Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.
Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.
El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.
La consigna en esta ocasión viene de un libro de Lucía Berlín y un ejercicio que planteaba dentro de un relato:
«Un relato que lleve hasta un cadáver. No mostréis el cadáver. No nos contéis que habrá un cadáver. Acabad la historia de manera que sepamos que habrá un cadáver.»
Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el jueves anterior a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.
Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.
COMIDA FAMILIAR
-Joder, María, deja a la gente vivir.
La barriga del hombre, al reírse, bota como una pelota de baloncesto. Se seca una lágrima inexistente con un nudillo y, aún riendo, se inclina sobre la mesa y alarga el brazo para coger la botella de Soberano.
-Pedro, ¿te echo?
El otro hombre hace amago de poner la mano sobre el vaso de cortado, pero ya le había empezado a servir antes de preguntarle. La mujer a su lado está seria, incómoda. Mira con ojos duros al hombre que ríe. La cara no expresa la energía que tiene su mirada. Su marido tiene mal beber y la botella de coñac ya está a medias. Ojala ya estuviera acabada, eso significaría que ya está borracho y al menos habría superado la primera fase del calvario. María mira a su marido, que ahora está mojando la punta de una faria en el licor, y calcula cómo estará cuando su primo Pedro se marche. Se pregunta si se quedará sobado babeando en el sofá o tendrá que sufrirlo más y acabará dormido encima de ella.
-¿Niño, quieres probar el Soberano?
-José, deja al n iño, que eso no es bueno.
-Coño, si tiene ya nueve años, tendrá ganas ya de probar. Si no lo ha hecho ya. Antes no había tantos remilgos, anda que no comíamos de críos con cerveza o con vino. ¿No, Pedro?
-Ya te digo. Los chavales de ahora no son como nosotros. Anda, deja al chaval.
-Lo dejo si me sale de los cojones. Estáis todos amariconados.
José coge un cuchillo y corta un trozo de turrón. Se le escapa y se da un pequeño tajo en el índice de la otra mano.
-Me cago en dios.
María se tensa. Su marido tiene una letrina en la boca, pero nunca blasfema. Su padre era muy católico y sacaba la correa a la que alguien mentaba a dios o la virgen. Con el cinturón enseñó a José a respetar a todos los santos a base de conductismo del bueno. No sabe si levantarse para ir a buscar esparadrapo para detener la pequeña hemorragia del corte de José o quedarse parada como está ahora. Quién sabe cómo lo va a interpretar. Pedro también está indeciso. Se le ve incómodo. Lo mira a hurtadillas, como lleva mirándolo durante toda la comida. Por la mente de María pasa la idea de que eligió mal; muy mal. Es un pensamiento rápido, en el que no desea pararse. El niño juega extrañamente ajeno a la escena.
-Coño, ve a buscar papel de váter y una tirita que voy a dejar perdido el hule.
José ha decidido por ella. María se levanta y va al cuarto de baño para coger papel y mirar si le queda alguna tirita en el neceser de la pedicura. Sale del comedor. José vuelve a coger la botella de Soberano.
-Chaval, ven aquí que ya tienes edad de empezar a saber cosas.
El niño se acerca, su cara es neutra como la de un maniquí. Pedro piensa en decir algo, pero prefiere dejarlo correr y no poner a prueba la mala leche de su primo. José pone un culillo de coñac en el vaso de cortado de María y se lo da al crío. El niño se lo bebe de golpe. Hay una explosión de color en su cara y rompe a toser. María desde el cuarto de baño oye el escándalo. Sabe lo que está pasando.
-Mira que eres… Anda, Miguelito toma, comete un chicle que te quite el sabor.
José sigue riéndose brutalmente. La barriga parece que vaya a disparar los botones de la camisa. Pedro saca la mano del bolsillo y deja en la mesa un montón de chicles y otras chucherías. Pedro tiene un quiosco y siempre anda con caramelos en los bolsillos. El niño se mete en la boca dos chicles bazooka y los mastica con urgencia. El sabor del brandy barato no se le va. La laringe parece que da saltos en su cuello, contrayéndose. Coge dos chuches más y se las mete en la boca. El ataque de risa de su padre va en aumento. Las carcajadas se superponen a los angustiados jadeos del niño. José se desternilla, parece que en cualquier momento se vaya a mear encima. María busca con prisas la tirita, pendiente de los ruidos del comedor. Pedro se gira hacia el niño, que acaba de engullir la bola de golosinas y esta se ha alojado en su epiglotis. María deja correr la tirita y corre a la sala. José ríe y ríe. Una pequeña mancha de orina dibuja un mapa vergonzoso en el pantalón. Pedro se ha levantado y golpea la espalda del niño, no sabe que hacer, lo abraza desde atrás intentando hacerle la maniobra de Heimlich, como ha visto que hacen en las películas. La palidez de Miguelito se tornasola en un antinatural color azul. Su padre se seca lágrimas, ahora reales, el chaval le parece un pitufo. María ha llegado a la mesa, no sabe cómo a su mano ha llegado el cuchillo del turrón.
