Laboratorio escritura 10 de febrero: Epanadiplosis y descripción obsesiva

Comentaremos textos escritos por los participantes y haremos actividades de escritura en el momento, que nos pueden servir como semillas para la sesión siguiente o no.

Cada sábado tendremos una consigna sobre la cual escribir. Los textos se tienen que poner en los comentarios de la entrada pertinente antes del viernes anterior a la sesión. Podemos poner el texto tal cual o un enlace a un sitio donde leerlo. Los textos tienen que tener, como máximo, 900 palabras. Cada participante tiene dos compromisos: a) Escribir un texto y b) Leer los de los compañeros.

El laboratorio tendrá un número limitado de participantes. Para cada sesión podrán asistir quienes cumplan las dos condiciones anteriores, por orden de presentación de textos. Pedimos a todos los participantes honestidad y buen rollo.

La consigna en esta ocasión es utilizar la figura de la epanadiplosis (empezar y acabar una frase, un texto, por la misma palabra) y si en la consigna pasada usábamos las descripciones elevamos la apuesta para escribir un texto que se vaya a cada detalle, como estos escritores de vanguardia que describen hasta el vuelo de una mosca. Por supuesto, cada uno lo puede entender a su manera.

Tenéis que escribir vuestros textos y ponerlos en los comentarios de esta entrada, bien pegando directamente el texto, bien poniendo un enlace donde leerlo hasta el día 25 de enero a las 12 de la noche. Tenemos hasta la sesión para leer los relatos de los demás.

Cualquier duda la podéis preguntar por el grupo de Whatsapp.

