Laboratorio 23 de marzo: El espacio como protagonista

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es escribir un relato en el que haya un espacio que sea el protagonista de la historia. Un lugar especial alrededor del cual gire la historia.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 8 de marzo a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

9 comentarios

  1. Alicia S.R.

    INHALO Y EXHALO

    Mira una vez más la hora en su teléfono móvil.

    Apenas falta una hora.

    Ya no lleva reloj. No va a llegar tarde a ningún sitio y no soporta nada presionándole la muñeca, ni tan solo el roce de una pulsera.

    ¿Para qué? Absurdo.

    Suena el teléfono. No se inmuta. No va a responder. Hace tiempo que no coge el teléfono de la casa. Los pocos amigos que le quedan le llaman al móvil. Algunos han dejado de llamarle, pues nunca quiere quedar con ellos. Le insistían en que tenía que salir de casa y dejar de llevar aquella vida de ermitaño. A esos dejó de contestarles y ellos renunciaron a llamarle. No soportaba la presión ni la insistencia.

    No me entendían. No iba a salir y punto. Se empeñaron en hablar de que tenía algún problema. No podían concebir que existan personas que disfrutan estando en su casa, leyendo sus libros o viendo películas.

    Recuerda que ha de coger el cargador del portátil. No quiere levantarse cuando estén en plena sesión.
    Va a la habitación que hace las veces de estudio. En lugar de paredes se extienden estanterías repletas de libros. Cuando busca el cargador nota que tiene húmedas las palmas de las manos. Es entonces cuando siente el latido del corazón. Son malos presagios. Ya empieza, ya sabe cómo son los preludios del horror.

    Me sudan las manos. Eso es un síntoma. Pero no tiene que pasar nada, estaré en casa. Estoy seguro.

    Pero el corazón sigue acelerándose. Se empieza a marear y las piernas le tiemblan ligeramente. Nota que sus manos están más mojadas. No se puede engañar ante tanta evidencia.

    Ya estamos. He de controlarlo, no tiene sentido que me pase en casa. Aquí estoy seguro, es mi hogar, mi sitio. Nadie va a entrar.

    Pero por más que se lo repite, nada cambia.

    No lo soporto, tengo que pararlo.

    Se estira en el suelo. Es puro reflejo. Un automático aprendido en el último año. Lo ha leído en los comentarios de un video de autoayuda. El que lo explicaba relataba que le estaba sirviendo aquella forma de relajarse. Se tumba en la base sólida del suelo de su casa e inicia un conteo mental que gradúa su inhalación y la exhalación. Alarga los tiempos de forma paulatina y de esta forma se relaja cada vez más. Así desaparecen los síntomas del desquicio.
    Respira largo y profundo. Cuenta mentalmente los segundos en cada fase de su respiración. Pone las manos en su abdomen. Ha comprobado que notar el movimiento de la respiración en su cuerpo le permite abstraerse de las ideas torturantes.

    El suelo está frio. Debo tener algo a mano. Tal vez una esterilla o una colchoneta. Luego miro en Amazon. Ya me he ido del conteo.

    Su mente va demasiado deprisa y las ideas se le agolpan. Regresa al conteo de la respiración.
    Nota que su corazón recupera el ritmo. Aunque en realidad lo que percibe es que no lo siente. Es el síntoma que busca: silencio.
    Raramente le sucede en casa. Cuando le traían la compra a domicilio le pasaba, pero ahora ya ha conseguido que se la dejen en el felpudo. Cuando ya no oye ruidos en el rellano es cuando abre la puerta y arrastra la compra hacia dentro de su piso. Antes, siempre, observa a través de la mirilla para confirmar que no hay nadie.
    Vuelve a mirar el móvil.
    Ya falta menos y piensa en qué va a decir, cómo explicarlo para que lo entienda aquel personaje que ha encontrado por internet. Asegura que le puede ayudar. Se lo confirmó por email.

    La verdad no me apetece explicarlo. Nadie lo entiende. A mí ya me está bien así. Si no fuese por la insistencia de mi hermana…

    Vuelve a mirar la hora.

    Apenas quince minutos. Tengo que ver que todo esté a punto y en orden.

    Va deprisa hacia el comedor.
    Repasa el escenario. Se sentará en a la mesa con su ordenador y nada más. Ya ha estudiado cómo lo va a ver el otro. Ha bajado las persianas de forma que no entre demasiada luz. Detrás de él solo se verá un fondo neutro: la pared blanca y desnuda. Sin datos para su interlocutor y sin nada evidente a la vista. Otra cosa sería una injerencia en su intimidad, una intromisión inaceptable. Le asalta una idea.

    No, no lo voy a aplazar.

    Se le ocurre que si se pone a contraluz su cara quedará velada por la sombra.

    Sí, así será todo más fácil.

    Con rapidez empieza a cambiar la orientación de su escenario. Va rápido y no mira la hora.

    Sólo me faltaría ponerme más nervioso. Si se hace tarde no contesto y ya llamará otra vez.
    Mira satisfecho el cambio. Está contento de su última ocurrencia. Las sombras le darán más privacidad.
    Se sienta y se chequea. Está relativamente tranquilo y eso le gusta. Sabe que tiene el control, que está en su casa y que allí estará protegido. Se dice que siempre puede interrumpir la sesión y tumbarse unos minutos en el suelo para respirar.

