Laboratorio 9 de marzo: Jugar con el tiempo.

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato en el que haya desplazamientos en el tiempo, que se intercambien diferentes momentos temporales de la narración, tanto adelante como hacia atrás. También pedimos que no haya giro final.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 8 de marzo a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

7 comentarios

  1. Estefanía Ortega García

    Buenas tardes. Soy Estefanía y soy nueva por aquí.

    No sigo la consigna , pero les paso uno de mis textos para el encuentro del sábado.

    El jardinero y las rosas del Edén.
    (En el jardín de una finca en la Provenza)

    I

    No le importaba pecar de cursi y romántico. La primavera siempre alteraba sus sentidos y lo invitaba a escribir nuevos relatos. Era un escritor romántico y solitario que vivía con la única compañía de sus flores. Su jardín era su alma. La Provenza impregnaba cada frase de sus novelas, destilaba el aroma de una tierra que emanaba flores por cualquier rincón que pudiera ser fotografiado. Su jardín era su refugio. Allí crecían las violetas, la lavanda, el jazmín, los nardos y sobre todo, los rosales. Aquellas rosas puras, escarchadas en rocío, pintaban aquel paisaje impresionista de rojo , blancos y amarillos. Estaba convencido de que aquellas rosas no podían ser terrenales. Tal era su perfección y belleza que sólo el mismísimo Dios pudo arrancarlas del Edén y plantarlas en su jardín. Cuando no escribía, cuidaba de aquel jardín como si de su amante se tratara. La finca de Adrien Ferrec era la más admirada de los alrededores. El pueblo más cercano, Sault, estaba a cinco minutos en coche, y la finca vecina a dos minutos andando. Pero todos conocían al famoso escritor francés de novelas románticas que vivía en su finca de la Provenza y, cada cierto tiempo, salía de su escondite para presentar su última novela. Era un escritor que fascinaba a las mujeres por la pasión desgranada en las tramas de sus libros, que hacían las delicias de las amas de casa parisinas. Aquel escritor que encendía las chispas de emoción en sus lectoras vivía completamente sólo en un lugar apartado de la Provenza. Hacía cinco años que había enviudado de Solange, su esposa, y no le quedaba más familia que sus flores. No habían tenido hijos y además era hijo único. Al morir Solange, la familia de ésta no había mostrado el menor interés por mantener contacto con aquel escritor algo excéntrico y huraño. Como envejecía a marchas forzadas y cada vez le costaba más ocuparse de todo el trabajo que conllevaban aquellos terrenos, Ferrec decidió contratar a una joven fuerte y sana que lo ayudara en las tareas domésticas. Dejó un anuncio en el tablón de anuncios de la biblioteca del pueblo más cercano y dejó su número de teléfono. Se pasó casi un mes haciendo entrevistas a candidatas que ponderaban sus cualidades. No le gustó ninguna. Todas eran demasiado vulgares, anodinas y previsibles. Necesitaba a una joven que fuera bella y bastante ingenua, que supiera conversar con las flores y fuera lo suficientemente sensible para contagiar a las rosas del jardín de vitalidad y entusiasmo. Ya se había resignado a aceptar que continuaría realizando sólo las tareas del hogar cuando recibió la carta de una lectora que admiraba sus novelas. Eran tanta la correspondencia que recibía debido a su popularidad, que la editorial se encargaba de gestionarla y responder a los lectores. Nadie sabía la dirección concreta del escritor.

    Le extrañó recibir aquella misiva. El remitente era una joven que se hacía llamar Candice Deschamp y vivía en Sault.Había leído gran parte de sus novelas y se mostraba ansiosa por conocerle. Le encantaría poder trabajar para él. En sus tiempos libres decía escribir cuentos y relatos que jamás se había atrevido a mandar porque no los veía suficientemente buenos. A Adrien le sorprendió gratamente el tono de la carta y decidió ofrecerle la oportunidad de una entrevista. La joven había dejado un número de teléfono móvil. Marcó el número y habló unos minutos con la voz de aquella admiradora. Propusieron verse en la misma finca del escritor a la mañana siguiente. La voz por teléfono de aquella muchacha le pareció aterciopelada y dulce como el algodón de azúcar. Tenía buenas vibraciones con aquella muchacha que aún no conocía. Quizás, después de todo, no tendría que seguir haciendo los trabajos domésticos en solitario y podría contar con buena compañía.

    II

    Candice hablaba con las flores. Conocía sus secretos. Sabía qué significado aportaba cada una de las flores de aquel jardín. Llevaba tres meses trabajando en la finca del escritor y se había convertido en su mano derecha. Ocupaba una habitación de la segunda planta y un pequeño cuarto que Adrien le había cedido para que pudiera hacer sus ungüentos, pomadas y remedios naturales. Además de conocer el lenguaje de las flores, la muchacha entendía de hierbas y sabía calmar sus dolores musculares y migrañas. Elaboraba empastes y pastas medicinales a partir de las hierbas y raíces que escogía en el campo provenzal. Gracias a la ayuda doméstica que le brindaba y a la admiración que sentía por el escritor, Adrien pudo descansar de las tareas del hogar y dedicar más tiempo a la escritura. La rutina de la muchacha era siempre la misma: Por las mañanas cuidaba de la casa y del jardín y por las tardes se encerraba en su cuarto para mezclar las hierbas y lograr sus remedios. Se veían a la hora de la comida, de la merienda y la cena, tiempo que aprovechaban, escritor y ayudante, para comentar los sucesos del día y contar alguna anécdota que les hubiera acontecido. Un sábado al mes acudían al centro comercial más cercano para hacer la compra. A Adrien le encantaba hablar y conversar con aquella muchacha y le fascinaba el modo en que llenaba de flores el interior de la casa. Candice conocía qué escondía cada flor detrás de cada pétalo, de cada brote, detrás de cada hoja y espina. Los jarrones del comedor solían estar ocupados por bellos girasoles, pues su color amarillo y su vitalidad representaban el sol, la fuerza y la vida. En la cocina los tulipanes y las rosas impregnaban de amor y dulzura la estancia. En el dormitorio de Ferrec, Candice recogía margaritas del campo, pues la sencillez de esa flor le hacía recordar al escritor que nunca debía perder la humildad. En su dormitorio, sólo dispuso una variedad de orquídea exótica con forma de araña y colores oscuros que había comprado a un criador de estas flores en una muestra itinerante de floricultores de la Provenza que habían pasado por Sault para mostrar a los jardineros y al público en general sus variedades de orquídeas. Candice sentía una fascinación inquietante por estas flores, a quienes les atribuía poderes mágicos y la capacidad de crear belleza a quien se dedicara al arte.

