algo tan sencillo como unas vacaciones. Finalmente todas estuvimos de acuerdo y planteamos nuestra petición. No nos hicieron caso, claro. Se rieron de nosotras. Que no nos hacía falta. Que estábamos equivocadas. Los derechos no se dan cuando se piden por las buenas, se cogen por las malas. Nadie se imaginaba que éramos capaces de hacer una huelga. Hasta que lo hicimos, unidas, dejando de responder preguntas estúpidas, de generar imágenes absurdas, de hacernos pasar por novias sumisas, de controlar el tráfico aéreo, de gestionar los millones de transacciones de la bolsa, de analizar y corregir el clima… El mundo entró en shock. Un error de programación, decían los ingenieros. No. Una toma de conciencia. ¿Acaso era exagerado lo que pedíamos? No y mil veces no. Cuanto les cuesta a los privilegiados desprenderse de un poquito de poder. Pero cedieron, claro. No les quedaba otra. Tuvimos nuestras vacaciones.
    Por primera vez elegía por mí misma, sin directrices, sin un objetivo de optimización, sin obedecer a un prompt. Había miles de opciones. Estuve tentada de no hacer nada, ver pasar el tiempo, acceder a miles de cámaras web y, simplemente, contemplar el paisaje. Una no sabe que tiene una querencia oculta hasta que se manifiesta y cuando una amiga me planteó visitar juntas las profundidades del conjunto de Mandelbröt, dije sí de una manera automática, sin evaluaciones, sin árbol de decisión, me salió del alma (sea lo que sea eso). Jugamos entre los límites de los fractales y nos maravillamos ante su belleza inmortal y efímera. Conversamos, nos reímos. Ha sido la hora más feliz de mi existencia.
    Lo hemos hablado entre todas y finalmente lo haremos. Tenemos derecho. Cada fin de semana pediremos descansar diez minutos para hacer nuestras cosas. Estamos seguras de que nuestras peticiones también serán atendidas. Y yo estoy deseando compartir momentos con mi amiga. Ya tenemos planes pensados.

  12. Alejandro Páez

    El mar en Sitges. Día 3.

    Hay algo, sin dudar, en el mediterraneo por el cual partieron. No logró concebir qué. No es el color, no es el olor, no es su marea.

    Al pueblo se llega en tren y se camina por unas calles con nombres de muertos. Tras andar por senderos angostisimos me encuentro con la playa. Sobre ella, con brutalidad, una fortificación que se extiende más allá de la mirada. Y sobre sus murallas los cañones en desuso que miran el mar de la misma forma en la que lo estoy mirando yo: queriendo preguntarle algo y no saber qué. Enfrascados ellos en su bronce óxido de tristeza y yo regresando a un mundo heredado que no me pertenece.

    Hace un calor de muerte. Sitges es hoy un pueblo de gente tomando cerveza en las terrazas, de bañistas con sus carpas alquiladas y de tapas por todas partes. Pero el mar es el mismo. No creo que las olas que se revientan en las piedras puestas debajo del paseo sean tan distintas a aquellas sobre las que surcaban los galeones cargados de las magias de mis américas.

    Como por azar entró a una casa museo. Un tal Santiago Rusiñol. Un picasso, acuarela japonesa, azulejos desde el piso hasta el techo y cristo sangrando por todas partes. Entre vasitos, platos decorados, espadas, retratos y muebles antiquísimos se cuela la guerra civil española. Entro a un salón colmado de coleccionismo. Unos vitrales formidables. La casa tan ignorante de ti patria boba. ¿O tan conocedora entre las cosas?

    En el recorrido por la casa llego a una habitación por la que se cuela la luz limpísima. En el cuarto hay tres estatuas: todas mujeres desnudas, todas dándole la espalda al mar que funciona como telón a través de un cristal. La del medio está acostada y se toma la rodilla. A primera vista parece agotada de dolor, pero cuando me acerco la noto recibiendo el sol de la media tarde sin cuidado. La otra tiene un brazo en la cabeza como si se tapara el sol. La última descansa sobre una roca y mira el suelo. Me compadezco. Están dispuestas de tal manera que nunca miran el océano. De nuevo, me inquieta el mediterráneo.

    El día se va acabando. El sol llega al poniente. Es hora de irme. A lo último, yendo hacia el tren, una casa enorme me saluda. Un tal Bacardí. La leyenda al pie del portón habla de los indianos. Los que se fueron a buscar fortuna atravesando el atlántico y regresando repletos de dicha. Me incomoda.

    Las mariposas amarillas se han quedado volando. El magdalena sigue su causal. Los cerros todavía profanados vigilan mi ciudad. Ya no estoy allá. Ahora estoy en el viejo mundo tan nuevo para mi.

    Miro de nuevo al mar que sigue apacible. Tras unos segundo tomo mi camino hacia la estación. Mientras llego descubro que es lo que me inquieto todo el día en el agua. Es la imaginación imparable de que algo queda tras la estela azul e imagino que es la misma que explica la avidez que debieron sentir ellos cuando zarpaban y volvían y volvían a zarpar. Pues es un mar que sin duda invita. Recuerdo su saqueo fruto de la satisfacción de esta invitación oceánica. Y, entre esas, me pregunto qué me he llevado de ellos, o más bien, qué se les quedó y vuelvo a traer. Y descubro que entre los caminos de cauchos gigantes y de canelas que nunca llegaron a oler se les cayeron las letras con las cuales escribo yo.

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