Cobardía
¿Cómo ha ocurrido? Cielo e infierno en unas horas; unas, alegres y festivas, la otra, me aprisiona en una cárcel de terror y cobardía.
Descendía por la calle Baixada de la Plana a hombre hecho, recién completado. Lo acababa de hacer con mi novia.
Qué responsabilidad se me puede achacar: ninguna. Estoy convencido de que el destino rueda como le da la gana. ¿Qué opción tienes? En el peor de los casos se trataba de él o yo.
Es así. Es así, ¡joder!
La boca del metro de Horta surgió como fauces del averno con ácido sulfuroso oliendo a carne quemada. Comenzar a bajar las escaleras y un mal cuerpo me volteó las tripas, mi garganta regurgitó ácido bilioso. Un escalón sucio y otro tenebroso cuanto los fluorescentes fundidos generaban sombras trémulas. ¿Por qué nos negamos a seguir el instinto animal?
Ana y yo, con más deseo que perra y perro en celo. La primera vez, con lo fantástico que ha sido. Y ahora… El destino cabrón. No hay dos sin tres. Has probado el sexo, ¡eh!, pues ahora sáciate de terror, ¿no? ¡Maldita pesadilla!
¿Dar la vuelta? El metro de Horta abierto a colmillo afilado. El volteo de tripas, ese olor a muerto. Mi instinto: “escapa escaleras arriba”. ¡Vamos!
¡No!, tenía que demostrar que los tengo bien puestos. ¡Y una mierda!
Llegar abajo y el andén vacío, únicamente un cuarentón calvo en la otra punta. Llegar, y brota raudo el metro pintarrajeado con grafitis cadavéricos. Genial. Flaquear, sí, he estado a punto de girar mis pasos. Pero, claro, ahora soy un hombre hecho, no soy ningún crio, eso he pensado, me lo he repetido: «ya soy un hombre hecho».
Una estupidez.
Dejo a Ana en su casa e intento tornar a la mía. Y la guadaña se cruza.
Al final me apretujé en el último banco granate del último vagón y observé con alivio que, en la cabecera del vagón contiguo, sentada, existía una señora mayor de pelo cano. Suspiré.
Me adjetivé de cobarde. Ese temor que me deshacía por dentro. Todo en orden, todo bien, me insistí. Y resonaron los aullidos moribundos en el vagón contiguo.
—No, por favor. No, no me mates. Piedad, por favor. Por favor te lo pido. Ay, me está matando…
Mi cuerpo se disparó como un resorte desnortado. Oteé al vagón contiguo, una escena extraña, incompleta, presuntamente dantesca. Contemplaba la espalda ancha y la cabeza de pelo negro en bucles de un hombre. De espaldas a mí, se agachaba y alzaba: o daba puñetazos o machetazos. La vieja debía bracear por el suelo.
Su espalda ancha y su pelo negro. Solo eso veía.
—No, por favor. Por favor, por favor, no…
La espalda se agachaba y se alzaba, tenaz y feroz.
Al instante, mis piernas temblaban, el sudor corría por mi frente buscando dónde esconderse; mis tripas, histéricas, chillaban: «idiota, idiota, te lo venía avisando». No pensaba, no razonaba. La orina se me escapaba, el terror abría mis esfínteres como payaso ante la guillotina.
Y de pronto. De golpe, se abrió la puerta del vagón. ¡Plaf!, frente a frente. Un chaval de unos veinte años, unos cuatro más que yo, algo grueso, como yo, pelo ensortijado, como yo; y unos ojos enloquecidos, como yo. Con una medio chilaba sobre unos pantalones vaqueros. Y un rojo palpitante resbalando por un cuchillo largo agarrado con su mano derecha.