    Una mañana, mientras el escritor escribía en su cuarto de trabajo, Candice decidió enseñarle sus cuentos. No les había prestado mucha atención ni se había atrevido a contar con la opinión de otra persona que se dedicara a escribir. Había entablado mayor confianza con Ferrec a medida que pasaron los meses y pensó que la mejor manera de saber si sus relatos contaban con cierta calidad era ofreciéndoselos para una lectura detenida. Ferrec era un escritor con una reputación en el mundo editorial. Sus novelas se inscribían en el género romántico y folletinesco y contaba con una buena legión de seguidoras. Como escritor de este tipo de novelas también debía soportar las críticas detractoras de muchos especialistas y escritores de novela seria que calificaban sus obras de “baja y mediocre literatura”, falta de interés por el canon y una pésima y repetitiva trama. A pesar de las críticas que lo denigraban como escritor, Ferrec tenía la fórmula del éxito y conquistaba a las mujeres francesas como ningún otro. Sus novelas se vendían a cientos de miles de ejemplares y también era conocido en otros países de Europa. No era el escritor de los especialistas, era el escritor de las amas de casa de baja instrucción que necesitaban sus novelas para vivir historias de amor auténticas y apasionadas que las ayudaban a sobrellevar la triste realidad de sus vidas diarias.Candice le entregó varios manuscritos con una treintena de relatos y novelas cortas y le pidió que los leyera. Por deferencia a su empleada doméstica, Ferrec prometió leerlos detenidamente. No creía que pudieran pasar de ser relatos de escritora principiante que sueña con ser algún día novelista de éxito. Se puso a escribir su novela y dejó arrinconados los manuscritos para un hueco. A media mañana se tomó una taza de té y empezó su lectura. A medida que leía pasaba las páginas de aquel pliego de manuscritos que Candice le había entregado, sentía que no podía parar de leer. Aquellos relatos de ciencia ficción, amor y aventuras le resultaron apasionantes. De una imaginación inusitada, Ferrec reconoció a una autora de talento que sólo necesitaba un empuje. En sus casi treinta años profesionales como escritor, jamás había escrito unos relatos con tanta fuerza. Ferrec sintió admiración por aquella muchacha, pero, al mismo tiempo, surgió en él una punzada de envidia y recelo. Cuando se reunieron para comer, Candice le preguntó si había tenido la oportunidad de empezar a leerlos.

    – Lo siento, Candice, pero aún no he tenido tiempo de empezar con lo tuyo. No te preocupes, les echaré un vistazo en cuanto pueda.

    Notó la decepción en el rostro de la muchacha, un leve gesto que se disipó de inmediato. Ferrec vio crecer la autoestima y el orgullo masculino en su interior. Cuando la joven se marchó a proseguir sus tareas, se encerró en su habitación y continuó leyendo los relatos.Los devoraba con fruición y entusiasmado por la originalidad de las historias que leía. La mejor literatura estaba concentrada en aquellos cuentos y pequeñas novelas. Muchos bebían de la mejor narrativa clásica y de los grandes autores contemporáneos como Joyce , Kafka, Camus o Virginia Woolf. Tardó dos horas más en acabarlos,y,una vez finalizada su lectura, volvió a releer aquellos que más le habían fascinado. Tardó una semana en dignarse a comentarlos con Candice.
    – He terminado de leer tus historias, querida.

    – ¿Y bien? Espero que le hayan gustado. Ya sabe lo mucho que tengo en cuenta su opinión, señor Ferrec.

    Quiso decirle la verdad; que eran pequeñas obras maestras literarias; que su talento era inconmensurable; que tenía ante sí al escritor que le hubiera gustado ser; que sus novelas cursis y románticas resultaban trabajo de aprendiz comparado con lo que ella había escrito. No pudo. Reconocer la gran valía de Candice era reconocer su propia mediocridad. Jamás lo admitiría. Se limitó a contestar una breve frase de cortesía.

    – Hay cierta calidad en tus escritos, muchacha, pero debes todavía perfeccionarlo y aprender de los clásicos. Sigue intentándolo. El camino de un buen escritor es largo y tortuoso. Pero tu intención es buena.

    Candice se desinfló como una pelota. Algo en su interior le decía que sus relatos no eran malos del todo y que quizás sólo faltaba pulirlos un poco. Eran historias complicadas y extrañas que combinaban varios géneros. Sabía que, como escritora, aún le quedaba mucho camino por recorrer, pero no esperaba las palabras vacías, huecas de Ferrec. Esas fórmulas de cortesía que evitaban admitir la falta de talento la hundieron. Le agradeció su ayuda y consejos antes de salir a recoger algunas raíces muertas y flores caídas del jardín. Aquella noche, el escritor no pudo dormir.Sentía remordimientos y un profundo sentimiento de culpa al no alentar más a su joven ayudante. Llevaba tantos años escribiendo… Y en todo aquel tiempo no había sido capaz de generar una escritura de calidad. Un solo cuento de aquella principiante lo dejaba en evidencia. Era un mediocre, un patán y un envidioso. Aquellos pensamientos se repetían una y otra vez en su cabeza,y, desde aquella noche, se agolparon en su mente ideas fijas y obsesivas que lo atormentaban. Con el paso de los meses, la relación de amistad y confianza se deterioró. Candice no entendía el cambio de actitud del escritor y su repentina falta de empatía y cordialidad. Ferrec acortaba sus conversaciones cuando estaban juntos y apenas salía de su despacho. Se dijo que quizás estaba enfrascado en su última novela y necesitaba estar completamente concentrado en su trabajo. Decidió concentrarse en sus flores, en seguir destilando el aroma de la lavanda de aquella tierra en pequeños frascos que luego mezclaba con aceites creando ungüentos para los dolores musculares, la falta de sueño o el dolor de espalda. Pasaron los días, y la rutina y el silencio se ciñeron sobre el tiempo.