    Si fuese necesario… pero seguro que no hará falta…

    Se conecta a la ruta de acceso que le ha mandado el psiquiatra por email. En la pantalla aparece un aviso de que el anfitrión le dará paso en breve.
    Deja el móvil al lado del ordenador y mira la hora en ambos aparatos. Ya pasa un minuto y no sucede nada.
    Sigue esperando ante la pantalla. Lleva quince minutos rígido y sin moverse.

    Creo que lo voy a dejar para otro día, me empiezan a sudar las manos y siento mareo… o espero… no sé…

  2. Estefanía Ortega García

    Aquel cubículo vacío era un almacén de trastos. A Helena le parecía que jamas había visto aquel lugar hasta aquel momento . Era un espacio en el que uno jamás se fija. Un sitio anodino, aburrido, gris y algo polvoriento. ¿ Para qué observar un lugar así?

    Pero aquel día el almacén parecía que cobraba una personalidad nueva. De no ser nada pasó a ser algo. Como si hubiera ofrecido una tarjeta de invitación, el lugar parecía querer atraerla. Observó las cajas de libros que allí se guardaban y las dos bicicletas rotas y en desuso que acumulaban suciedad y olor a humedad. A Helena le causaron una fuerte impresión verlas allí. No podía dejar de observar aquel cubículo en el que apenas cabía ella. Entró y cerró la puerta. Tanteó para encender la luz pero la bombilla estaba gastada. Nada se iluminó. Estaba a oscuras, en un trastero, con la luz apagada y la puerta cerrada. Y se quedó allí pasmada, con los ojos cerrados y la nariz impregnándose del olor a rancio y a húmedo. Y cuando su mente se hubo calmado de todo lo que fuera la atormentaba, que ella no supo nunca si fueron segundos o minutos , se dispuso a salir.

    El pomo de la puerta se había roto y no cedía ante la fuerza de su mano. La ansiedad y el miedo se abrían paso entre sus pulmones, la garganta y la boca. De ésta última, la boca, no salió ni un grito de queja , ni un lamento. Se quedó paralizada. Lo único que llegaba su mente a ordenar al cuerpo era la acción de sentarse. Se acomodó en el poco espacio vacío que le quedaba y cerró de nuevo los ojos.

    Cuando despertó , las cajas habían desaparecido. El lugar había sido limpiado y ahora , en lugar de las dos bicicletas rotas y el cúmulo de cajas repletas de libros sin leer, la acompañaban dos mujeres más , sentadas en el suelo, con los ojos cerrados y la paz en sus rostros.De repente, la luz de la bombilla se encendió. Helena se levantó apresuradamente y empujó la puerta, que se abrió sin dificultad. En la salida, la misma señorita de siempre le puso el abrigo y le tendió el bolso.
    -Nos vemos la semana que viene, Helena.
    -Hasta la semana que viene, Susana.

    Le tendió los treinta euros que habían estipulado y una propina para ayudar a sufragar la renovación del local. Y antes de salir al exterior pensó que sería mejor que , en la próxima sesión, se perfumaría con Chanel º5. Este último aroma no la acababa de convencer.