Se acercaba a trompicones, aterrado por sus cuchilladas bestiales, aterrado al no digerir la fina línea entre mártir y feroz asesino. Él se descomponía por esa obligación de verdugo, pero yo era la víctima, ¡coño! Castañeteaban mis dientes, babeaba mi boca, mis dos ojos eran dos globos a punto de reventar y mi sesera se diluía entre tiritonas.
Lo intuí, inconcuso. Rogar o suplicar era tontería. Le enardecía, era como gritarle a la cara su condición de bestia inhumana. Mi instinto tomó el mando, ni pensar ni razonar, mi instinto a pura intuición.
Avance con dos pasos trompicados, mis ojos en los suyos. Me perdí en su terror, él se perdió en el mío. Dudó, esperó mis ruegos, pero, no.
—¡Lujuria!, he pecado de lujuria. Estoy en pecado y no me he confesado. ¡Y no me he confesado!
Paró en seco. No entendía, le costaba. Vaciló. Era un lenguaje que entendía, pero no venía a cuento, lo sabía. No paré, no podía parar. No, no; estaba muerto. No y no. Pegados mis ojos en los suyos. Cara a cara.
—Me estás condenando al infierno. No he podido confesarme, estoy en pecado. Estoy en pecado… Me estás negando la vida eterna. Eso es pecado, es pecado, eres peor que un maldito pecador.
Mi rabia lo paralizó. Él no pretendía eso. Claro que no. Atascado, no sabía qué hacer. El metro se fue deteniendo. Era la siguiente parada. Ocultó el cuchillo tras la espalda.
—Vete, pero si dices algo… —balbuceó.
No lo pensé, se abrió la puerta y un chico de cara indolente se aprestó a subir al vagón. Giré hacia el asesino, su ojeada me amenazó de muerte, y salí huyendo sin mediar palabra.
Las puertas cerraron el vagón herméticamente. A mi terror se unió un rubor cobarde, me enfrenté a las escaleras. Subirlas raudo. Olvidarme. Pero retumbó un lejano ruego.
—No, por favor…
Miedo y cobardía. La condena, tenerlos metidos en las tripas siempre.
¡Siempre!
Velada con uno mismo.
Después de un largo tiempo meditándolo, Ernesto Ribas Munuera se ha propuesto organizar una velada solo para él, en la cual se preparará su plato favorito. La cocina está preparada, el día anterior la estuvo limpiando a conciencia, y todos los enseres están perfectamente colocados para empezar. Saca de la nevera un pollo de granja, comprado sin empresas ni intermediarios de por medio, de aspecto jugoso y de carne tersa pero suave. Está claro que fue sacrificado en su mejor momento, razón por la que Ernesto se encargó de seleccionarlo. Lo coloca suavemente en la bandeja y empieza a sazonarlo, con suavidad, para que los aromas se impregnen en la carne.
Tras él, el horno ya lleva un buen rato precalentándose y mientras alcanza la temperatura idónea, Ernesto corta unos champiñones, patatas, y una cebolla que le dará sabor al conjunto, siempre con cuchillos diferentes, no le gusta mezclar los sabores en crudo. Mientras coloca cuidadosamente los condimentos, el retumbar de unas pisadas provenientes del piso de arriba saca a Ernesto de su estado de concentración, mira al techo con el ceño fruncido. Ernesto siempre ha pensado que esos vecinos deben ser los más ruidosos del mundo, incluso cuando no hablan, y que su único objetivo en esta vida es fastidiarle. Pero no hay tiempo para eso, el horno está llegando a la temperatura idónea, observa la bandeja con todos los ingredientes ya colocados: “¡Excelso! Es como la composición de un cuadro, todos los elementos forman una armonía perfecta” Se dice para sí mismo. Con suavidad inserta la bandeja en el horno y activa un pequeño temporizador, del cual empieza a sonar su rítmica cuenta atrás.
Mientras Ernesto está preparando la mesa, empieza a sonar el timbre, en un acto reflejo se queda inmóvil mientras sostiene un tenedor. El timbre vuelve a sonar, esta vez con más insistencia. Con tal de no ser molestado, Ernesto llega al punto de contener la respiración, mientras, de los timbrazos, pasan a golpear la puerta, como si comportarse como un bruto fuera a ser más efectivo. Ernesto oye murmullos provenientes del otro lado, “¿Sabrán que estoy dentro?” se pregunta, “Imposible”. Ernesto nunca daría parte de su agenda a sus vecinos. Poco a poco vuelve el plácido silencio, hasta que tan solo queda el tintineo constante del temporizador, relajado, puede al fin colocar el tenedor en su sitio.