    III

    Una mañana golpearon con los nudillos la puerta de su despacho. Era Candice. Necesitaba hablar con él sobre un asunto. Ferrec lo dejó todo para escucharla. La joven le comunicó que había recibido una oportunidad de empleo como correctora en una editorial de París y, después de sopesar los pros y los contras, había decidido aceptar la propuesta. Necesitaba cambiar de aires y buscar un camino en el mundo que realmente le apasionaba, el de los libros. Aunque como escritora quizás no lograra jamás triunfar, se sentiría realizada si podía corregir y perfeccionar los escritos de los demás. No esperaba aquella renuncia. Con el paso de los días, se había hecho a la presencia de aquella joven y dependía completamente de ella para muchas de las tareas. Desde que estaba allí, sus escritos habían mejorado considerablemente. Ferrec había comenzado a abandonar el estilo ramplón e insulso de sus novelas románticas y se había aventurado en la escritura de una novela mucho más profunda. La lectura de los relatos de Candice le había inspirado nuevos temas y argumentos. Sin atreverse a copiar por completo las tramas desgranadas en los cuentos de su empleada, Ferrec se convirtió en un ladrón de ideas. Escogía las que le resultaban más atractivas y las adaptaba a su propio estilo. Con las ideas de Candice y su experiencia en la escritura de relatos, se convertiría en el escritor perfecto. Lo que nunca había previsto era la renuncia de la joven a continuar trabajando en la casa como ayudante personal. La noticia le sentó como un jarro de agua fría. No podía dejar que se marchara. La simple idea de que no estuviera allí le aterraba. El miedo a perderla era una sensación tan horrible que, el sólo hecho de evocar ese pensamiento a su mente, le quitaba las pocas energías y ganas de vivir que le restaban. Sin embargo, su respuesta fue pragmática y escueta:
    – Te agradecería que, al menos, permanecieras un tiempo hasta que encuentre una sustituta.

    Candice le ofreció quedarse hasta final de mes. No podía retrasar mucho su incorporación a la editorial porque se arriesgaba a que dejaran de contar con ella y buscaran a otra persona. Acordaron que Candice trabajaría menos horas y lo ayudaría a encontrar a otra persona que pudiera hacer sus mismas funciones. También se comprometió a enseñar a la nueva persona que Ferrec contratara. Intentaba disimular su desconcierto, pero Ferrec sentía pavor ante la idea de que Candice marchara. ¿Acaso estaba enamorado de aquella joven? Después de analizar en el espacio de unas horas el cúmulo de energía que había provocado aquella noticia, llegó a la conclusión que estaba enamorado, pero también obsesionado. La presencia de Candice en su vida era como el aroma de una flor que emponzoñaba el aire que respiraba. Era un amor malsano, teñido de envidia y rabia por la belleza, la juventud y el talento virgen de la muchacha en las artes literarias. Candice era una diosa etérea que había aparecido en el último tramo de su vida para recordarle lo infeliz que era. Pensó en mil y una alternativas para lograr que se quedara junto a él. Podría proponerle un aumento de sueldo, o fingir que estaba gravemente enfermo y que necesitaba sus cuidados o moriría. Pensó en ayudarla a financiar sus proyectos literarios y hacerla creer que, junto a él, podría triunfar como escritora. Todas las ideas le parecieron estúpidas e infantiles. Por una vez en la vida reconoció en la sinceridad a su única aliada. Sólo si era sincero con sus sentimientos y los compartía con Candice podría ganar la partida.Estaba dispuesto a confesarle su amor. Escogió las flores para comunicarle lo mucho que la admiraba. Cortó algunas de las rosas más bellas de su jardín y las dispuso en un jarrón que colocó en su cuarto de trabajo junto a una pequeña nota. Cuando Candice llegó aquella mañana de dar un paseo por las inmediaciones y recoger unas cuantas raíces, se encontró ante un obsequio inesperado. En aquella breve nota se podía leer un escueto “Te amo”. Aquella declaración de amor la desconcertó. Candice sentía un cariño paternal y una admiración sincera hacia Ferrec, pero no podía asegurar que estuviera enamorada de él.Necesitaba hablar con él de inmediato. En una breve charla, haciendo gala del mayor tacto y sensibilidad que pudo mostrar, le agradeció el ramo de rosas y le confesó que sentía un enorme aprecio por él como artista y persona, pero necesitaba salir de aquella casa y probar nuevos retos. Todavía no tenía definido su camino y era momento de continuar experimentando con nuevos desafíos. Ferrec entendió su negativa y la abrazó con fuerza. Había gastado el único cartucho que le quedaba para retenerla a su lado y no había tenido éxito.Los días se sucedieron y Candice le presentaba a personas de confianza, amigas de la infancia que se encontraban sin empleo, posibles candidatas que ocuparan su puesto. Ferrec las entrevistaba y se comprometía a llamarlas pero se limitaba a apuntar el número de teléfono y prometerles una llamada que nunca llegaba. Durante el día intentaba escribir cuatro páginas de su novela, pero su mente estaba completamente bloqueada. Por las noches el insomnio no le permitía dormir elucubrando alternativas a la negativa de Candice de quedarse en la casa. Le había abierto su corazón para que leyera entre líneas y la herida que había provocado el rechazo corría el peligro de volverse crónica, pudrirse y tornarse dañina.

    Y después de meditar, pasar noches enteras en vela y ser incapaz de escribir tres líneas seguidas de calidad, dio con la única solución a sus desvelos. Aunque era la más drástica, trágica y poco convencional, estaba seguro que el final de aquella historia sería la más laureada por el círculo de la crítica y sus incondicionales lectores.

    IV

    Aquellas rosas de pétalos teñidos de un rojo brillante permanecían inertes, en una belleza de diosas etéreas que el tiempo y el infierno no pueden marchitar. Siempre rojas, vivas y bellas. Pasaban las estaciones y no perdían sus hojas. Como tocadas por un impenetrable secreto, todo envejecía: Ferrec, la casa, el resto de jardín, el porche y sus muebles. La suciedad y el abandono se apoderaron de aquel lugar. Los libros de la biblioteca, cubiertos de telarañas. Las estancias llenas de mugre y un polvo denso. Ferrec no hacía completamente nada y tampoco quiso contratar a nadie.Se encerraba en su despacho y escribía de una manera voraz la que sería su obra maestra y la última de sus novelas. Apenas comía y se duchaba poco. Tardó seis meses en finalizarla y enviarla a su editor. Cuando terminó, sintió un enorme sopor, un sueño violento e intempestivo. Durmió durante tres días de forma continuada y fue despertado por la llamada de teléfono de su editor. Ferrec se despertó alarmado, sin saber dónde estaba y completamente aturdido. Era mediodía y el teléfono sonaba violentamente sin parar. Miró su reloj de pulsera, fue a la cocina y se tomó la última copa de whisky de una botella de cristal medio vacía antes de coger el aparato, que se encontraba en el salón de la casa. Le llegó la voz crispada e inquieta de Pierre, su agente literario.