5 comentarios

  1. Luis

    La Mataviejas

    El espejo mural, como oráculo objetivo, lo mostraba alto y bien parecido, esa élite inteligente. Un espejo de pared a pared en portería añeja y repleta de contradicciones materiales. La puerta era pequeña, en madera marrón y cuarteada; la calle se decantaba por la umbría a lo largo del día y por las noches agujas en los brazos y cannabis.
    A las once y cincuenta nueve le telefonearon. Un fiambre en el callejón de Quatre Lladres, largo de unos veinte metros, el callejón, y de uno cincuenta, la finada; y un supermerkat pakistaní entre acera y espalda, meada de gatos y preservativos usados. A las cero lo descolgó y el fiambre no había desaparecido. Se personó.
    —¿Y el ascensor?
    —¿Y usted quién es?
    El enorme espejo, pulcro y en alta definición reflejaba un bedel de amplios bucles, eran bucles de calvo. Los buzones bien alineados, cada uno con su nombre y apellidos.
    —Estoy de mala leche. El galeno me ha asegurado que no entiende cómo estoy vivo.
    —La edad, Sr. Víctor Bukarow. En fin, al fondo a la derecha. La vieja tacaña está en el tercero segunda.
    —Un poco de respeto.
    —¿Respeto? ¿Todavía está viva la urraca?
    —¿Cómo se llama? —pregunta un acompañante de Víctor Bukarow.
    Víctor Bukarow se molesta con su mirada bien dirigida al cuadriculado Armario que le acompaña. Perder el tiempo le molesta. Perder a su acompañante, esa persona-cosa, cosa-persona, un Armario que es, le agradaría. No le interesa el nombre de un calvo con bucles, el espejo yerra, es un descerebrado.
    —Hable claro y alto. ¿Cómo se beneficiaba de la finada? —Víctor.
    —Yo era su amante de juego. Me pagaba mis caprichos de cartones y cubatas en el bingo: «El bingo te pone al día»
    —¿Su amante de juego? —el Armario, no entiende.
    —Era vieja y le daba asco. No se la tiraba. Solo le daba coba y se aprovechaba. Y calla ya— Víctor, con voz cortante e incómoda.
    —La respetaba. Pero vino la asquerosa del cuarto segunda y se la cameló. La invitaba y le pagaba el bingo. Una mala pécora. No ha pagado el alquiler del último mes. Apenas lleva dos meses. Ha sido ella. Es una mataviejas; mataviejas que tienen pasta, eso sí.
    —Supongo que guardaba la pasta en su piso —Víctor.
    —¿En su piso? Claro. En una maleta más joven que la vieja. Y en billetes nuevos, con los números de serie sucesivos como el abecedario, uno detrás de otro.
    —Uno detrás de otro, léele sus derechos —agita un ademán a su escudero—. Si Pepita no resulta culpable, le cargaremos el muerto a usted por chivato. Tienen un móvil, era su amante de juego y, además, le pagaba los cartones y cubatas, este Armario que me acompaña mataría por eso. Y usted también —Víctor.
    —¿Cómo sabe su nombre, jefe? — Armario.
    —Porque los nombres los pongo yo —Víctor, se encamina escaleras para arriba.
    El tercero segundo no tiene puerta, un ligero pasillo con papel deslustrado y fumoso. Alcanza un comedor, dispone de un aparador amplio de madera añosa en cuya repisa reposa una radio Philips. Al fondo un sofá de una plaza.
    Víctor repara en la vieja tirada en el suelo, su brazo derecho agarra una cara de la maleta y el brazo izquierdo la boca, maleta abierta de par en par. Yace, la vieja, de costado derecho, sus piernas dispuestas a salir corriendo. Un candelabro y sangre en la sien.
    Se agacha y recoge un billete nuevo de diez euros.
    Observa el balcón abierto y observa unos ligeros rastros de sangre, tenues, que salen por la puerta; y sale por ella.
    Sale por ella, y saliendo, se topa con Armario.
    —Jefe, hay una ligeras manchas rojas que suben por la escalera.
    —Por la escalera el gato chismoso de la Pepita ha atajado —Víctor, sarcástico.
    Aprieta el timbre del cuarto segundo y abre la puerta Pepita, un armario sin empotrar. Entra Víctor Bukarow, y detrás suyo Armario.
    —¿La has matado para no tener que seguir pagándole el bingo? — Víctor, repasa el comedor y observa el balcón, cerrado, y con una caseta y un plato de plástico, de gato.
    —¿Qué, yo no entender…?—Pepita.
    —Los de Cuenca me entienden todos. ¿Dónde está el gato?
    —Encerrado en el balcón.
    Bukarow se dirige a una mesita, toma un paquete y lo hace sonar. Un gato aparece disparado. Disparado se agarra a la pernera del inspector y deja una ligera mancha roja.
    —Pepita, tu gato ha bajado por las escaleras de incendios hasta el piso de la vieja y cuando has matado a la vieja, a golpes de candelabro, ha subido detrás de ti. Pero si me cambias este billete de veinte por dos de diez me marcho a almorzar y me olvido.
    Pepita abre un cuartucho y torna con dos billetes nuevos de diez euros.
    —Nuevos y con números sucesivos. Léele el menú de la cárcel, Armario.
    Pepi rompe en sollozos.
    —No puedo más, estoy de los nervios. Mira que he matado y robado a viejas, a viejas y viejas, pero esta era tacaña, tacaña y tacaña. Yo lo pagaba todo y ni un café. Hasta la compra, en el Corte Ingles, se la pagaba yo.
    —¿Qué…? ¿Tú eres la carnicera de Barcelona? —Víctor, agobiado, sus dedos se dirigen a su cuello e intenta desabrochar ese último botón.
    —Has tardado, Víctor. Ya estoy cansada de matar viejas, la mayoría por unos cuantos billetes. No es oro todo lo que reluce. Quiero chivarlo y descansar.
    —Desgraciada, ¿cómo me haces esto? ¿Cómo te atreves? El galeno dice que la razón de estar vivo es atrapar a la carnicera de Barcelona. Tú…, no deberías ser tú —Víctor, suda, se pone lívido e intenta respirar y respirar, y jadea, y se ahoga, y se ahoga su corazón, cae muerto sobre una silla.
    —¿Ha muerto? —pregunta Armario en un murmullo.
    —Ha muerto, seguro. Tengo experiencia —Pepita, armario sin empotrar.
    —Uff, que descanso. ¡Era un gilipollas! —Armario.

  2. Irina

    Una noche en Goa

    Anochece.