  3. Luis

    El deber

    La estación añeja de Renfe, ese bronce escaso en campana y badajo, llegadas y salidas. A su espalda asciende el pueblo de Caspe, al frente las vías, ocho en línea. Las cruzo y subo el camino de suave pendiente; arriba, a la izquierda, tuerzo al Huerto Santo Domingo. Me percibo tenso. Abro la gran puerta de dos hojas en madera vieja. Ladran y me reciben los perros. Ni caso, y agachan en silencio apesadumbrado. Desesperanzados cuando otrora eran protectores.
    Observo el centenario campanario, como si nada le importase. Su nido de cigüeñas junto a la raída veleta. Crotoran, les importa un comino. Comida y agua, y que cada uno reviente como pueda. El Convento de Santo Domingo, piedra con piedra pegado a nuestro huerto. Tantos años y ni un gesto. ¡Despavorido convento!
    El Huerto de Santo Domingo, mis abuelos en la tercera esquina, mis tíos en la segunda y yo a la entrada, tras casas esquinadas, y en la cuarta, cerrando la cuadratura, el campanario del convento como algo nuestro: qué putativo. Las cigüeñas, arriba; abajo, el campo con una ligera acequia que lo divide en dos. Dos campos, tres casas y una familia diversa entre pieles sucesivas, vivas, ese linaje.
    El ocaso emerge, rojo y negro. Negro de miedo, rojo de sangre. Aprieto los dientes.
    Entro en mi casa, mi madre en la cocina, delgada, pero de firmes convicciones: «lo hecho, hecho está, y el deber se hace». Sencillo. Percibe mis latidos tensos, mi quijada prieta.
    —Puedes…, —rectifica en el postrer momento —. Lo que se debe, se hace. Ya tienes quince años —Pilar, un nombre de madre muy usual en el Bajo Aragón. De madre delgada, pero con convicciones.
    —Ya. Me voy a dormir.
    —Entiendo, mejor así, no es fácil, y es mejor que…
    —Vale, vale… —alzo el brazo, desmadejado; me fastidia su puñetero sentido del deber.
    Enciendo la luz de mi habitación, entro sin fijarme en las paredes de azul suave, una cama doble, era la habitación de mi madre. Junto a la puerta el armario vintage, madera maciza con cuatro pies labrados y doblados, tres huecos de armario, y de toca, en orfebrería sencilla, volutas de madera. Abro las puertas del hueco del medio, más amplio, cada puerta con su espejo, y observo la ropa de mi madre. Los huecos laterales son los míos. ¿Para qué las he abierto? Cierro despacio, y en el espejo derecho ojeo, lívido: la amenaza, el peligro, semeja pequeño. ¡Qué gran equivoco!
    «¿De verdad que este es el plan?», me repito. Palabra de madre.
    Un temblor se apodera de la habitación, pateos de pies impacientes. Meto dos dedos entre las finas hojas de madera de la persiana y veo cómo el inter-city Barcelona-Madrid se acerca tremebundo, agita la estación y el huerto, y presto nos abandona como simple minucia.
    Puesto el pijama me acerco al tocador a juego con el armario. Seis cajones jalonan su cuerpo, luego el espejo, y reflejado en él, la innombrable. Repaso los cajones, sus pertenencias, lo útil e inútil para el caso.
    Debo hacerlo. Me acuesto. Debo hacerlo. Apago la luz.
    Imposible. A oscuras templo mis orbitas oculares, las fuerzo: redondas y abiertas. A la derecha de la cama, en una doble esquina fruto de un pilar con gula de carne y sangre, sisea la hambruna caníbal. Tiemblo.
    La tela crece con las sombras, la patas son bisturís, crecen más, mutan a dagas afiladas. Sisea y se estira, alargándose. Hundo mis uñas en las palmas y el dolor me atiranta y aguanto, una o dos horas. Tiembla el suelo a exprés de medianoche, se encoge el terror, pero despejado el temblor se crece el horror.
    La modorra me socava. No me sacudo la duermevela y mi ser se alza, plano y llano, en diaria levitación. El siseo de ocho patas avanza con ansias, la feroz batalla por matar o ser comido. Avanza con sus quelíceros a puro veneno, su uña distal, sus ganas de paralizarme y digerirme a piel viva.
    El horror me arrodilla. Pero la orden materna resulta inequívoca, «lo que se debe, se hace, y punto». Mi terror es esta Arachnida de noche gigante; su miedo, este verdugo que puedo ser yo. Ambos, en condición de víctima y verdugo. Ese poliedro.
    Se alzan sus quelíceros. Me retuerzo con enorme esfuerzo. Se abalanza, su uña distal rasga el aire como daga mortífera; con sobrehumano esfuerzo ruedo tal que holograma y alcanzo el tocador, rebusco el papamoscas gigante, pero no está. Giro la cara, reflejo en ella: «estoy perdido». La bestia comprende, achica sus ojos y encoge sus patas, me paralizará y me digerirá. Ríe majestuosa y salta, pero presto me aparto dejando en mi hueco un cajón del tocador abierto. La zaforas se encajona sin remedio, yo me revuelvo, ella se revuelve lo deprisa que puede.
    Mis manos quedan lejos, la bestia ya tiene su cabeza enfilada en posición de salida. Lanzó mi pierna. El cajón se cierra de golpe sobre sus patas delanteras que sobresalen y las saja limpiamente. Encerrada queda.
    A las siete, con el intercity Madrid-Barcelona, rayos de luz y temblores, entra mi madre. En su mano el rodillo.
    —No, por favor, mamá…
    —Quita de en medio.
    —Por favor, no. No lo hagas.
    Abre el cajón. La bestia negra intenta abalanzarse, pero le faltan patas. El rodillo cae sobre su cuerpo, cruje y explosiona su materia purulenta, fétida.
    —¡Noo! ¡Con mi rodillo de hacer chucherías!
    —Lo que se debe, se hace.
    —Uf, qué asco. Nunca más comeré chucherías.
    —Ya era hora.

  4. Irina

    Pues, esa vez mi relato no cabía dentro de la cuota, y además no tenía tiempo para acabarlo, así que publico solo la primera parte.

    Guerra y paz

    Las motas de polvo bailaban de alegría al ser descubiertas por los scouts de luz, montando un jaleo en el aire. A nadie le gusta estar en el olvido, ni siquiera a las motas de polvo.

    Ésta era su hora favorita aquí, cuando los rayos del sol penetraban las múltiples fisuras entre los troncos de la pared, tejiendo en el espacio habituado a la oscuridad los efímeros encajes dorados. Entonces todos los sentidos se acentuaban. Los olores de hierbas que se secaban sobre las cuerdas por debajo del techo se hacían más densos. Los sonidos sutiles de los pequeños habitantes del desván —los insectos, los ratones, alguna o otra culebra o un lagarto— se pronunciaban más mientras los de la casa y de todo el mundo fuera se alejaban, como si le tapara una capa gorda de alguna niebla insonorizante. De repente se sentían más las cosquillas que le hacían las briznas del heno, que se le metían por debajo de la ropa sin cesar. Lo hacían siempre —el suelo aquí estaba cubierto de heno todo el año— pero especialmente en los momentos del baile de las motas ella se volvía más consciente de todas esas sensaciones.