Aprovechando que tiene el tiempo a favor, Ernesto se ha aseado a conciencia, afeitado y peinado su escasa cabellera. ¡Ahora sí que se siente como un señor! Al salir del baño nota que algo no va bien: “¿Y ese olor?”, husmea, ¿Es humo?, vuelva a husmear, ¡Es humo! , se sobresalta, ¡El pollo!”. Ernesto sale disparado hacia la cocina y casi tambaleándose llega y abre la el horno, el pollo se está cocinando sin incidentes. Ernesto está aliviado, se temía lo peor. Aún así ese olor es una molestia, pero Ernesto encuentra una solución, saca de un cajón unas varillas de incienso y las enciende por la casa. Cabe destacar que Ernesto no es precisamente un entusiasta de estás “modas”, ¿Pero quién creería que un regalo que en su momento él consideró inoportuno, solucionaría este pequeño inconveniente?
Tras preparar una refrescante ensalada y comprobar que aún quedan doce minutos para que la comida esté lista, Ernesto, decide celebrar su eficiencia en su butaca favorita junto una copa de vino. Al pasar cerca de la ventana oye la algarabía que llega del exterior, mira de reojo a la calle, parece ser que hay una concentración de gente, reconoce varios rostros, Ernesto suspira para sí y cierra las ventanas. Al fin puede sentarse con a su copa de vino. Deben quedar unos cinco minutos para que suene el temporizador, después de unos dos o tres comedidos sorbos empieza a sentir algo de sequedad en la garganta, una sequedad que se va convirtiendo en un picor cada vez más desagradable, que incluso le irrita los ojos. “¡Está claro, que este vino está picado”, se dice mientras se levanta enfurruñado, Ernesto ya piensa en cómo mañana el chico del súper se llevará una buena reprimenda.
Mientras se dirige a su vinoteca, Ernesto nota algo de calor. “Cada vez hace más calor, recuerdo hace años que en noviembre iba con chaqueta”, piensa para sí mismo. Aún así decide mantener las ventanas cerradas, de las que se cuela el sonido de las sirenas. Un sudoroso Ernesto selecciona un vino más adecuado, de fondo suena el timbre del temporizador. “Perfecto”, se dice a sí mismo con una mueca de satisfacción “Ya está todo listo, esta será una velada perfecta”.
Decisiones:
La mujer se encontraba frente a ella, mirándole a los ojos, las cartas encima de la mesa. No había marcha atrás. La respuesta salía entre los arcanos, sin ninguna duda. Ella sabía que el tarot nunca se equivocaba. Strega era infalible, años y años en su consulta, Strega jamás cometió un error. Por eso era su bruja de confianza, no había secretos entre ellas dos.
– Lo siento querida, las cartas no mienten. En un futuro te quedarás viuda.
Ella que tuvo un matrimonio complicado, un marido que no la respetó, que se olvidó de quien tenia a su lado, ella que tomó la gran decisión después de muchos años de marcharse, no podía aceptar esa respuesta.
– Strega años y años aguantando a los demonios, años esperando que los niños se hiciesen mayores, años y años para poder irme de casa vivir sola y rehacer mi vida y ahora que he encontrado al amor de mi vida tu me dices que me voy a quedar sola. No es justo ¡
-Querida, la vida no es justa, yo no te he dicho que sea el quien se vaya, no sabemos si hablamos de tu primer marido o del actual, las cartas no han dado esa respuesta, solo dicen que en algún momento te quedarás sola, lo siento la vida no es ni justa ni injusta, la vida simplemente es.
Volvió a su casa triste abatida. Ella era una mujer elegante, con su ropa negra, sus ojos que se clavaban cuando te miraba. La gente no entendía que detrás de esa mujer de cuerpo fuerte se encontraba un alma frágil. El día que le encontró fue una luz del destino. Se conocieron en ese bosque especial donde diferentes terapeutas les mostraban donde llevar su vida. Chamanes, brujos, strega, terapeutas del reiki. Todos los asistentes pasaban por todos los terapeutas, todos recibían una sesión individual. Después se organizaban unos bailes grupales, unas actividades conjuntas para fusionar el grupo. Ella vio como ese ho0mbre de aspecto desaliñado, cabellos blancos se el acerco, le preguntó por las terapias, por su vida, por sus inquietudes. El hombre empezó a preguntarle, ella se intereso por el ingeniero divorciado. Empezaron a hablar quedaron para otro día, para otro día y pasaron los momentos que debían pasar para que aquellos que se conocieron en el bosque se convirtieran en pareja. No merecía que la vida le diese la espalda otra vez ¡
-Hola cariño, como fue con strega. Seguro que te ha dado muy buenas noticias, siempre que sales de su consulta sales con otra cara, te pasa algo cariño, te veo diferente.