    El aire, dulce y seco, lleno de una mezcla rocambolesca de polvoreda, olores concentrados de especias, y gotas de transpiración de anhelos libertarios, está cuajando la frescura que le hace a ella a querer abrazar a sus hombros expuestos. Pronto entrará en la casa, que ya abre su mirada amarilla, soltando desde dentro por las cavidades de ventanas y puertas la luz incandescente que se derrite en la densidad creciente del véspero, para buscar un atuendo más propicio a las temperaturas nocturnas, pero aún no. Aún no quiere romper aquel hilo fino que le ata a la conversación. El autoabrazo le hace dejar sobre la mesa su bebida y el cigarillo acabado a medias, y el último muere a fuego lento en su cenicero improvisado a partir de una lata, rodeado de botellas y vasos, botes llenos de manjares caseros y industriales, platos vacíos y sucios, el caos de una cena hippie siempre work in progress. Dejar la bebida y el cigarillo, su escudo habitual, los artefactos de la creación del personaje que una proyecta al mundo exterior, le hace sentirse indefensa, a pesar del gesto sumamente protector en que se sumerge, pensando que hubiera preferido estar envuelta en otros brazos, en lugar de los suyos propios.

    —¿El Dios? ¿Por qué estamos hablando del Dios?

    La conversación no tiene ningún orden, igual que la mesa. Pasa de los asuntos de relaciones entre hombres y mujeres y quiénes tienen más dificultad de entender a quiénes y si hay cualquier sentido en tales intentos vanos de la intercomprensión en el primer lugar, a las cuestiones teológicas y cosmogónicas, y de vuelta.

    Están en los extremos opuestos de la terraza. Él apoyando su torso triangular descubierto, inmune al frescor de la noche, contra la pared, de la pintura pelada, un lienzo lleno de los esbozos desdibujados de grietas y fisuras, el himno a la dejadez y la libertad de lo material; su figura de vikingo proyectando sombras tajantes bajo una bombilla de luz fría, aquella que pretende emular al sol pero en lugar solo deja la sensación del hospital o, peor aún, del morgue —un contraste contradictorio con el ambiente nocturno, un reino de tonalidades gélidas por excelencia, que en este instante desprende una sorprendente calidez, tal vez guardando las memorias sobre el ardor del día que ya se ha esfumado, tal vez como una proyección de la combustión inconsciente encendiéndose entre los presentes, o tal vez como un mero efecto del alcohol. Ella, envuelta en un suelto vestido de colores intensos —un tributo a la tierra habitada, aquí mismo producido para ser vendido en los mercadillos occidentales a los libertarios civilizados que sueñan con el esoterismo enigmático de Shiva y Krishna y a la vez llamado “vestido europeo” en los bazares indios— manteniéndose sobre un pie, como una garza, sujetándose a la magnifica barandilla de mármol blanco —un inciso de lujo dentro del entorno creado sobre las premisas del desprender, una síncopa habitual en el país de las contradicciones— balanceando en un trance inducido por las miradas cruzadas que atraviesan el espacio ignorando a todo y todos los demás.

    Los otros partícipes supuestos de este frívolo debate filosófico de elaboración casera, dispersos por el patio, de vez en cuando hacen intentos infructuosos de entrar en la conversación que transcurre entre estos dos no tanto con las palabras sino con los cuerpos y ojos, que no se quitan uno del otro, pero finalmente reconocen su derrota y echándose miradas impotentes dejan la arena a aquellos quienes ni siquiera notan su partida. Él dice que tiene una cita, ahora mismo, que le están esperando, y sigue hablando. Ella está hipnotizada por la anchura de los hombros masculinos tan infortunadamente (o al revés, ¿por suerte?) situados tan lejos, un poema formándose en su cabeza como un elogio a este artilugio y un lamento por su desgracia.

    —Necesitamos más ron, —dice él de una manera imperativa y entra en casa, el paso regio para llevar el cuerpo imponente.
    Ella le sigue para cubrirse finalmente con algo que le protegerá del frio. La casa parece a un laberinto de túneles oscuros que llevan a las guaridas donde se esconde cada habitante. Se encuentran en la cocina, el dominio de aquel amarillo que irradiaban los ojos de la morada: ella para hacerse un chai para mezclarlo con ron, él para buscar algo para picar. Sus cuerpos se desplazan por el ambiente independientes uno del otro, y sin embargo todos sus movimientos, como si fueran coordinados, aparentan un baile. Aquí se rozan los hombros, aquí casi se tocan las manos pero no, solo unas chispas de electricidad invisible saltan entre dos parches de piel desnuda.