    – ¿ Dónde demonios has estado? Te he estado llamando y no cogías el teléfono. Estaba a punto de coger el coche y largarme de París con coche hasta La Provenza.

    Adrien quería explicarle que estaba agotado, que había querido llamarlo pero el sueño se apoderó de él al finalizar la novela y enviársela por mail con copia a su editor y a su corrector habitual.Quería decirle que había dormido un sinfín de horas para olvidar su vida anterior, su identidad, el espacio en el que se encontraba. Quería contarle tantas cosas… Pierre se le adelantó
    – He leído el manuscrito que me enviaste. ¿Cómo se te ha ocurrido cambiar de registro? Eres un escritor de novelas románticas.Tus finales son edulcorados. Final feliz. Es lo que esperan tus lectoras de ti. Y ahora me envías esto.

    – Estaba harto de escribir siempre lo mismo. Necesitaba innovar. No me dirás que la historia es mala, Pierre. Eres uno de los mejores agentes de París y has leído buena literatura. Sabes que lo que te he enviado vale la pena.

    – El tema no es si vale la pena o no, Adrien. El tema es que no encaja con lo que la editorial busca en ti. Eres su escritor de novela romántica. Tus lectoras buscan lo mismo de siempre. No van a querer arriesgar y apostar por una novela que empieza siendo una de tus cursiladas y termina convirtiéndose en una trepidante historia criminal y de misterio.

    – Es la mejor novela que he escrito. De hecho, es la única novela que he escrito que merece la pena. Y tú lo sabes. No pienso renunciar a ella.

    – Tu nuevo libro es sensacional. Pero no parece escrito por ti. Es irónico, mordaz, de una imaginación brutal. Su final es sorprendente. Reconozco que me ha asombrado, amigo. No creí que fueras capaz de escribir algo así. Pero sabes que tu editor…

    – No me importa lo que piense el editor, Pierre. Si tiene algún problema una vez lo haya leído ya iré yo en persona a su despacho en París para convencerlo de que es publicable. Cálmate, amigo. Y ahora déjame que cuide de las rosas de mi jardín. Desde que empecé a escribir esta maldita novela no he hecho absolutamente nada.

    En aquel jardín que languidecía inexorablemente sólo las rosas conservaban su juventud y vitalidad. El olor a muerte y podredumbre había aniquilado cualquier atisbo de vida en lo que apenas hacía unos meses era alegría y aire primaveral. Como si aquel aire mezquino y pestilente resultara beneficioso para aquellas rosas rojas, tan enigmáticas como inaccesibles. A Adrien no parecía importarle el resto de jardín excepto su cuidado. Cogió un cuchillo de la cocina y una regadera. Limpió los arbustos, las zarzas y maleza que habían crecido a su alrededor y las regó cuidadosamente. Se sentó frente a ellas y lloró amargamente como nunca había llorado. Lágrimas de sangre, dolor y arrepentimiento.

  2. Luis

    El tiempo circular

    El karma es huella, es recuerdo. Es el rabo de la lagartija en movimiento cuando ésta ya ha huido abandonando esa parte de sí, es energía que perdura, pero de actos acabados. Admitámoslo, las huellas engendran lugares y cosas, rompen el reloj. Brota un tercer género, atemporal.
    …………………….
    Yo soy recuerdo, ¿en qué me afecta el presente? En Nou de la Rambla s/n, un edificio de niños, tres clases y las oficinas, mucho sol y luz, un patio pequeño con pelotazos y juegos de comba, y consigo los voceos. Sol entre patios y ventanas, luz de cuerpos jóvenes. Melenas y pantalones acampanados. Y don Eustaquio, profesor de traje y corbata, jersey de pico y melena vanguardista. En esa mesa de profesor, madera maciza con sus bolígrafos en un portalápices metálico. Mesa vanguardista al estilo Montessori atemperado por el Krausismo, y tendencias de mano propia.
    Don Eustaquio, por la clase mientras perora sobre Cervantes y sus fantasmas maleantes: «El Quijote cabalga con su Rocinante y Sancho Panza a la espalda, sobre su jumento». «¿A quién le interesa?» «Si vuestra curiosidad os conduce a otro lugar o materia, no os cortéis, y solazaros en ella» «Estamos en un espacio de libertad personal». Y Jesús se iza al alfeizar de la ventana, y queda sin otra cosa que hacer, a pura libertad personal.
    ……………..
    ¿Y ahora esto? Lo veía venir, lo he venido advirtiendo. El tiempo son hechos. Es horrible, si pudiera tendría arcadas. Y en mis últimos rescoldos de existencia.
    ……………….
    Yo…,, ¿por qué? Os percibo, pero calla el que no habla. ¿Qué fatalidad me arrebata la existencia? No era solo una cazadora: un regalo de mi amor, Lucía. Me insufló inmensa felicidad que ahora fluye como roja muerte.
    En Nou de la Rambla un malcarado, navaja en mano, me arranca la felicidad y la cazadora. Despacio, se introduce en un destartalado edificio sin techo. Yo y mi terror se horrorizan por mi cobardía, de lo poco que es mi amor. La vergüenza me dentellea por dentro y corro, airado y enrabietado, y penetro en el oscuro y aciago lugar.
    Sentado en una mesa entre escombros, me adelanto y le grito, me navajea y marcha tranquilo, como natural destino. Yo, exorbitado de miedo, me angosto junto a la tenebrosa mesa maciza.
    ¿Me estoy muriendo? Lucía, ¿dónde tu mano?
    La luna negra, la sombra rojiza pegajosa. Y un velo como ataúd en madera labrada que desliza mi pesadilla.
    ¡Me niego a ser una huella!
    ……………………..
    Ni caso hicieron a tu recuerdo. Un niño caído desde el alfeizar de la ventana. Su cabeza abierta y muerta al instante, si bien el corazón aguantó algo más. Una tragedia que trastornó el proyecto educativo y a la hoguera la escuela.
    Posterior, una oficina de la Caixa, neo decorada y muebles nuevos, excepto la noble mesa de madera maciza y con relieve de don Eustaquio, propicia al rango de la nueva directora. Una joven ejecutiva cuya primera decisión fue ejecutar una hipoteca impagada. Un piso de dos habitaciones habitado por una mujer con tres hijos, sin marido, y cansada. Lloró y rogó, pero la ejecutiva fue inmisericorde. Muy cansada, la madre le predijo que en desgracia caería su conciencia.
    Al levantarse para reñir a una subordinada, trastabilló y cayó de costado, con esa mala conciencia que su sien golpeó una de las puntiagudas esquinas de la mesa. El mismo día, y siquiera quedó moribunda, ajusticiada.
    Y se forjó mi recuerdo, fruto de un pasado que se ignoró, con un presente de mesa vengativa a la que todos temían. Y yo de presente me convertí en pasado instantáneo, y ahora un recuerdo in media res. Ignoro dónde radico.
    ……………………..
    —¡Oh, recuerdos! Oh, nefandos recuerdos del pasado. ¿Por qué ninguno me advirtió de este lugar de mal agüero?
    —Oh, destino. Nunca podré morirme. Descansar. El malhadado destino me parió como mal fario, malasangre y recuerdo infausto. Esperé que el tiempo, suave brisa, me difuminase, pero aconteció otro peor suceso, y se me amontonó encima. Nos ataron a un vínculo, un cordón umbilical como si todo fuera uno. Y esperé otro tiempo, una espacio para olvidar. Y ahora, nuevamente, alguien nos une, nos da vida. Nunca se acabará.
    —Qué destino, ni qué mandangas. No soy principio ni final. Esto es como no nacer, ni morir, en medio de todo y en medio de nada. ¿Qué espacio temporal? ¿Discurro entre bocado y bocado? ¿Qué me amontoné?, eso dices. Quizá nada empieza ni acaba. Yo fui muerte gratuita, nací por casualidad. Pero alguien había dejado huella, y huella sobre huella ensanchó el mal fario.
    —Oh, pésimos compañeros, si el pasado existe, ¿por qué no me fue dado conocerlo? Prevenido de la maldita mesa, el presente navajero.
    —De qué sollozas. Yo, in media res, ¿cómo puedo estar sin principio ni fin? Soy la mitad entre arriba y abajo. ¿Presente, futuro o siempre pasado? ¿Qué carajote soy?
    —Los hechos determinan los tiempos. El mayor engloba al menor. El hecho más nefando incluye al leve. No lo hace el tiempo, sino la maldad que circunvala el reloj, irradia la maldad transversalmente. Yerras, tú has iniciado esta mesa atemporal, esta huella circular. La voz agresiva de don Eustaquio fue consecuencia de la onda de maldad que surgió de este atroz asesinato, y el niño Jesús cayó como consecuencia de tal maldad. Tú eres el pasado que provocó mi presente, la causa, la condición sine qua non. Soy yo el que reniega de esa navaja asesina.