– Nada, cosas mias, mañana tengo que cerrar el balance de contabilidad de la empresa y estaba pensado en ello. Si Robert, Strega fue brillante como siempre, me dijo lo que necesitaba escuchar, ya sabes que Strega nunca se equivoca.
– Quizás un día debería ir yo cariño, a ver cómo ve mi futuro.
– No Robert, con que vaya uno de los dos es suficiente, deja que tu querida Josephine vaya en nombre de los dos.
Aquella noche Josephine no pudo dormir, empezó a dar vueltas sobre la cama, no podía ni tan siquiera cerrar los ojos, solo teniua una esperanza, que la respuesta de Strega se refiriese a su exmarido. Quizás el tabaco, el alcohol que le separaron de ella, los separarían para siempre definitivamente. No podía ser el amor de su vida, debía ser su ex, así que a dormir. Ella no le deseaba el mal a nadie, pero si debía irse alguien de este mundo no podía ser Robert. Robert le salvó cuando se estaba ahogando.
Después de esa noche los años empezaron a caer, las hojas de otoño caían. Su exmarido estaba con otra. Al parecer hizo unos cambios en su vida, quizás fue el infarto que lo asustó y le recordó que era mortal como los demás. Sabia a través de sus antiguas compañeras de vecindario que el hombre se cuidaba. Quizás el estar con una mujer más joven hizo que el volviese a ser el que ella conoció, no aquel con el que ella vivió.
Se sentía en una paradoja, por un lado, se alegraba de la mejora de su ex, pero por el otro lado pensaba, si la mejora de salud significa que Robert me dejará. Una enfermedad repentina, un infarto, un accidente, como seria ese abandono. Quizás un día llamaría la Policía para comunicarle la triste noticia.
Su vida se estaba deshaciendo por el miedo a quedarse sola, pero ella sabía que Strega nunca se equivocaba. Pasaron los años y ella se fue rompiendo por dentro, mientras su ex estaba cada vez mejor ella ya no sabía que hacer, así que había que actuar, la situación requería una decisión.
En el Tíbet, en el país del Dalai Lama los bebes son tratados de una manera especial, se les mete en el rio con una ropita atados a una madera, solo los más fuertes sobreviven. Aquellos bebes que no sobreviven iran al cielo, van al cielo porque no están preparados para vivir la vida adulta que les espera en el Tibet, por eso el agua decide su destino. Robert debía seguir el mismo camino, ella no podía vivir sabiendo que en algún momento su marido se iría sin avisar, que no compartirían la vejez juntos, por eso Robert debía marcharse feliz y no en medio de un accidente o de un infarto.
Le acercó esa infusión especial. Ella lo había preparado con todo su cariño. Cuando Robert tomase esas hierbas se dormiría para siempre y ella lo abracaria, lo tendría en la cama junto a ella.
Robert se tomó las plantas, ella decidió irse a ver a su amiga.
Mientras Robert se dormía ella fue a visitar a Strega.
-Hola Strega, sabes que nunca te equivocas, mientras tu yo hablamos Robert ha entrado en un sueño del que ya no despertará. Tu nunca te equivocas.
– Ya sabes que no, Strega nunca se equivoca.
Paso el tiempo. Josephine conoció a otros hombres, se enamoró de ellos, sufrió el miedo de que la dejasen sola, pero les protegió, les preparó su “infusión especial” . La policía sospechaba de ella, al final las investigaciones siguieron su curso y le llevaron a juicio.
Cuando el juez le pregunto algo que declarar, ella lo miró fijamente a los ojos y le dijo:
Strega nunca se equivoca.
Match equivocado
No calla ni un momento esta puta desgraciada y aún vamos por el primer plato. No entiendo que pueda comer, hablar y respirar al mismo tiempo ¿Respira por las orejas tal vez?, debe ser un engendro de la ciencia. ¿No se da cuenta que me importa una mierda que le pasó a su tía con el erizo?