    Luego, con sus brebajes y todo que los acompaña, se colocan sobre aquella majestuosa barandilla de mármol blanco, dando las espaldas a la luna llena que se asoma entre el encaje de los siluetas oscuros de palmeras y lianas, para contemplar una sorprendente cita celestial entre Venus y Marte, conversando sobre el cosmos y sus enigmas.

    Finalmente él si se marcha a su cita, y ella, apoyándose sobre aquella pared herida contra la cual hace unas horas se reclinaba él, enciende un nuevo cigarrillo para preguntarse cuántas veces más tendrá que contemplar a su espalda alejándose porque le está esperando otra mientras anochece.

  3. admin

    Epanadiplosis

    Cacahuetes, tengo que comprar cacahuetes. Que no estén tostados, ni con sal, crudos. Pero pelados. No sé ni a dónde ir. Antes estaba la tienda de la señora Paquita, pero ahora es un sitio donde venden carcasas de móviles. De colores, con dibujos, en relieve, con ganchos para colgar, una vez entré y me quedé fascinado. Porque luego todos llevamos la misma funda negra e impersonal ¿Quién compra estas carcasas? Yo no veo a nadie nunca en la tienda, debe ser para lavar dinero. Antes, donde la Paquita, siempre estaba lleno de señoras quejándose de lo cara que estaba la vida y dándome pellizcos en las mejillas mientras decían ‘Que guapo se le está criando’ mientras yo me masajeaba la cara e intentaba poner buena cara para que mi madre no se enfadara y me comprara un chupachús con chicle dentro. Chupaba y chupaba hasta que no podía más y masticaba todo y se mezclaba el sabor del chicle con el del caramelo, una explosión de azúcar que todavía echo de menos ¿Y si me compro uno? ¿Se seguirán fabricando? Seguro que sí, los niños siguen siendo iguales a pesar de las pantallas y las quejas de los viejos. Si paso por un colmado lo pregunto y de paso lo de los cacahuetes. ‘Es una sorpresa’ me ha dicho. Algún plato típico de su tierra. Desde que está en casa todo huele distinto. A especias y frutos secos. A ternura y sexo. Ya no tengo que deambular por las calles alargando el tiempo para no entrar en una habitación fría con olor a cerrado, un programa de televisión infame y una lasaña recalentada. Ahora, cuando salgo del trabajo, voy corriendo, me falta el aliento, y se me caen las llaves de los nervios. No sabía que la felicidad te podía agarrar por sorpresa pasados los 50, cuando todos te dicen que el camino es de descenso. Benditas clases de salsa. Tenía ganas de pellizcar sus mejillas. ‘¿Que piensas?’ Me solté ‘Que tengo ganas de pellizcar tus mejillas’ Y se rió de tal manera que se hizo verano de repente y todo parecía estar bien. ‘Eres chistoso’ No importaba que me tropezara de los nervios, pensaba que estaba haciendo el payaso. Yo, que nunca he tenido gracia para los chistes. Se me va el santo al cielo ¿Qué tenía que comprar? ¡Ah, cacahuetes! Tengo que comprar cacahuetes.