    Era su reino de paz en el medio de la guerra. De la guerra no había escapatoria —ni de la de dentro de la casa, ni de la Grande— pero aquí por lo menos se podía encontrar una ilusión.

    Las ilusiones, como bien se sabe, no duran mucho. Abajo se montaba otro jaleo, el de verdad, no como el de las motas.

    —¡No tenemos sitio! —gritaba la madre. Y una voz masculina, grave, con un tono de autoridad inapelable, le contestaba algo, pero las palabras no eran distinguibles. Obviamente eran los militares que se distribuían por las casas del pueblo para el alojamiento. La madre, como no, se oponía (¡¿unos hombres ajenos en su casa?! ¡no! ¡no! ¡qué horror! ¡qué deshonra!).

    La tentación de esconderse aquí y dejar a la tormenta pasar sin su participación era grande. Pero la curiosidad de ver quién ganaría en esta batalla —la madre o la autoridad militar— la superó, y como culebra ella se arrastró hasta la escalera para bajar y ver el espectáculo con sus propios ojos.

    Eran unos cuantos. Los soldados. Exhaustos. Con ropa desgastada y sucia. Esperaban casi con la resignación a que su oficial, que explicaba a la madre algo sobre un ordenamiento que, al parecer, no tenía en cuenta los sentimientos y las preocupaciones por el honor de las mujeres, acabase con los rituales necesarios para ocupar ya los lugares debidos y poder por fin descansar.

    Él estaba en la primera fila. Ella le echó un vistazo como a todos los demás, y se quedó atrapada dentro de sus ojos, oscuros y penetrantes, con una chispa de risa que vivía en su mirada a pesar de las circunstancias. Y así, sin quitarle los ojos, ella se puso la trenza —media desecha después de su siesta en el heno— por delante, sobre el pecho, pasó la lengua por los labios de repente secos, y dijo:

    —En el desván hay sitio…
    —¡Tamara! —inmediatamente exclamó la madre indignada, pero ella tenía mucha práctica en ignorarla; en aquel momento tenía un asunto mucho más importante que atender.

    El de los ojos que se reían estiró su brazo hacia su trenza para sacar una brizna.

    —Comandante, parece que en el desván hay sitio.

    El oficial miró a estos dos, hechizados mutuamente uno por el otro, hizo una mueca de comprensión con los labios, y declaró:

    —Pues, entonces, el teniente Kuznetzov se queda aquí en el desván. Los demás, seguimos.
    —Pero… —intentó objetar la madre y fue parada en seco por la mirada del oficial que ya no admitía mas discusiones.

    Los soldados salieron. El teniente Kuznetzov miraba a Tamara expectante y sus ojos seguían riendo.

    —Te enseñaré, —dijo ella, rompiendo finalmente el hilo que conectaba sus miradas, y se dirigió hacia la escalera, ignorando a la madre y las hermanas, que se quedaron atónitas, observando cómo pasaba algo que nadie en la casa era capaz de imaginar que pasase: una rebelión contra las reglas maternas. Su cuerpo fluía, lleno de un presentimiento del algo importante. Algo que cambiaría su vida.

    Al subir al primer escalón, agarrándose con las manos a los dos largueros, miró por encima del hombro a los ojos burlones:

    —¿Subes?