—Yo soy más de montaña, a mi la playa es que no…
Seguro que se habrá tomado algo, va demasiado acelerada. Es una pena porque está muy buena, esa camiseta le hace un escote que me cuesta no mirar. Debió ser por eso que le di al like porque ahora no caigo. Si me dice de ir a su casa echamos uno rapidito, pero luego la bloqueo. Ahora debería estar escribiendo el relato del sábado, ni idea que hacer. El temita se las trae, un muerto que no se entera que está muerto, sin explicar que está muerto pero hay que acabar con un muerto. Clarísimo, que cabrones. Si la mato ya serviría y el sábado la llevo en trocitos.
—¿Cómo? Ah…Si … hem…yo trabajo en el sector químico.
Joder, ¿se habrá dado cuenta que estaba en babia? No deja de preguntar. Y ahora seguro me explicará qué hace ella. No lo dudaba, un trabajo apasionante, el trabajo de su vida. Pues mira, responsable de investigación. No está mal, debe ganar una pasta, a lo mejor me invita a cenar y todo.
—Creo que he visto productos de este laboratorio en alguna farmacia. ¿Puede ser?
Mierda, la que he liado, ahora la tía no callará hablando de su trabajo. A ver si el camarero me ve la cara de pena y nos trae los segundos rapidito. Ah, mira, no es la responsable de investigación, la tía se hunde en su propia mierda ella solita hablando tanto.
—¿Te ocupas entonces de preparar las mezclas?
Que cabrón que soy, la tía pobre que quería marcarse un punto y es la laborante. Debería haberle dicho ¿para que me dices que eres la responsable del laboratorio? Es un puto coñazo la gente que se las quiere dar de grandes trabajos y luego es un currelas como todos.
—Ya. En todas las empresas hay gente así.
Si no conozco a Joan ni a Susana no hace falta que me explique las rencillas de esos dos, que parece que trabaja en un parvulario en lugar de un laboratorio. Mira que bien, el segundo plato.
—¿Tu también quieres probar el mío?
Mi plato tiene mejor pinta que tu triste trocito de pescado, si ya se veía que era el peor plato de la carta idiota. Es que creo que le había dado like a la otra, la tía de la foto de la camisa de flores. Me cago en la puta, ahora lo entiendo. Pero es que las dos deben ser muy parecidas. Después tendré que revisar lo que le he puesto a la otra.
—No. Yo soy más casero, de pasar el fin de semana sin salir de casa.
La cabrona todo el rato siguiéndome la corriente. Ahora me dice que es de las de sofá y mantita cuando antes me decía que no paraba nunca en casa. A ver si no podré sacármela de encima, de esas que se te cuelgan como lapas y no hay manera de desengancharlas. Bueeeno, al menos ya hemos acabado el segundo, buena chica, comiendo rapidito, tus papas te han enseñado muy bien.
—Yo no soy mucho de postre. Ya no me cabe nada.
¿Cómo le digo que no me interesa el reuma de su padre ni la vesícula de su madre? ¿Qué será la vesícula? Mira que majo el camarero que rápido con la cuenta, le dejaré un par de euros de propina.
—Buena idea. Yo también voy al baño que tengo una media horita hasta casa.
Que bien, un poco de silencio, tendría que haber venido al baño antes y sentir la paz. ¿Qué pasa? No me lo puedo creer, sigo oyéndola incluso aquí. ¿Es que no va a callar ni cuando mea?
—Un desastre Clara … si, un tío aburrido … con unos silencios que hacían daño… todo el rato tenía que sacar temas de conversación… haciéndole preguntas todo el rato … y el tío respondiendo con monosílabos… ni arreglado ha venido… un polo con el cuello arrugado … viejo tirando a feo… si, ese que te enseñé… No. Ni loca. No lo vuelvo a contactar ni borracha… lo bloqueo ahora mismo. Para mi es hombre muerto.
LA ISLA. Parte 2.
El cuaderno con los reflejos de las olas en la cubierta encontró su sitio sobre el escritorio colocado bajo el hueco de la ventana que daba a la playa. No había cristales que parasen la brisa enviada desde los vastos territorios del mar escondidos detrás de la muralla de la bruma que cubría la línea de los arrecifes a lo largo de toda la costa. Cada día, obediente, ella se sentaba detrás del escritorio, abría el cuaderno, cogía el boli —el regalo de la bienvenida de parte del “pirata”— y… durante horas miraba fijamente a las hojas blancas, su mente en igual estado virgen. Y luego, incapaz de soportar más los susurros de la culpa —si el cuaderno era la clave de su “por qué”, de lo que se suponía que tenía que encontrar aquí en La Isla, tenía que escribir algo, ¿no?— salía del bungalow, un refugio frágil de caña y paja sin puertas y ventanas, dejando a la brisa jugar con las hojas vacías.