  4. Julián

    LA GOMA

    Estarás mirando la goma hasta que acabe la clase, moviéndola entre los dedos, la miras pero no la ves, tampoco escuchas al profesor, solo oyes una letanía monótona. No estás. No estás porque no quieres estar aquí, no tienes interés en nada, mantienes la cabeza bajada, sumiso, mirando la goma como si tuviera algo especial, pero no lo tiene, solamente es una goma gastada, pequeña, insignificante como tú. De repente tienes curiosidad por las palabras que vienen escritas en la goma: MILAN NATA 624 curioso por un momento por saber si tambien tiene letras debajo le das la vuelta, pero no, ya sabías que debajo no hay nada, aunque te decepcionas al igual que sabes que vas a decepcionar a tus padres cuando les lleves las notas este trimestre y piensas que la goma también te ha decepcionado porque ya no es blanca ni reluciente ni huele a nata. Te la acercas discretamente a la nariz para constatar lo que ya sabes, que el olor a nata ha desaparecido hace tiempo y piensas que esta goma es un fraude como todo lo que te rodea, el tutor es un fraude que no se entera cuando te dijo que tus resultados solo dependían de tu esfuerzo, tu madre es un fraude cuando no entiende porque no quieres ir al colegio y tú te sientes que eres un fraude con todos ellos. Pero recuerdas que al principio de curso cuando la goma era nueva olía a nata y te ilusionastes con que el Oller o el Monteagudo se habrían cambiado de colegio o que tal vez se meterían con otro, pero un año más te sientes usado como la goma que está sucia y manoseada sin ni siquiera el papel de celofán rojo, ahora ya nada te importa, solamente mantener la cabeza agachada y esperar a que este profesor siga hablando, que nunca acabe la clase, que no calle nunca. No quieres ni mirar el reloj que hay sobre la pizarra, puede que hayan pasado diez minutos o tal vez media hora, se está haciendo eterna esta clase pero no quieres que acabe, por que en cuanto suene el timbre ya te pondrás nervioso, sabes que incluso antes de que salga el profesor tú ya recibirás una colleja o dos o más, el profesor lo verá pero no dirá nada, tal vez pida calma pero nunca se dirigirá al Oller o al Monteagudo, nunca les llamará la atención, y apretarás la goma, la notarás en la palma de la mano y sentirás que tienes algo que no te pueden quitar, será tu única victoria y te sentirás bien por ello. Sabes que después de las collejas tal vez te quitarán el bolígrafo o la carpeta, se los pasarán unos a otros para que tengas que ir detrás de todos ellos pidiéndoles, rogándoles, humillado delante de toda la clase que asiste divertida al espectáculo, y tú sabes que estás perdiendo la dignidad pero sobretodo sabes que estás solo, que nadie te echará una mano y si alguna de las chicas les pide que paren, que te dejen en paz, te sentirás mal contigo mismo por que ha hecho que todo el mundo se fije en ti, y lo que quieres es pasar desapercibido, que no te molesten, te gustaría ser transparente, un fantasma. Sabes que cuando llegue el nuevo profesor pedirá calma y entonces tu podrás recoger tu bolígrafo y tu carpeta y el profesor tal vez te llame la atención porque eres el último en sentarte y sabes que eso es bueno, que tendrás una hora de calma, pero te sientes hundido, indefenso, débil, pequeño, sin fuerzas para salir de este pozo, pero tienes tu goma en la mano y cuando el nuevo profesor empiece con su letanía tu seguirás mirando la goma como si fuera lo único que no pueden quitarte y estarás mirando la goma hasta que acabe la clase.