  5. Carlos Gallego

    Sucedáneo de chocolate

    -No encontraréis cuarenta y nueve metros mejor aprovechados. Un encantador hogar que podéis hacer vuestro. ¿Os veis viviendo aquí?
    -Me gusta el barrio.
    El piso les va al pelo, una pareja joven. Extranjeros, pero de los que molan. Él con un español inmaculado, comprado en la mejor academia, ella guapísima, colgada de su brazo, sin abrir la boca.
    -Esta zona, desde que hicieron la calle peatonal, se ha convertido en un lugar precioso. Y los precios aún no se han disparado. Ahora es el momento, antes de que se ponga de moda.
    Ahora es el momento, cincuenta años atrás no lo era tanto. Cincuenta años atrás el barrio estaba lleno de otros emigrantes.
    – El balcón es demasiado pequeño.
    No para un niño. Mi puerta al mundo, a la calle apenas pisada cuando acompañaba a mi madre en las compras. La calle llena de ruido. Los tijeretazos del gitano que esquilaba perros, la zampoña anunciando al afilador, los autobuses temblando al ralentí. La lluvia en el verano, primero cayendo tímida y luego furiosa, creando torrenteras que lo arrastraban todo.
    -Os caben un par de sillas plegables, de esas pequeñas. O podéis llenarlo de plantas, llenar de verde la luz de la sala. La sala no me negaréis que es preciosa. Luminosa. Un espacio diáfano; cocina americana funcional y espacio de sobra para una mesa, un sofá y un sillón. Totalmente amueblado y con electrodomésticos de última gama. Mirad que nevera.
    La nevera. Desconchados en las esquinas, vibrando como un ser vivo. No ésta, la otra, la que guardaba en el congelador lleno de hielo las cucharas con caramelo de azúcar, piruletas de estar por casa. Creo que este monstruo, más parecido al refrigerador de una morgue, está en el mismo lugar. Ya no existe la pared que separaba comedor y cocina. La minúscula cocina en la que no cabía la nevera, que teníamos en el comedor. Espacio no diáfano. Una mesa con sillas apretujadas. Un sofá encajado. La mesita de la tele, la lavadora al lado del pasillo de las habitaciones y la nevera. Aquel aparato que se comía mis soldaditos de plástico. Tirado en el suelo. Viviendo la intemporalidad. Las figuras verdes de los americanos, emboscadas por las amarillas, los pérfidos japoneses. Eran mis favoritos, y los italianos, porque tenían una camilla. Sólo la tenían ellos. Los engreídos americanos, hechos de un plástico más grueso, mostrando la superioridad de su raza. También en los juguetes hay clases. Los soldaditos españoles eran iguales que los alemanes, las mismas posturas, un calco, en vez de azules tenían un color del que no sabría decir el nombre, iguales, pero más finos, como si hubieran pasado hambre. Más diferencias de raza. Horas jugando, moviéndolos con delicadeza, cerrando la emboscada hasta llegar al combate. Capirotazos con el índice y el pulgar. Combatientes saltando. Siempre había alguno que iba a parar bajo la nevera. Buscaba un cuchillo en la cocina, pero era imposible recuperarlos, el monstruo de metal vibrante parecía llevarlos más adentro. Sólo quedaba esperar hasta que llegase el día de la limpieza general. Cuando se movía la nevera, aparecían todas las víctimas de mis batallas, y las canicas, y todo lo que iba devorando aquella máquina. Alegría por recuperar los juguetes perdidos. El reclutamiento lo celebraba preparando un nuevo escenario de batalla, ahora en el pasillo. Los disponía durante horas. La puerta de la calle se abría y a gritos obligaba al intruso a entrar de puntillas, con cuidado de no liquidar a los pobres soldados rusos apostados en la entrada. El suelo del pasillo, con restos de tiza, dibujos del juego de la charranca, lleno de tesoros escondidos en sus baldosas sueltas. Introducía un cuchillo entre las juntas, las levantaba y guardaba mis riquezas, sólo por el placer de saber que todos pasaban por encima sin saber lo que pisaban. Ahora un funcional piso de madera, más cálido que las gastadas baldosas, se extiende por toda la sala; del pasillo ni rastro.
    -¿Hay sólo una habitación?
    -Una suite. Un amplio dormitorio con un baño completo.
    Ideal para una pareja, no para una familia con cinco hijos. Un pasillo, tres habitaciones y un baño, todo embutido en esa suite. Yo siempre quería jugar en la bañera. Hacía barquitos de papel para mis tropas, pero nunca había tranquilidad, siempre quería entrar alguien. Al final me arrancaban de mis batallas navales, tanto me costaba entrar en el agua como salir de ella. Envuelto en una toalla corría a mi cama para poder acabar de secarme entre las sábanas. El frío desaparecía y me volvía a invadir el sopor, escuchando la lavadora dar vueltas y más vueltas en el comedor, y era sábado, y podía volver a dormir. No existía nada, sólo la sensación de calor y cobijo, como un ratón en su madriguera.
    -Perdone, perdone. Que le digo que nos interesa.
    -¿Os interesa?
    -Nos gustaría hacer otra visita, para tomar algunas medidas.
    -Espera, parece que tengo un mensaje. Déjame que mire. Cómo lo siento, me dicen que ya está reservado. No os preocupéis, tengo uno aquí cerca que os va a gustar más; con un balcón mayor, y más alto.
    Guardo en mi bolsillo el teléfono apagado, hace una hora que me quedé sin batería, y pienso que le pasaré el piso a Antonio, que lo venda él; pensaba que podría, pero no, hoy seguirá vacío, al menos durante unos días continuará siendo mío en el recuerdo.

  6. Julián

    ÉXTASIS

    Conocí a Ana, la que fue durante más de cuarenta años mi mujer, de la manera más sorprendente, dejarme que os cuente como fue.

    Un verano fui de viaje con unos amigos y allí coincidimos con otro grupo de chicas. Una tarde me separé del grupo con una de ellas que me atraía y nos acercamos a uno de los templos, aunque ya estaba cerrado para los turistas. El guarda nos hizo señas y entendí que por una propina nos dejaba entrar. Le di un billete con cierto disimulo como había visto tantas veces en las películas y el guarda luciendo una gran sonrisa sacó una llave enorme que parecía de broma, accionó el mecanismo de la cerradura y nos abrió una de las hoja de la gran puerta que volvió a ajustar en cuanto pasamos.

    Nos costó un instante acostumbrarnos a la penumbra del interior y admiramos las inmensas estatuas que parecían montar guardia. La grandiosidad del interior impactaba incluso más que las estatuas del exterior y Ana y yo nos mantuvimos juntos un tanto intimidados por el silencio estremecedor y la grandeza del lugar.

