Laboratorio 21 de septiembre: Un cadáver a los postres

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión viene de un libro de Lucía Berlín y un ejercicio que planteaba dentro de un relato:

«Un relato que lleve hasta un cadáver. No mostréis el cadáver. No nos contéis que habrá un cadáver. Acabad la historia de manera que sepamos que habrá un cadáver.»

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

Un comentario

  1. L’avi Miquel

    COMIDA FAMILIAR

    -Joder, María, deja a la gente vivir.
    La barriga del hombre, al reírse, bota como una pelota de baloncesto. Se seca una lágrima inexistente con un nudillo y, aún riendo, se inclina sobre la mesa y alarga el brazo para coger la botella de Soberano.
    -Pedro, ¿te echo?
    El otro hombre hace amago de poner la mano sobre el vaso de cortado, pero ya le había empezado a servir antes de preguntarle. La mujer a su lado está seria, incómoda. Mira con ojos duros al hombre que ríe. La cara no expresa la energía que tiene su mirada. Su marido tiene mal beber y la botella de coñac ya está a medias. Ojala ya estuviera acabada, eso significaría que ya está borracho y al menos habría superado la primera fase del calvario. María mira a su marido, que ahora está mojando la punta de una faria en el licor, y calcula cómo estará cuando su primo Pedro se marche. Se pregunta si se quedará sobado babeando en el sofá o tendrá que sufrirlo más y acabará dormido encima de ella.
    -¿Niño, quieres probar el Soberano?
    -José, deja al n iño, que eso no es bueno.
    -Coño, si tiene ya nueve años, tendrá ganas ya de probar. Si no lo ha hecho ya. Antes no había tantos remilgos, anda que no comíamos de críos con cerveza o con vino. ¿No, Pedro?
    -Ya te digo. Los chavales de ahora no son como nosotros. Anda, deja al chaval.
    -Lo dejo si me sale de los cojones. Estáis todos amariconados.
    José coge un cuchillo y corta un trozo de turrón. Se le escapa y se da un pequeño tajo en el índice de la otra mano.
    -Me cago en dios.
    María se tensa. Su marido tiene una letrina en la boca, pero nunca blasfema. Su padre era muy católico y sacaba la correa a la que alguien mentaba a dios o la virgen. Con el cinturón enseñó a José a respetar a todos los santos a base de conductismo del bueno. No sabe si levantarse para ir a buscar esparadrapo para detener la pequeña hemorragia del corte de José o quedarse parada como está ahora. Quién sabe cómo lo va a interpretar. Pedro también está indeciso. Se le ve incómodo. Lo mira a hurtadillas, como lleva mirándolo durante toda la comida. Por la mente de María pasa la idea de que eligió mal; muy mal. Es un pensamiento rápido, en el que no desea pararse. El niño juega extrañamente ajeno a la escena.
    -Coño, ve a buscar papel de váter y una tirita que voy a dejar perdido el hule.
    José ha decidido por ella. María se levanta y va al cuarto de baño para coger papel y mirar si le queda alguna tirita en el neceser de la pedicura. Sale del comedor. José vuelve a coger la botella de Soberano.
    -Chaval, ven aquí que ya tienes edad de empezar a saber cosas.
    El niño se acerca, su cara es neutra como la de un maniquí. Pedro piensa en decir algo, pero prefiere dejarlo correr y no poner a prueba la mala leche de su primo. José pone un culillo de coñac en el vaso de cortado de María y se lo da al crío. El niño se lo bebe de golpe. Hay una explosión de color en su cara y rompe a toser. María desde el cuarto de baño oye el escándalo. Sabe lo que está pasando.
    -Mira que eres… Anda, Miguelito toma, comete un chicle que te quite el sabor.
    José sigue riéndose brutalmente. La barriga parece que vaya a disparar los botones de la camisa. Pedro saca la mano del bolsillo y deja en la mesa un montón de chicles y otras chucherías. Pedro tiene un quiosco y siempre anda con caramelos en los bolsillos. El niño se mete en la boca dos chicles bazooka y los mastica con urgencia. El sabor del brandy barato no se le va. La laringe parece que da saltos en su cuello, contrayéndose. Coge dos chuches más y se las mete en la boca. El ataque de risa de su padre va en aumento. Las carcajadas se superponen a los angustiados jadeos del niño. José se desternilla, parece que en cualquier momento se vaya a mear encima. María busca con prisas la tirita, pendiente de los ruidos del comedor. Pedro se gira hacia el niño, que acaba de engullir la bola de golosinas y esta se ha alojado en su epiglotis. María deja correr la tirita y corre a la sala. José ríe y ríe. Una pequeña mancha de orina dibuja un mapa vergonzoso en el pantalón. Pedro se ha levantado y golpea la espalda del niño, no sabe que hacer, lo abraza desde atrás intentando hacerle la maniobra de Heimlich, como ha visto que hacen en las películas. La palidez de Miguelito se tornasola en un antinatural color azul. Su padre se seca lágrimas, ahora reales, el chaval le parece un pitufo. María ha llegado a la mesa, no sabe cómo a su mano ha llegado el cuchillo del turrón.

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