  5. Carlos Gallego

    A CARA O CRUZ

    Mi mundo es sencillo: matar o morir. No me he arrastrado hasta este rincón pedregoso para lo segundo. Las rocas a mi alrededor me miran indiferentes. No recuerdo la última vez que comí. Mi estómago dice que hace demasiado y todo mi cuerpo coincide con él. El cuerpo llora, mi cerebro funciona sólo con un objetivo; sobrevivir.
    Llevo todo el día probando suerte, igual que ayer, igual que el día anterior… El sol es frío, el amanecer me encontrará helado. Me enrosco y activo mis sentidos para detectar alguna presa. Ni la luna acompaña mi acecho. El tiempo avanza. Un par de insectos pasan zumbando, lejos. La luz no es suficiente para que los ojos escruten entre las hierbas resecas. La lente que los recubre está gastada. No volveré a ver bien hasta la muda, eso si vivo lo suficiente. En la oscuridad, exploro con mi abdomen algún sonido que me llegue por el suelo. Nada. Uso mi résped. Entra y sale de la boca, sus extremos recogen feromonas y partículas del aire y las transportan hasta mi órgano vomeronasal, en el cielo de la boca. Mensajes confusos. Presas, pero no puedo determinar dónde. Muevo la cabeza, la oriento hacia poniente. Me acucia la pérdida de calor, pero mi programación de depredadora me dice calma. Entran en acción los pozos de detección de calor del hocico. Barro el espacio, en mi cerebro se reproduce una imagen térmica que diferencia la más insignificante variación de temperatura.
    Una nebulosa roja avanza hacia mí, es de buen tamaño, tal vez un conejo o un perrito de las praderas bien cebado. El animal se detiene; el banquete intuye el peligro. Los músculos de mis doscientas vértebras se tensan buscando convertirme en un muelle. Esperar, sólo cabe esperar. No habrá una segunda oportunidad. Pego todavía más la barriga al suelo y siento el leve movimiento del mamífero. Afino la visión nocturna. No es un conejo. Rezo al dios de las serpientes para que no sea una apestosa zarigüeya. Mi veneno es inútil con ellas.
    El viento inquieto cambia caprichoso de dirección. Hasta ahora soplaba desde delante. Si una ráfaga le lleva mi olor estoy perdida. El viento se encabrita, levanta polvo a mi alrededor. Mi barriga no escucha nada. Veo el calor detenido a dos metros de distancia. Otra ráfaga, esta vez a mi favor. Mi résped recoge feromonas de mi presa. Es un turón patinegro. Está como yo, a la busca de algún perrito de las praderas despistado que sacie su hambre.
    Entablamos una lucha ciega y sorda. El tamaño del turón podría convertirme en la presa. Una única oportunidad. Activo la musculatura abdominal y me coloco apuntando hacia la presa, tensada como un arco. Un pequeño crujido de la hierba me delata. Me paralizo. Sólo mis pozos de detección de calor trabajan. La nube térmica gira sobre sí misma, no sé si para huir o atacar. Siento como la tensión aumenta su temperatura. Lo imagino enfocando las orejas hacia mí, levantando el hocico para husmear. Dos segundos. El turón no ha huido, cree que soy la presa. Cauto, da dos pasos en mi dirección. Aún está demasiado lejos: calma. Comprimo la cola con cuidado para no hacer sonar el cascabel, produzco un chasquido casi inaudible que lo engaña y lo guía hacia mí. El hambre es mala consejera.
    El viento cesa. Un leve calor se desprende del suelo. El turón da dos pasos. Ya es demasiado tarde para él. Mi cuerpo se despliega como un resorte y salta hacia la nube de calor. Mientras me abalanzo, mi boca se abre desmesuradamente y los colmillos se despegan del paladar para poder hundirse profundamente. Le muerdo en el costado. Los músculos de la mandíbula comprimen las glándulas y el veneno es inyectado. Soy generosa en la dosis. Tan rápido como el ataque es la retirada. El turón lanza un zarpazo ciego al aire aturdido por la sorpresa.
    Todo queda suspendido.
    El turón ha entendido. Se repone y empieza la huida. Espero haber inyectado lo suficiente para que no vaya muy lejos. La lucha no ha acabado. Mis costados presionan las desigualdades del terreno, se sujetan e impulsan el cuerpo hacia el lado contrario en un movimiento sincronizado que me impulsa en una ondulación frenética; pongo todas las fuerzas que me quedan en ello. Mi lengua y mi visión nocturna trazan la trayectoria de huida de la presa. Es más veloz que yo; lo pierdo. No pienso en ello. Continuo en la misma dirección, no tendría porqué cambiar de ruta de escape. La persecución me lleva hasta unas rocas que anuncian las cercanas colinas. Serpenteo más rápido, barro el terreno con mis sentidos, creo notar la vibración de sus pasos. Lo descubro a bastante distancia. Su velocidad ha bajado. Acompaso la mía para no acabar con mis reservas. El veneno hace su trabajo. La herida se inflamará cada vez más produciendo un dolor insoportable y su sangre se irá diluyendo hasta ser un líquido que escapará a través de las venas y se verterá por todo el cuerpo.
    Ha alcanzado las rocas. Encuentra refugio en una grieta, quiere plantarme cara. Paciencia. No hay mal que por bien no venga, tengo un lugar protegido para dormir la digestión. Serpenteo con lentitud y me detengo frente a la grieta. Veo el calor tibio del animal. Mi abdomen pegado al suelo me trae un gruñido bajo y sostenido. Paciencia. La vida se le escapa, mis pozos captan como el aura roja disminuye y mi lengua olfatea la muerte. Avanzo. Ya no serpenteo, muevo las escamas abdominales unidas a mis costillas por la musculatura y luego la relajo, me agarro al suelo y me desplazo en línea recta, muy lenta, como si me deslizase. Entro en la cueva. Relajo los ligamentos que unen mis mandíbulas y los huesos se desencajan sin esfuerzo, abro la boca todo lo que puedo. Siento el hocico del turón en mi garganta y trago. Lo siento agitarse débilmente. Trago. El turón va entrando dentro de mí hasta desaparecer y convertir mi cuerpo en algo grotesco. Somos un único ser. Mi mundo es sencillo: matar o morir.

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