    Contemplamos maravillados las pinturas, los bajorrelieves y los jeroglíficos y fuimos avanzando hacia el interior de Abu Simbel, pasamos bajo un dintel y seguimos caminando lentamente hasta el fondo donde había una pequeña habitación en la que había cuatro estatuas sentadas de tamaño natural.

    ¿Quién es Ramsés?, me preguntó Ana mirando de frente las estatuas.

    Ese, y los otros son Ra y Amón y ese el dios de las tinieblas, le dije señalando una a una las estatuas mientras la iba nombrando, recordando lo que había leído en la guía la noche anterior, aunque no estaba del todo seguro de su posición quería impresionar a esa chica.

    Nos quedamos en silencio observándolas y un miedo excitante se empezó a apoderar de mí, las estatuas desfiguradas por la erosión, encerrados en el templo, el silencio absoluto y en esa sala apenas iluminada. Oí un leve jadeo, casi imperceptible al principio, que me sobresaltó; giré mi cabeza y observé los ojos desorbitados de Ana y su boca entreabierta y me di cuenta que no era un jadeo, era un gemido y su cara la viva imagen de placer. Mi miedo bajó de intensidad y mi excitación en dirección opuesta.

    Este sitio me está poniendo loca, susurró gimiendo más profundamente mirando las figuras.

    Sus manos fueron a sus pechos y los estrujaron y un gemido retumbó en las paredes con fuerza y yo en ese momento me excité como un potro salvaje. Nuestros cuerpos se enfrentaron hasta tocarse, nos desnudamos con rapidez, acercamos nuestras caderas, nos abrazamos y follamos de pie delante de las cuatro figuras.

    El tiempo se detuvo o tal vez corrió hacia atrás tres mil años, los dos unidos siguiendo una cadencia de movimientos como si fuera un rito ancestral. A las cuatro estatuas se les marcaron los rasgos de la cara, volvieron a lucir vivos colores, se levantaron y se pusieron a dar vueltas a nuestro alrededor, jaleándonos y animándonos a seguir. La luz nos iluminó como cuando entra en esa cámara durante los solsticios, la percusión de un tambor sonaba obligándonos a seguir su ritmo, las cuatro figuras bailaban a nuestro lado y las paredes amplificaban nuestros gemidos que retumbaban como si fuera una jauría de animales insaciables de pasión y de lujuria.

    Cuando acabamos las figuras volvieron a sentarse en su sitio y el lugar volvió a quedar en silencio y en penumbra. Ana y yo nos separamos un tanto cohibidos y por un momento sin saber muy bien qué hacíamos allí, buscamos nuestra ropa por el suelo y nos vestimos lentamente.

    No sé cómo este sitio me ha puesto así, dijo Ana mientras acababa de vestirse, como si estuviera poniendo una excusa infantil a su comportamiento.

    Ha sido brutal, es que hasta los he visto bailando, le confesé y la miré con media sonrisa indecisa por si ella se reía de mí y debía hacer ver que mi comentario era broma.

    ¿Tú también los has visto? Ana aspiró aire con fuerza, abrió los ojos y su miedo me contagió y ese miedo se multiplicó convirtiéndose en pánico, en terror. Nos dimos la mano y salimos corriendo despavoridos dando la espalda a las estatuas, pensé que volvían a levantarse para impedirnos salir y cuando atravesamos la sala grande con las estatuas gigantes estaba seguro que cobraban vida y nos perseguían, parecía que la distancia era insalvable, las salas se alargaban y nosotros corríamos sin poder llegar hasta el final donde se veía perfilado el marco de la puerta, corríamos como desesperados pensando que alguna estatua nos agarraría y nos quedaríamos encerrados en el templo eternamente.

    Pero llegamos a la puerta que empujamos con fuerza y cegados por la luz del desierto pasamos al lado del guarda sin dejar de correr, no nos soltamos la mano hasta que nos alejamos lo suficiente y nos dejamos caer en la arena del desierto, el pánico se convirtió en risa histérica que no podíamos controlar. Cuando me tranquilicé miré a Ana apasionado, estaba preciosa a la luz de la tarde del desierto con las mejillas encendidas y allí con Abu Simbel por testigo la besé y me prometí que no dejaría escapar a esa chica.