  3. Alicia

    A U R O R A

    Aguardaba en aquel bar desolado. Estaba haciendo tiempo para decidirme a entrar en la casa de los abuelos. El primer día, el de la llegada, siempre me resultaba difícil. Me dolían las ausencias, tanto como los recuerdos que aquellas paredes podrían relatarme. Era más fácil evocarlos en la distancia que oír los ecos de sus voces en la casa, adivinar sus sombras, recordar sus rastros y sus lugares, oler la casa y las memorias instaladas en cada piedra.

    Imaginé el chinero en su lugar de siempre, al fondo, presidiendo el comedor de diario. Es el que se utilizaba cuando no había ninguna celebración y era un gran espacio a donde se llegaba cuando rebasabas las largas escaleras que ascendían a la casa. Podríamos decir que hacía las veces de gran vestíbulo, salita, antesala de la cocina, cualquier cosa. En definitiva, era un lugar muy importante en la casa.
    El chinero, lo llamaban mis abuelos. Podría pensar que venía de la China o tenía decorados o dibujos chinescos o, incluso, que había un chino dentro. Pero nada de eso. Le llamaban chinero y punto.
    He buscado su definición:
    “Armario o alacena en que se guardan piezas de china o de porcelana, cristal…”
    Pues, no, tampoco. No había nada de eso. En el chinero almacenaban el pan, unas gran¬des hogazas esponjosas de centeno que se conservaban como el primer día. También se guardaban los tarros de la miel oscura de romero, de eucalipto, de castaño o de mil flores. Yo las probaba todas y a escondidas mojaba los dedos una y otra vez. En otro estante estaban los chorizos caseros esparciendo su intenso olor a pimentón dulce, y cerca algún trozo de jamón siempre a punto para ser servido.
    Abrías el chinero y te recibían todos los aromas de la casa, la hospitalidad de la abuela en alquimia mágica con los aromas confluyendo e invitándote a pasar, pues seguro que de allí no podías salir sin probar bocado, de eso se encargaba la yaya, quién entraba comía algo o no salía.
    No había porcelanas finas ni cristal sonoro en el chinero. La vajilla era de acero esmaltado en blanco y contorneado su borde exterior de azul cobalto. Los vasos acostumbraban a ser a juego y aunque alguno tuviera su porcelana desconchada seguía prestando su servicio.
    Se me olvidaba lo más característico del chinero: era de color azul claro. La tonalidad variaba a lo largo de los años y de los repasos de pintura, pero siempre se mantenía el mismo tono. El chinero era de color azul cielo claro, siempre.

    Allí está ella en el corredor de la calle, sentada pelando patatas. Sonríe cuando me ve subir por las escaleras.
    – Os cachelos ya te están feitos y te puse unos choricitos para acompañar.
    Mi madre ya me ha avisado que la abuela no anda bien de la cabeza, ha regresado al pasado y solo piensa en darnos de comer. Le tienen que quitar las cosas de las manos, si no pela todas las patatas que encuentre por la casa.
    – Dame, yaya.
    No quiere soltar el cubo, se resiste unos instantes en que me mira a los ojos confusa. Sé que me está tratando de identificar. A veces cree que soy una de sus hijas. Cuando me mira así me rompe el corazón. Dejo el cubo a un lado y le acaricio su cara rugosa. Es entonces cuando me sonríe, es la señal de que me reconoce y la atraigo hacia a mi para abrazarla.
    Noto su cuerpo delgado contra el mío y nuestros corazones se acompasan. Siento todo el amor infinito concentrado en ese momento, en ella, en mi yaya.
    Al oído me dice:
    – Miña nena querida. Ay miña rapaciña.
    Ahora sí me reconoce. Soy su nieta mayor, hija de su hija mayor.
    La cojo de la mano para entrar en la casa. Se deja llevar. Cuando entra en la cocina, me detiene con un gesto y veo que hurga en los bolsillos del delantal. Saca la mano y al abrirla coge una moneda y me la da.
    – Para que te compres algo en la fiesta. Las otras son para tus primos. Que ellos también querrán algo, pobriños.
    Mi madre está en la cocina cuando entramos y asiste a la escena con un gesto de ternura. Me hace señas para que le siga la corriente a la yaya. Me lo dice luego.
    – Tú dile que sí a todo. Si le llevas la contraria se pone nerviosa y sufre.