Daba paseos largos por la playa, sus pies sumiéndose en la arena. Las tinieblas le lamían los tobillos, guiándola a lo largo de las líneas dibujadas por las olas, mientras ella trataba de descifrar el código Morse de los latidos de su corazón. El corazón que intentaba comunicarle algo cada vez que ella miraba al mar. Una llamada. En un lenguaje que ella no era capaz de entender.
Por las noches, bajo el hipnosis del “shhh… sssshhhhh…” de la marea, el sueño le arrastraba a los lugares depredadores que parecían querer tragarla entera, atrapar en las dulces redes de los engaños y promesas ambiguas y no dejarla salir nunca más. Veía las luces de La Ciudad —o eso pensaba— las manchas borrosas, los colorines en el caos organizado, el orden oculto detrás de las prisas. Y luego el espacio se ensanchaba, las manchas se transformaban en los destellos en el agua, las formas oblicuas nadando entre todos los tonos de azul y turquesa. Y ojos. Los penetrantes ojos oscuros que le miraban desde las profundidades del mar, observándola, estudiándola, como si estuvieran evaluando si ella era digna de algo: algo valioso escondido más allá de la línea invisible donde el turquesa se convertía en el negro.
El “pirata” al principio la acogió bajo su tutela, apareciendo cada día, introduciéndola en el círculo de los “elegidos”. Ella se dejaba llevar. No es que tenía muchas otras cosas que hacer, aparte de los paseos entre las tinieblas y las horas del tormento de las hojas blancas, los intentos fallidos de descifrar las invocaciones de su corazón. Pero la peña de los veteranos de La Isla no provocaba en ella demasiado confianza tampoco. Si ellos mismos decían que la llamada de La Isla era para que cada uno descubriera aquí su esencia, y cuando esto ocurría, La Isla lo liberaba, para que podría finalmente cumplir su misión allí, en el mundo grande de La Ciudad, ¿qué hacían aquí entonces estos “aceptados”? ¿Por qué seguían en La Isla?
El “pirata” tampoco luchó mucho por el interés perdido: había muchas otras presas que podrían apreciar mejor el amparo de alguien que sabía tantas cosas sobre las corrientes secretas de su nuevo habitat.
“Los otros”, por otro lado, sí llamaban su atención. Plagaban la playa, juntándose en grupitos, algunos en solitario, construyendo todo tipo de embarcaciones para zarpar lejos de la costa que, aparentemente, les parecía tediosa. Tal vez, esto era su llamada.
El problema eran los arrecifes. En los días buenos, cuando la bruma se aclaraba suficiente, se podía ver cómo las olas bailaban la coreografía feroz alrededor de los escollos escondidos entre el agua. Los arrecifes se consideraban innavegables. Y sin embargo cada día botes, veleros y balsas tocaban el agua para prender el curso hacia la línea impenetrable y desaparecer en la neblina. Luego las olas arrojaban a la orilla los trozos rotos de madera y tela. A veces, los supervivientes nadaban hasta la playa, para contar las historias sobre la ira implacable del mar. Nunca ningún cuerpo muerto ha aparecido sobre la arena.
Él estaba tallando su bote no muy lejos de su cabaña. Estaba solo, nunca se juntaba con los otros para compartir las leyendas y suposiciones sobre los mejores trucos de cómo traspasar el arrecife. La primera vez cuando ella se acercó y le preguntó si necesitaba ayuda, la miró de arriba abajo, y sin pronunciar ni una palabra le pasó una lija. Durante días, mientras el pequeño velero —un canoe con un triángulo de vela sobre un mástil— cobraba forma bajo sus manos, permanecían en silencio. Cuando la embarcación ya estaba lista, él pasó varios días en la playa, mirando atentamente al mar, al muro de la bruma como la meta que esperaba a ser conquistada. Cuando finalmente decidió que estaba contento con el viento, metió el barco en el agua y le echó una mirada con un solo “¿Vienes?”.
Ella no tenía ni idea por qué se metió en el espacio estrecho del bote que estaba temblando con cada movimiento del agua, la víctima indefensa del juego de las olas. Lo único que sabía que aquel mensaje en el código Morse que resonaba en su pecho la empujaba insistentemente hacia la línea donde las olas se rompían contra la muerte. Mar adentro.