  7. JP

    Las calles del raval son un laberinto, pero no tengas miedo. Ya casi hemos llegado. Es una plaza muy bonita. Con mucha historia. Cada vez que hacen obras descubren algún esqueleto. Era una antigua vía sepulcral romana. Aquí es donde empezó todo. Yo no soy ninguna santa. Ella sí. Es la patrona de Barcelona y la tenemos olvidada en este rincón. Nadie viene a visitarla. Yo sí. Aquí jugaba Vázquez Montalbán, de niño. Yo no he leído nada suyo pero me lo han contado. Era una niña cuando la sometieron a martirio, una niña como era yo cuando la miraba como si fuera una amiga, y no una santa de las que daban miedo en las iglesias. Una compañera más. Le contaba mis penas. No en voz alta, claro. Perona, me voy mucho por las ramas y tú quieres saber. Sé que me llaman la santa, pero no me gusta el mote. Yo no soy santa, como ella. Yo ayudo lo que puedo, y aguanto la sonrisa incluso en los peores momentos. La gente es muy exagerada, lo que yo hago es apenas nada. Soy constante, esa es mi única virtud. Hay días que me cuesta aguantar. Llego a casa cansada y me pongo a llorar, pero a escondidas, porque el día ha sido duro. Pero cuando estoy en la calle, la sonrisa y la amabilidad por delante. Tiene la mirada muy dulce. Sus ojos de piedra se habrán hartado de ver miseria y no han perdido la dulzura. Nunca he sido de rezar, pero ya era lo único que me quedaba. Cuando salía del hospital, daba una vuelta para poder pedirle, en voz baja, que por favor todo saliera bien, que yo haría lo que fuera, traerle flores todos los días, dar limosna a los pobres, hacer el camino de Santiago. No podía aguantar tanto dolor pero, sobre todo, tanta incertidumbre. Aquí empezó todo. Desde entonces, sin descanso, hago lo poco que puedo. No soy una santa, no, ni mucho menos. Pero no te diré una mala palabra aunque la cadera me duela como una cuchillada o la pensión no me alcance para comprar un capricho o algún desalmado me haya tirado al suelo y no me pida ni perdón. Ya lloraré de rabia en casa. Me meteré la mano en la boca y morderé hasta que la marca se quede en la piel. ¿Cómo? No, no, no me he debido explicar bien. Esto de las palabras no es lo mío, lo he debido liar todo. Es justo al revés. Todo salió mal. Mis rezos no sirvieron para nada. Hicimos todo lo posible, me dijeron. Pero no fue suficiente. Ese dolor todavía me abrasa por dentro. Dicen que el duelo tiene sus fases, pero se equivocan. Hay heridas que quedan abiertas para siempre, que nunca van a cicatrizar. No lo hago para cumplir una promesa. Tuve una revelación, sí. Mírala allá arriba, viéndolo todo. Viendo nuestro sufrimiento sin poder hacer nada para remediarlo. Tan impotente como estaba yo en las manos de los médicos. Lo entendí todo. Solo nos tenemos los unos a los otros. El maná no va a caer del cielo. Ella no puede hacerlo, pero yo sí. Puedo hacer todo lo posible. Procurar que sus ojos tengan la misma dulzura de siempre. No como los míos que, a pesar de la sonrisa que mantengo sin descanso, están anegados de dolor.

  8. En los espacios de mi mundo estáis todos.

    Espacios que me atrapan y que no me dejan salir. En esos espacios recorro y recorro buscando una salida para mi alma. Pueden ser esas reuniones interminables donde todo el mundo se habla pero nadie se escucha. Esas cenas entre amigos donde las palabras están mas vacías que los espacios solitarios que nos inundan en medio de la multitud que te hace sentir solo . Te acompaña mas ese libro rodeado de personajes que salen del papel para rodearte y formar parte de tu mundo imaginario.
    Espacios en la naturaleza donde te fusionas con el abrazo de los árboles. Su cariño no necesita de palabras solo de energía. En el espacio de los árboles cierras los ojos y realizas un viaje en el tiempo que te lleva al niño que sonríe mientras la vida gira a su alrededor. El espacio se abre entre el y se abre cuando mira al cielo y ve el espacio de las estrellas.
    Espacios para el recuerdo de todos los momentos vividos , esos espacios están presentes en las fotografías de los demás en las propias y en los cuadros que rodean las casas en las que vivimos.
    Espacios de angustia cuando la vida nos atrapa con sus prisas y con sus objetivos sin alma. Empezamos a girar como el hamster en la rueda. Nos cansamos y no sabemos donde vamos pero sabemos que nos cansamos inútilmente.
    En los momentos de desesperación miramos a las estrellas en la noche para recordar cual es nuestro espacio verdadero. Sumergidos en el sueño , le pedimos a la media luna que nos deje acostar en la cama que forma al tiempo que la media luna se convierte en una sonrisa que alumbra la noche de los hombres tristes.
    Al final cerramos los ojos y descubrimos que el espacio mas auténtico y mas verdadero está dentro de nosotros. Cierra los ojos, deja de mirar al especio y siente quien eres realmente. Poco a poco, Despacio hijo de las estrellas, despacio.
    Sat Nam

  9. Espacios que me atrapan y que no me dejan salir. En esos espacios recorro y recorro buscando una salida para mi alma. Pueden ser esas reuniones interminables donde todo el mundo se habla pero nadie se escucha. Vientos huracanados de gente que atrapan a los niños en medio de la ilusión que un día cruzo los ríos de su vida. Palabras vacías que recorren la penumbra en medio de la luz. El sol entra pero decide volverse en medio de la oscuridad que alumbra la sala de las almas sin corazón. Sus palabras deslizan por la mesa al tiempo que las mías deslizan por mi cabeza. Las mías van al corazón las suyas al contenedor de las palabras vacías. El contendedor infinito pues nada que este vacío llenara la plenitud. Así pasan las semanas, así pasan los años, así pasan las vidas en medio de reuniones donde el espacio del sentimiento no tiene cabida.