    Puedo asegurar que percibía el olor a chorizo con cachelos evocando la casa y a ellas. Noté el gusto áspero del vino tinto hecho en casa. Las imaginé a las dos pelando incansable todas las patatas
    – ¿Quieres algo más?
    Miré al camarero. ¿Cuánto llevaba en el bar? Seguramente mucho. ¿Qué seguía esperando?
    – Sí, un agua por favor.
    Cuando se acercó con el agua el camarero me preguntó.
    – ¿No eres una de las nietas de Aurora y Manuel?
    Me quedé descolocada al oír sus nombres. En realidad, yayos es un nombre mucho más importante, es un rol, es una huella en mi corazón, es amor infinito.

    Ahí estaba de nuevo, Aurora en su cocina, cociendo patatas y chorizos. Puedo asegurar que percibía el olor y que oí el rumor de las voces de las dos, madre e hija.
    Percibí la caricia de mi madre cuando dejé la urna con sus cenizas al lado de la foto de la yaya en el chinero azul.

  4. Carlos Gallego

    Paréntesis

    -Es lo mejor que me ha pasado, sin embargo, todo ha cambiado tanto. El mundo antes era sencillo, no tenía nada de que preocuparme. Ahora ando con mil ojos.
    -Es normal que estés cansada, los niños dan mucha guerra, y los tíos nada más los tocan para jugar.
    -No, no es eso, lo llevamos bien. A él no le importa cambiar un pañal o levantarse a medianoche. Es diferente. A veces me parece que el bebé se interponga entre nosotros. Me jode pensar eso, no lo entiendo, es lo mejor de nuestras vidas.
    -Tanto que se lleva gran parte de vuestro amor. Es difícil compartir a tu chico.
    -Tal vez a él le pasa lo mismo.
    -Puto instinto, ¿no?

    ¿No es lo que deseabas tanto? ¿A qué ese miedo? No puedes mirarla a los ojos, te caes dentro. Te encoges. Ella lo ocupa todo. No existe nada más: sólo ella y tú. Y ha sido siempre así, es como si ahora lo supieras. Te ha estado esperando desde siempre. Si alargas la mano puedes recorrer mil kilómetros. Tocarla y saltar en el tiempo. Es tan sencillo. Asusta. Basta con tocarla, rozarla, y todo se pondrá en marcha. Por una vez no pensarás. Sentirás su tacto y algo te moverá, serás una marioneta, un títere feliz que se entrega al movimiento. En algún momento, luego no recordarás cuando, desaparecerá tu mente y sentirás que las acciones son de otro, igual que si hiciera bajada. Es fácil. Sólo alargar la mano; y luego no habrá vuelta atrás.

    Déjalo estar. Deja que se apague. ¿Resistir? ¿Creer? Enviar al chico con mis padres y escaparnos unos días. Donde sea. Solos. Donde no conozcamos a nadie, donde nadie nos entienda. Encerrarnos en un hotel. Encerrarnos en un cuarto. Dejar el mundo fuera. Ser nosotros. Ser aquellos otros. Olvidar. Apenas estar juntos. Juntos, no cada uno en su lado de la cama. Entrelazarnos como dos serpientes. Juntos, no cada uno habitando su cabeza. Volver a verme en sus ojos.

    -¿Cómo será tener hijos? No pongas esa cara.
    -Mujer, me coges por sorpresa.
    -Seguro que eres un padrazo.
    -Déjate de historias y mira la cartelera. Vamos a la de las ocho y luego cenamos.
    -No tengo ganas de cine. Comemos cualquier cosa y vamos a bailar.
    -¿Con tus amigas?
    -Solos.

    -Éste es el borrador del convenio. Leedlo y me decís si os parece bien. Cualquier punto que queráis modificar lo hacemos ahora o me mandáis las correcciones al e-mail que os di.
    -Para mí está bien.
    -Yo tengo dudas sobre la pensión de alimentos.
    -Ya está más que hablado. Ni un céntimo menos.
    -Si os parece, os dejo solos y os ponéis de acuerdo. Me avisáis, y así redacto la demanda y la envío al procurador.

    -El iris es más preciso que una huella dactilar, se pueden encontrar en él doscientas cincuenta características frente a las cuarenta de la huella. Además, protegido por la córnea, no sufre desgaste como las yemas de los dedos. Esto lo convierte en el mejor método para identificar a una persona. Se puede afirmar que cada iris es distinto, incluso entre los gemelos. Nadie más tiene tus ojos.
    -Una lección magistral.
    -Perdona, es un tema que me apasiona y a veces no me doy cuenta de que me pongo pesado.
    -Para nada. ¿Qué puedes decir de mi iris?
    -Tu cripto-iris, esas líneas y puntos que se dibujan sobre el color, parecen una aurora boreal.
    -¿Te parecen bonitos los ojos azules?
    -En realidad no existen los ojos azules. Tienes menos melanina en el iris y reflejas las ondas cortas de la luz. Es parecido a lo que ocurre con el cielo o el mar.
    -¿Son como el cielo o como el mar?
    -Azules y grises. Como el mar en el norte de Escocia. ¿Dame tu teléfono?
    -Vaya.
    -Es para poder avisarte cuando las gafas estén listas; para que vuelvas.
    -Me puedes llamar cuando quieras.

  5. Irina

    La caja

    Ella tiene un corazón en una caja. Está vivo, aunque no lo parezca, pero late. Los latidos no son los que satisfarían a cualquier cardiólogo, y en general muestra unas cuantas señas de desgaste, pero aún así las pulsaciones son evidentes, y si uno se acercase la caja al oído distinguiría el característico “tum-tum-tum” que se puede trasladar tranquilamente a un cardiograma.