Y cuando su pequeño barquito, la cuna de la esperanza ciega y de la fe en el camino elegido, se rompió contra las rocas, y su cuerpo fue arrastrado por la vorágine del agua desquiciada, la furia temeraria del poder descontrolado del mar, sintió miedo sí, y su pecho lo consumía el fuego de la sofocación, el agua en lugar del aire en sus pulmones, pero… También sintió como su cuerpo se disipó en la infinidad de las partículas líquidas, se hizo tan grande, tan amplia y interminable como el mar mismo. Lo recordó todo. Su vida en La Ciudad, un suceso de los días parecidos uno al otro, llenos de la añoranza por algo inexistente. Y luego las luces de La Ciudad se transformaron en los destellos dentro del agua, los bancos de peces como el ejercito en la defensa de su reino. Ella era el mar.
Y los ojos. Aquellos ojos oscuros, la mirada penetrante, las fosas marinas de las profundidades del océano. Las reminiscencias de muchas peleas y disputas, del enfrentamiento antiguo desde los tiempos originarios: eran demasiado iguales para compartir las mismas aguas. Él también era el mar.
Y finalmente sí se sintió en casa, ahora de verdad, cuando escuchó, no en sus oídos, ya no tenía un cuerpo, no como lo entendían los humanos, sino en todo su ser:
“Bienvenida de vuelta, La Hija del Mar. ¿Has disfrutado de tus vocaciones?”.
San Martín
Afila el cuchillo con cariño. Con atención exquisita al detalle. Lo coge con la misma delicadeza que se usa para envolver a un bebé recién nacido. Está tan afilado que puede cortar la realidad sin ningún esfuerzo. No está aquí por su profesión. Si supieran cómo es su trabajo se darían cuenta de que es todo lo contrario. Un proceso industrial, impersonal. Una cadena de montaje. Las víctimas entran por un pasillo y son eliminadas de una manera eficiente y profesional. Indolora también, afirman los que saben. A él le da lo mismo. Es un engranaje más de la maquinaria. No hay arte, ni siquiera artesanía. La cantidad destruye la calidad. Los grandes números disuelven el azucarillo de la muerte. No es terrible, no es hermosa.
No le molesta, aquí, en este precioso momento, hacer lo mismo que hace todos los días. Este cuchillo lo utilizó su padre, y también su abuelo. El mango se ajusta como si fuera una extensión de su mano. Tiene un equilibrio casi perfecto. Conoce bien su oficio. El tajo siempre es rápido y certero. La sangre caerá en una palangana de plástico, porque nada se desperdicia. Todo es una fiesta cuyo inicio se pierde en la noche de los tiempos, cuando los seres humanos dejaron de ser animalitos asustados y se lanzaron a la conquista de la tierra guiados por la mano de Dios. Una voz les susurró en la oscuridad de las cuevas y les enseñó el poder auténtico. Sus cuerpos se estremecieron y sus ojos brillaron.
Lo sujeta con firmeza, el pulgar en el filo, y espera. La víctima viene tranquila. Conoce su cara y su olor. La lleva alimentando años. Tienen un vínculo especial. Miro la escena con ternura. Le habla en susurros y mira directamente a sus ojos. Hay respeto e incluso amor. Sus manos acarician su cuerpo para darle confianza. Apenas emite un gruñido suave. Los gritos, insoportables, aterradores, vendrán después. Cuando se restablezca el orden divino y el hombre obedezca el mandato ancestral.
Hace frío, y su aliento levanta nubes en el aire. Meto las manos en los bolsillos y pateo el suelo para entrar en calor. Todo va a cámara lenta. Me ruge la tripa, el hambre de nuestros antepasados chillando a través de las épocas. Anticipamos el olor. Solo él está tranquilo, ajeno a la temperatura, al hambre, a los fantasmas congelados, a la lluvia que golpea las ventanas, centrado en la mirada de la víctima, en sujetar bien el cuchillo, en respirar lentamente.
No hay un altar refulgente de oro, ni pirámides que apuntan a los cielos, ni grandes columnas de roca. Una mesa de plástico donde encontrará el último descanso, un suelo lleno de paja y la palangana. Un último beso detrás de las orejas. Un brazo levantado con cuidado. Un aliento contenido entre todos los asistentes. Y después sí. Un chillido interminable.