    Esas cenas entre amigos donde las palabras están mas vacías que los espacios solitarios que nos inundan en medio de la multitud que te hace sentir solo. Te acompaña mas ese libro rodeado de personajes que salen del papel para rodearte y formar parte de tu mundo imaginario. En ese libro viajan todos los niños que has sido y serás. Viajan los niños escondidos en medio del bosque de la timidez temerosos de ser mojados por la lluvia de los hombres sin escrúpulos. En esas cenas se juegan partidas de póker infinitas donde en medio de la falsedad la sonrisa del diablo se manifiesta escondida en forma de hipocresía. Como es tu casa, que es de tu vida , cuantos hijos tienes. En ese espacio de sonrisas que quieren caerse en el vacío del olvido. En ellas vino uno de mis recuerdos, su nombre y apellidos fueron pasados un año de mi vida pero su nombre y apellidos se tatuaron en el fondo de mi corazón. Por eso ese día cenaste con nosotros querida compañera. Por eso ese día ese profesor cuya imagen giro 18o grados respecto a mis recuerdos me caí en un baño de realidad en el que aprendí a nadar. Aprendí cuando ese día nos hablo la abogada de su trabajo en el mundo del derecho. Separaciones. En un viaje donde el presente es pasado y es futuro conocí a otra mujer. Su libro cicatrices doradas me lleva a ese espacio y ese momento. Todos estamos llenos de cicatrices que no se ven. Doradas, pero cicatrices al fin y al cabo.

    Espacios en la naturaleza donde te fusionas con el abrazo de los árboles. Su cariño no necesita de palabras solo de energía. En el espacio de los árboles cierras los ojos y realizas un viaje en el tiempo que te lleva al niño que sonríe mientras la vida gira a su alrededor. El espacio se abre entre el y se abre cuando mira al cielo y ve el espacio de las estrellas. Las estrellas te miran y te muestran el espejo. Espejo que se sitúa en la troposfera. Espejo que amplía nuestra realidad. Amplía la imagen del pequeño hombre hasta el tamaño de las estrellas. Le recuerda quien es realmente. Una sonrisa que se mueve en medio de los espacios que la luna y el sol esconden en la noche de un amor incomprendido. Míranos con los pies en el suelo y vuela con la pluma que se impregna con tu papel infinito como nosotros. Míranos y sonríe porque un día despegaras los pies del suelo para reunirte con el resto de las estrellas pero eso día aun no ha llegado. Sigue volando como lo hace la pluma en el aire como lo hace la pluma cuando se sumerge en el mar del papel.
    Espacios para el recuerdo de todos los momentos vividos , esos espacios están presentes en las fotografías de los demás en las propias y en los cuadros que rodean las casas en las que vivimos.
    Espacios de angustia cuando la vida nos atrapa con sus prisas y con sus objetivos sin alma. Empezamos a girar como el hámster en la rueda. Nos cansamos y no sabemos donde vamos pero sabemos que nos cansamos inútilmente. Abres los ojos pero la oscuridad sigue dentro de tu alma. Quisiera describir este espacio pero no puedo porque su penumbra me rodea en todas las direcciones donde alcanza mi mirada. Esos son los espacios sin alma que los hombres dirigen contra otros hombres. Flechas de mentiras son disparadas desde las falsas alturas para atrapar a los hombres y mujeres en una jaula de oscuridad. Saldremos de ella con una cuerda, llamada esperanza. No se cuando saldremos pero saldremos. Cada trozo de esa cuerda se teje en medio de las reuniones de los hombres que escriben con la mano las palabras que el corazón les susurra.

    En los momentos de desesperación miramos a las estrellas en la noche para recordar cual es nuestro espacio verdadero. Sumergidos en el sueño , le pedimos a la media luna que nos deje acostar en la cama que forma al tiempo que la media luna se convierte en una sonrisa que alumbra la noche de los hombres tristes. Al final cerramos los ojos y descubrimos que el espacio mas auténtico y mas verdadero está dentro de nosotros. Cierra los ojos, deja de mirar al especio y siente quien eres realmente. Poco a poco, Despacio hijo de las estrellas, despacio.

    Despacio me sumergiré en tu cuerpo, abracaré cada rincón de tu universo. Buscare con la pluma con la que escribí los recónditos de tu cuerpo, los tesoros escondidos bajo una llave que solo los amantes poseen. Me fusionaré en tu universo como tu te fusionas en el mío. Sumergiré mi alma en las profundidades del mar de tu alma, nadaré en medio del océano de nuestras pasiones. Me sumergiré en tus seños, en tus piernas, en el baile de tus caderas al ritmo de la música que inunda la sala de los amantes. La sala pequeña, llena de armarios gastados como el paso de la vida que nos arrastra a una oscuridad desconocida por la infinita curiosidad que me acompaña. Pero en medio de esa habitación, contemplaremos las ventanas, contemplaremos la lluvia que cae al ritmo de la música que se muestra después de la fusión de nuestra pasión.

    En medio de la lluvia te volveré a besar y me perderé en el océano de tus labios para siempre.

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