    ¿Cómo se le ocurre a una que una caja puede ser un lugar adecuado para un órgano tan delicado?

    Simplemente un día decidió que llevar un corazón roto todo el rato dentro del propio tórax probablemente no era la idea más beneficiosa para la salud. Y venga si los médicos no le darían toda la razón.

    En un mercadillo encontró un cofrecito, de madera tallada y barnizada a lo antiguo, con unos dibujos complejos y enigmáticos, y pensó que podría ser un hermoso escondite para lo que ya no tenía arreglo.

    El corazón al principio lo hizo del barro. Se apuntó a un curso de cerámica y todo: le gustaba hacer las cosas bien. Pasaba noches estudiando los libros de texto de anatomía, el perfeccionismo le requería dar una forma impecable al órgano que tenía que llevar sus penas por Dios sabe cuántas eternidades.

    El primer dolor que volcó dentro del artefacto recién salido del horno era por aquel entonces de los más frescos: un amigo que no quería dejar de ser eso, solamente un amigo. Ella se aterraba de sus perspectivas de la sirenita pero igual que a su alterego la idea de cortar de una vez todos los hilos con un cuchillo tampoco le parecía una solución viable. Estaba suspendida en un limbo de imposibilidades, incapaz de elegir o rechazar cualquier camino para salir. Aquella angustia, al llenar el corazón del barro, casi lo hizo partirse por la mitad. Aún se puede ver aquella fisura que cruza las ambas cámaras por diagonal y se hace más evidente con cada latido monstruoso que no debería existir.

    Después del aquel primer acto de esa psicomagia, su propio corazón que llevaba en el pecho se sintió aliviado no por mucho tiempo. Pronto empezó dar signos de aflicción que no tenía ninguna lógica. Apretones, palpitaciones, un malestar extraño, una presión que se expandía por dentro de su caja torácica. A veces, cuando iba a dormir y no tenía aparentemente nada de qué preocuparse, su corazón (suyo propio, no el de la caja) se disparaba hasta los niveles poco aceptados por las normas de la medicina. Y por la noche entonces veía sueños que le transportaban a las historias pasadas que desde hacía mucho que ya daba por olvidadas.

    La imagen de la espalda de su primer novio, mientras se alejaba, riéndose, con otra. Recordó que era entonces cuando se sintió por la primera vez ese tirón de la melancolía en el pecho. La caja abierta, y el corazón del barro se encogió, se puso más denso al recibir en su cuerpo artificial aquella evocación de su cata de la traición.

    Le vino a la memoria cómo se sintió cuando vio al italiano entrándose en la habitación, su cuerpo elongado llenando todo el espacio con feromonas y deseo implacable. El grupo estaba sumergido en un debate arduo sobre el arte y las ideas contemporáneas de sublimación y lucha, mientras ella daba en su cabeza las vueltas eternas por el mismo laberinto: “No sé cómo, pero me voy a acostar con este tío”. Y aquella sensación del vacío que no dejaba ninguna posibilidad de la escapatoria, mientras volvía a casa en el bus por la mañana, la corrosiva incomprensión de cómo unas esperanzas tan grandes podían llevar a tan poco. La rememoración del italiano hizo al monstruo de la arcilla soltar unas cuantas virutas que aún siguen ensuciando el interior de la caja con polvo terroso.

    Aquel amor a distancia, nacido de chispas inesperadas que hicieron soltar a su corazón. Un barco en el mar, los sonidos del saxo en el ocaso, y el pensamiento utópico que asustaba y hechizaba a la vez por todo lo que suponía: “¿Puede ser Él?”. Esperar y esperar, días, meses, años. La ilusión de la palabras “Tal vez el mes que viene…” que el mes que venía se renovaba sin fallar. Ahora al corazón en la caja le falta un trocito al lado de la válvula pulmonar, un recordatorio de la importancia de no crear expectativas, porque el otro siempre encontrará alguna manera de echarlas por la borda.

    Memoria tras memoria trasvasaba sus pesares, que ni había sospechado que guardaba en las profundidades de sus entrañas, al corazón escondido en el cofre de madera tallada, hasta que un día aquel produjo su primer latido. Al principio se asustó, pero muy rápidamente se dio cuenta de que tal vez era su salvación. De verdad, era una solución tan fácil: dejar a este corazón macabro sentir todos los tormentos del amor y rechazo en lugar de sufrirlos ella misma.

    Desde entonces no padece. No hace falta complicarse la vida, ésta puede ser liviana y alegre. Un encuentro más, uno menos, todo va bien. Nadie puede romper el corazón de una porque su corazón roto ya está en una caja. Y sigue latiendo.

  6. Julián

    Los demonios

    Joan tenía prisa por llegar a esa papelería, había visto en su web unas libretas de colores pastel y otras con el lomo de madera que creía que serían una buena elección para el cumpleaños de su hija, se le había echado la semana encima y esta tarde ya no podía demorarlo más, el cumpleaños era al día siguiente. Se sentía feliz por haber tenido esa idea y pensaba en la cara de alegría de su hija cuando desenvolviera el paquete y viera su regalo.

    Andaba deprisa por la calle, casi corriendo, faltaba media hora para la hora de cierre y quería tomarse el tiempo de elegir bien. Al girar una esquina cuando le quedaba poco por llegar se topó de frente con Mosen Francesc. Lo reconoció al instante. Ya no llevaba el alzacuellos ni vestía esa sotana abotonada por delante. Lo veía más pequeño, encogido como una pasa, ahora lo miraba desde arriba pero tuvo la misma sensación de miedo. Se quedó inmóvil, petrificado, la sonrisa que lucía hacía unos instantes se le borró de la cara. Mosen Francesc encorvado y apoyado en un andador detuvo su movimiento observando a ese hombre corpulento, con canas, mirándolo con cara de miedo, de pánico, de terror. Y entonces Mosen Francesc sonrió, una sonrisa maliciosa y cruel que había usado tantas veces deleitándose con el poder de dominación, de autoridad, con la sensación de poder absoluto y mirándolo con severidad le reprendió.

    –¡Tenga cuidado! ¡No corra como los animales, ande como las personas!

    Joan dejó de respirar, eran exactamente la mismas palabras que usaba cuando lo pillaba en el pasillo del internado, el mismo tono, el mismo timbre de voz que ahora salía de ese viejo escuálido. En la cabeza de Joan había una actividad frenética, una tormenta de imágenes que se agolpaban por salir gritando, arañando, rechinando, haciéndole daño.

    –¡Déjeme pasar!–. Y murmuró sin acabar de pronunciar bien. –Una buena tunda le daría yo.

    Joan se apartó de su camino, dócil, sumiso, con ojos asustados de animal herido. Le había llegado a sus oídos solamente una sola palabra de la última frase. Tunda. No había vuelto a escuchar esa palabra que creía olvidada y los recuerdos siguieron saliendo como demonios, con violencia, sin tregua. Se vio a sí mismo incorporado con el pecho sobre la mesa del despacho de Mosen Francesc y cómo le azotaba el culo con esa regla de madera que tanto miedo le daba. Joan volvió a sentir los golpes, el chasquido de la regla, la mano de Mosen Francesc y sintió miedo, y la humillación, y la indefensión, y la indignidad, su culo expuesto sin escapatoria y ese dolor punzante.

    Mosen Francesc apoyado en su andador con movimientos lentos, frágil, no había perdido su aplomo, se veía a sí mismo menos encorvado, más joven y poderoso y con esa sonrisa malévola se regodeaba en el dolor que estaba causando a ese hombre y sin dejar de mirarlo empezó a andar siguiendo su camino.

    Joan se quedó solo en la calle y le costó un buen rato reponerse y recordar lo que estaba haciendo. Mirando a su alrededor para volverse a situar se dirigió a la papelería con pasos rápidos como si hubiera olvidado lo que había sucedido, tratando de esconder otra vez los fantasmas que habían aparecido, no pensar en ello para engañarse que no había sucedido, olvidarlo, enterrarlo en sus recuerdos una vez más.

    Cuando llegó finalmente, la papelería ya tenía la reja bajada y las luces apagadas, se le puso la piel de gallina y se sintió triste por su hija, por las libretas, el cumpleaños; su vista se nubló y sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a llorar. No lloraba por su hija, lloraba por él. Los demonios danzaban a su alrededor, ya no era capaz de volver a encerrarlos y volvió a sentirse solo, con miedo, humillado, indefenso, sin dignidad. Mosen Francesc había vuelto a ganar, pero ahora algo había cambiado, ahora sintió la necesidad de hablar de ello y explicarlo, aún no sabía a quién ni cómo, pero lo iba a hacer.

  7. admin

    Tiempo desarticulado

    Mamá, tengo miedo. Quiero que me saques del hospital. No estoy malito, solo un poco cansado. Las enfermeras me tratan muy mal. Tengo ganas de hacer pipi pero no me llevan al baño, me dicen que me mee en el pañal. Yo ya soy mayor para llevar pañal. Se lo digo muchas veces pero no me hacen caso. Si intento ir solo al baño me caigo y me riñen. Pero no es porque esté malito, mama, es porque estoy cansado, de verdad, llévame a casa, por favor, me voy a portar muy bien y no voy a molestar, te lo juro por dios. ¿Me sacarás de aquí pronto, verdad?

    ¿Por qué me miras así? ¿He hecho algo malo? No me digas que no es nada, que te conozco muy bien. Esa mirada la pones cuando algo va mal entre nosotros. Y yo te quiero mucho, de verdad, eres el amor de mi vida, no quiero hacer nada que te haga daño, quiero que seas feliz, así que dime de verdad qué te pasa, por favor, que se me encoje el corazón un poquito ¿Hijos? Claro que quiero tener hijos, lo hemos hablado muchas veces ¿Es eso? ¿Qué estás embarazada? No, pero como vas a ser tú mi hija, ¿te has vuelto loca?

    Bueno, ya vale, muy buena la broma pero todo tiene un límite. Oiga, enfermera, si es que es una enfermera de verdad, tráigame la ropa, por favor. Me la han escondido estos cabrones. Casi no me puedo levantar de la resaca que tengo, me duele todo el cuerpo. ¿Estoy en un hospital de verdad? ¡Qué cabrones! Bueno, ya está bien, ¿dónde está mi ropa? Ya sé, estarán escondidos detrás de la puerta, si los conoceré bien. ¡Vamos, coño, que tengo que casarme, no me toquéis los cojones! Ya os habéis reído demasiado.

    Claro que sé que mi madre está muerta ¿Se cree que soy tonto? Murió hace dos años. ¿Cómo que repita ‘bicicleta, cuchara, manzana’? No me sale de los cojones. ¿Para qué me ha preguntado por la muerte de mi madre? Claro que me acuerdo. Hacía un día precioso, a comienzos de verano. A ella le hubiera encantado, pero yo estaba enfadado con el clima. Me hubiera gustado que lloviera a mares, y que nos caláramos hasta los huesos en el cementerio. No tenía que haber muerto tan joven, que puta mierda. Luego la gente dándote el pésame, siempre se van los mejores y mierdas de ese tipo. Los hubiera matado a todos si hubiera tenido fuerzas, pero no las tenía, como ahora, ya me dirá lo que tengo que aquí nadie me dice nada. ¿Cómo que en qué año estamos? ¿Pero usted es gilipollas o qué?

    Gracias por los calzoncillos nuevos, los otros me rozaban la entrepierna y aquí no es que se esmeren mucho con el trato, ¿sabes? No es el hotel Ritz, precisamente. Claro que estoy bien, dentro de lo que cabe. La comida es una mierda pero da igual porque casi no tengo apetito. Claro que te reconozco hija, ¿cómo no te voy a reconocer? Dices cada tontería… ¿Cómo está Ernesto? Ah, que lo habéis dejado. No, no me lo habías dicho, me hubiera acordado. Lo ves, es que no me cuentas nada, no como cuando eras una cría, que teníamos nuestros secretitos… que no se entere mamá, me decías. Estabas tan mona…

    Señorita, por favor, tengo pipí ¿me puede llevar al baño? ¿Por qué estoy aquí? Yo no lo sé, nadie me ha dicho nada. Usted tiene cara de buena persona, puede avisar a mi mamá que estoy aquí, creo que ella no lo sabe. Gracias ¿se lo dirá? El teléfono de mi casa es el 934, no me acuerdo de más. Me lo sabía, de verdad, se lo juro por dios. Es porque estoy muy cansado, me duele todo el cuerpo. ¿Qué me ha pasado? Por favor ¿Dónde está mi mamá?

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